Pandemia de pantallas: la verdad está fuera del algoritmo

La enfermera María Teresa Soto sostiene una videoconferencia con su novio Mario Canni, quien se encuentra en Río de Janeiro desde enero, desde su departamento en Santiago, el 8 de septiembre de 2020 en medio de la pandemia del nuevo coronavirus. (Javier Torres/AFP via Getty Images)
La enfermera María Teresa Soto sostiene una videoconferencia con su novio Mario Canni, quien se encuentra en Río de Janeiro desde enero, desde su departamento en Santiago, el 8 de septiembre de 2020 en medio de la pandemia del nuevo coronavirus. (Javier Torres/AFP via Getty Images)

La sensación es auténtica: la vida se dividió en dos. La anterior —biológicamente protegida— contrasta con esta, paranoica y frágil, amenazada no solo por un virus, sino por la digitalización acelerada de la realidad. En un mundo donde lo colectivo fue suspendido por el distanciamiento social y lo público trasladado sin anestesia al espacio de las pantallas, cabe preguntarse por el lugar de la veracidad. Puertas adentro, la adicción por navegar sobre noticias catastróficas —ahora llamada doomscrolling—, la orientación drástica de las vidas social, familiar, laboral y académica a los márgenes de los dispositivos y la propagación de la infodemia en los meses más agudos del confinamiento, han roto los puntos de contacto con la realidad. Aunque la hiperconexión lo contradiga, estamos solos en una tarea muy difícil: la interpretación del mundo.

En la soledad de las pantallas, la opinión es noticia y el universo emocional de unos se acumula sobre la realidad de otros. La crisis de desconfianza hacia los gobiernos, los medios y cualquier instancia de decisión en torno al COVID-19 ha tenido como base, además de la desinformación, el derecho a una verdad propia, estimulada por un uso socialmediático de la razón que no busca otra cosa que la confirmación de sus propios supuestos. El “yo creo en lo que veo” parece más sospechoso en un contexto de aislamiento preceptivo e hiperconexión. La señal de alarma está en la dificultad de articular un sentido frente a la rapidez con que los hechos y los juicios se contagian y se reorganizan. Una consecuencia más del avance exponencial de la viralidad.

La pandemia, tras la abolición del contacto físico con el exterior, agudizó la costumbre de ver y entender el mundo a través de las pantallas. El encierro —traducido en una gran masa de usuarios conectados en un infinito de opiniones, comentarios, noticias, filtros y “me gusta”— produce retazos de realidad que no tienen otro espacio de reconstrucción que los timelines. Si la emergencia sanitaria individualizó al extremo una vida que ya venía separada de lo colectivo, lo que se ve interrumpido ahora es la posibilidad de confrontar lo que ocurre en distintas escalas. El algoritmo que diseña la experiencia en línea despoja a los usuarios de la capacidad de ver un panorama completo y ponerlo en contraste con otros. La verdad objetiva, como advirtió Roberto Blatt en el libro Historia reciente de la verdad, queda recluida en una burbuja subjetiva de pensamiento único.

En la nueva normalidad hiperconectada, el problema no solo está en quién ocupa lo público, sino en quién —y cómo— conquista la narrativa bajo la cual lo público se representa. Bots, fake news, cadenas de Whatsapp, “me gusta” comprados: quien controle la sensibilidad de la data tiene la verdad. Esa parece la máxima de esta era de vigilancia que entrega escenas personalizadas a medida que las sustrae del paisaje complejo de lo humano. El peligro, como lo que sucedió con la oficina del odio en Brasil, podría estar no en que la realidad sea reproducida en redes, sino que lo dicho en redes termine por desmontar la realidad. Una cancelación llevada al límite.

Esto resulta especialmente preocupante en América Latina, donde la incidencia sobre el poder de las tecnologías digitales es la más baja del mundo. El dato, además de sugerir que la realidad parece virtualmente repartida, indica que el lugar donde se organizan las interpretaciones está muy lejos de aquel donde se producen los hechos. Una mesa servida para la manipulación. En una sociedad digital llena más de opiniones que de testimonios, donde se privilegian las emociones por encima de las deducciones, la miopía o la ajenidad podrían convertirse en las formas de relación con la verdad. Un cuadro que devuelve la imagen de un mundo distorsionado, narcisista, impaciente y, en el fondo, antidemocrático.

Salir del algoritmo, en este contexto, toma un sentido de protesta. La huida por la vía del “marginalismo digital”, esa forma de separación de la teleexistencia que recupera el Manual de Escapologíade Antonio Pau, puede admitir matices: en lugar de un retorno a lo analógico, establecer acuerdos más significativos con lo que consumimos en las redes. Reconstruir la relación con lo público, incluso con el uso de herramientas y plataformas digitales, que puedan incentivar otras formas de participación más allá de la producción-de-contenidos. Intercambiar la mirada afuera, donde importan los cuerpos, la ciudad, los acuerdos sociales, y la mirada adentro, la del mundo reimaginado en conexión.

La tarea no parece fácil. Esta realidad acelerada nos invita a repensar las cosas de una manera más ágil y menos ingenua. Cómo retomar la perspectiva colectiva en un tiempo donde reina la sospecha, el distanciamiento y la desintegración de lo público es una interrogante que va a rodearnos por un buen tiempo y, dadas las evidencias, no podemos esperar la llegada de la inmunidad social para responderla. Si ya es un riesgo no distinguir los síntomas de la mentira, tal vez sea peor no poder reconstruir la realidad que, día a día, habitamos por pedazos desde un avatar.

Zakarías Zafra es escritor y editor en México. Su libro más reciente es ‘Maquinaria íntima: Cuerpo, Exilio, Memoria, Palabra’.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *