¿Panacea o maldición?

En los últimos tiempos se ha producido una evidente sensibilización de la opinión pública y la clase política respecto al subdesarrollo. La ayuda oficial al desarrollo (AOD) ascendió a 105.400 millones de dólares corrientes en el 2007. En torno al 98% de esta ayuda proviene de países de la OCDE y el resto de otros como China, Corea del Sur, Polonia o la República Checa. Aproximadamente, el 70% de la ayuda es bilateral (va del país donante al país receptor directamente), mientras que el resto es multilateral (el país donante la entrega a una agencia internacional como por ejemplo el Banco Mundial). Los donantes más generosos, en proporción a su renta, son Noruega, Suecia, Luxemburgo, Dinamarca y Holanda. Todos ellos superan el famoso 0,7%. África, en especial la subsahariana, recibe el 50% de la ayuda oficial. En algunos países la ayuda al desarrollo representa un volumen muy alto de su economía. Por ejemplo, entre 1960-99, la ayuda al desarrollo a Mauritania representó de media el 37% del presupuesto público y el 12% del PIB.

Diversas encuestas muestran ciclos en la sensibilidad de la opinión pública hacia el subdesarrollo: al idealismo del comienzo de una nueva fase le sigue una etapa de grandes esperanzas hasta que unos resultados decepcionantes nos devuelven de nuevo al cinismo. Durante el primer quinquenio del nuevo siglo se produjo una de estas fases de grandes esperanzas.

Pero el renovado entusiasmo por la ayuda al desarrollo parece estar entrando en un nuevo ciclo de decepción o, al menos, de pérdida de ímpetu. Los últimos datos de la OCDE muestran que, a pesar de las promesas, la ayuda cayó en el 2007 por segundo año consecutivo, tras la finalización de muchas de las operaciones de condonación de deuda. De hecho varios países han pospuesto, o se han desentendido, de los compromisos de Barcelona (2002) o Gleneagles (2005). Por tanto, las declaraciones políticas no se están trasladando a desembolsos efectivos. Es previsible que la crisis económica actual agudice esta tendencia decreciente.

La causa fundamental de la decepción respecto a la ayuda al desarrollo es su escasa efectividad. Las declaraciones grandilocuentes no son suficientes para conseguir un objetivo que se ha mostrado muy esquivo. La comunidad internacional ha destinado más de 2,7 billones de dólares en forma de ayuda al desarrollo desde los años 60 sin que se puedan mostrar grandes avances, en particular en el África subsahariana. Existen varias causas. En primer lugar los objetivos de muchos donantes están dominados por razones políticas o estratégicas en las que la mejora de las condiciones de vida del país receptor de la ayuda no es la prioridad. En ocasiones la "ayuda al desarrollo" es armamento o viene acompañada de la obligación de comprar bienes y servicios del país donante. En estas condiciones no es extraño que sea poco efectiva. En otras ocasiones el donante sólo está interesado en el hecho de donar y no tanto en los resultados. Esta obsesión por el 0,7% implica una visión muy ingenua que no tiene en cuenta el coste de oportunidad de los fondos (no todos los programas de ayuda al desarrollo tienen la misma eficiencia en la consecución de sus objetivos) ni posibles efectos secundarios negativos. Estudios recientes muestran que los países receptores de mayor proporción de ayuda al desarrollo sufren un síndrome similar al de la maldición de los recursos naturales: sus niveles de democratización bajan a medida que aumenta la ayuda, y la búsqueda de rentas puede derivar incluso en conflictos armados.

En segundo lugar el aumento del número de donantes causa problemas de coordinación. Recordemos el caso de la niña que después del tsunami en Banda Aceh contrajo el sarampión tras ser vacunada por tres ONG diferentes que querían contar aquella vacuna en su informe anual.

Un tercer factor importante es la corrupción en los países receptores. Estudios recientes muestran cómo se puede perder hasta el 83% de los fondos en la canalización que va desde la administración estatal hasta las empresas locales que construyen las escuelas o los hospitales. Estos problemas muestran la importancia de adoptar estrategias que no descansen exclusivamente en financiar gasto social corriente. El desarrollo económico requiere del fortalecimiento de las instituciones, el aumento de la seguridad jurídica (y contractual) y la facilidad para hacer negocios en los países receptores de la ayuda. En este sentido, el proceso de Barcelona ha mostrado cómo mejoras en estos aspectos, incluidos en la declaración de Barcelona, se traducen en mejoras significativas del nivel de vida en los países del sur del Mediterráneo.

Para mantener el apoyo de la opinión pública y la ciudadanía, es preciso evaluar científicamente los resultados de la ayuda al desarrollo y mostrar su efectividad. De otra forma, el entusiasmo se transformará en decepción.

J. García Montalvo, catedrático de Economía (UPF), y M. Reynal-Querol,  investigadora ERC-Stg y profesora de economía (UPF).