Panamá, Periodismo, Pureza

Pureza, la última novela del estadounidense Jonathan Franzen, es un tocho de 600 páginas que reafirma la ambición de su autor de ser el “gran novelista americano” de nuestra época. Tras un megalanzamiento a nivel mundial, la obra ha generado una cierta división de opiniones. Para los más críticos, esta novela sobre una joven que busca a su verdadero padre confirma la decadencia de Franzen y su incapacidad de mantener el nivel de tensión y brillantez de anteriores éxitos como Las correcciones. A pesar de lo cual me pregunto si, entre los centenares de miles de documentos que habrán tenido que revisar los periodistas que han destapado los llamados papeles de Panamá, no debería haber un hueco para el medio millar de páginas de Franzen.

Pureza, efectivamente, señala algunos de los aspectos que nos pueden resultar gratos acerca de la filtración masiva de nombres de políticos, empresarios y artistas vinculados a empresas offshore y también algunas de las limitaciones de este tipo de leaks propios de nuestra era digital. La pregunta principal que se hace Pureza es si, efectivamente, la verdad nos puede hacer libres; y en el fondo no es distinta la pregunta que nos hacen los papeles de Panamá.

Panamá, Periodismo, PurezaVayamos primero a lo grato. Uno de los mensajes de la novela de Franzen es que el pasado siempre vuelve, en una actualización del proverbio inglés que sostiene que we may be through with the past, but the past ain’t through with us. Y ciertamente, los papeles de Panamá demuestran que, en nuestra era digital (recordemos que todo surge por una filtración masiva de datos hackeados), cada vez resulta más difícil huir de aquello que hicimos y que esperamos que jamás saliera a la luz. En el caso de los hipócritas, los evasores de impuestos y quizá incluso de los corruptos, los papeles de Panamá nos hacen soñar con un futuro en el que los retratos de Dorian Gray que recogen polvo en los desvanes fiscales se expongan al gran público. Lo cual abre cierto espacio para el optimismo.

Otra cuestión que se debate en Pureza es el lugar del periodismo en la era de los leakers. Uno de los protagonistas es un filtrador profesional que opera una suerte de Wikileaks desde un valle boliviano, en competición abierta con las herencias de Assange y Snowden. Este filtrador, marcado por su juventud en la Alemania del Este, apuesta por la diseminación ininterrumpida de información secreta sin ningún tipo de contexto ni proceso de verificación. A él se enfrenta una pareja de Denver que apuesta por la importancia del periodista como mediador entre la fuente y el ciudadano, como persona capaz de verificar una historia, contextualizarla, seguirla hasta sus últimas consecuencias y aportar así una visión más completa (y compleja) de la verdad que la que indica un mero dato, una mera cifra.

El devenir de la trama demuestra que Franzen está del lado de estos últimos; y a juzgar por el proceso de publicación de los papeles de Panamá parecería que los periodistas han vencido igualmente a los meros filtradores, y que su paciencia a la hora de examinar los millones de documentos, de corroborar las informaciones que de ellos se desprendían y de intentar ponerse en contacto con las personas involucradas para que dieran su versión de los acontecimientos (aunque sólo fuese, en algún caso, para incriminarse aún más) es una reivindicación de la vigencia del periodismo frente a aquellos que proclamaban su muerte a manos de internet. O su superación por una nueva casta de Assanges mesiánicos, de Snowdens valerosos.

Ahora, lo menos grato. Pureza cuestiona hasta qué punto la endemoniada complejidad del ser humano puede ser pasada por el filtro de la transparencia, y si ésta puede verdaderamente corregir los peores defectos de aquélla. Las distintas verdades que a lo largo de la novela vislumbran los protagonistas de Franzen acerca de sus orígenes y sus motivaciones no resuelven su angustia existencial, y en muchos casos la empeoran. Resueltas nuestras limitaciones a la hora de obtener información (algo en lo que sin duda hemos avanzado en la era digital) debemos enfrentarnos a nuestras limitaciones a la hora de decidir qué hacemos con esa información, algo para lo cual dependemos de una tecnología mucho más vieja: nuestra ética colectiva, ese queso gruyere de prejuicios y puntos ciegos.

Efectivamente, a pesar de los esfuerzos de los periodistas por verificar y contextualizar el caso, las primeras reacciones en nuestro país han demostrado la vigencia de la irreflexión en esta era de información masiva. Que los dirigentes de Podemos hayan salido a trazar una línea directa entre las empresas offshore y los recortes, desahucios y despidos, cuando los principales nombres vinculados a este caso en nuestro país son por ahora Pilar de Borbón, Pedro Almodóvar y Leo Messi, demuestra que seguimos haciendo uso de la verdad sólo en la medida en que se ajusta a nuestros prejuicios. ¿Y de verdad dejará el Camp Nou (y el mundo entero) de corear el nombre de alguien que, a pesar de cobrar veinte millones de euros netos al año, está imputado por fraude fiscal? Lo dudo: el ser forofos está más imbricado en nuestro ADN que el ser ciudadanos responsables. En el fútbol como en la política.

Y luego está la cuestión de si el Poder real y efectivo, ese que no sólo se basa en el dinero sino en la indefensión del dominado, puede tambalearse ante este tipo de informaciones. ¿Alguien cree de verdad que las revelaciones acerca de la cleptocracia oligárquica organizada por Putin harán peligrar a este dictador de nuestro tiempo, cuyo control sobre los medios de comunicación de su país y cuyo cultivo de un nacionalismo delirante han llevado a los rusos a aceptar el asesinato de opositores, la marginación de periodistas críticos y la severa restricción de sus libertades sociales y económicas?

Y si esto pasa en Rusia, ¿qué decir de revelaciones semejantes acerca de poderosos de Siria, Azerbaiyán, Catar, Egipto? En un mundo en el que nunca habrá justicia para los trescientos asesinados a bordo del vuelo de Malaysia Airlines que volaron milicianos armados por el Kremlin (¿se acuerdan? Fue en el verano de 2014, y desde entonces Rusia ha vetado cualquier posibilidad de que se forme un tribunal internacional que juzgue a los culpables; a día de hoy no hay ni un solo detenido en relación con la masacre), cuesta pensar que una revelación acerca de cuentas en paraísos fiscales pueda meter miedo al poder allá donde es más obsceno y criminal.

Un último apunte literario para concluir: Pureza sostiene un diálogo explícito con dos de las obras maestras de la literatura inglesa, Hamlet y Grandes esperanzas. Lo que la une a ambas es su conciencia de la dificultad de moralizar acerca del conocimiento. Tanto el príncipe danés como el huérfano de la Inglaterra victoriana buscaron una verdad que, en lugar de liberarlos, acabó exponiéndolos con mayor crudeza a sus limitaciones. Mucho me temo que algo parecido sucederá con los papeles de Panamá. Pero tampoco es cuestión de hundirse demasiado en el pesimismo ontológico; quizá sea esta visión más compleja de la verdad y del conocimiento la que verdaderamente puede liberarnos.

David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.

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