Pandemia y despoblación

Por la pandemia vivida y no superada, nos hemos preguntado, dados sus considerables efectos, si estamos ante un tiempo de reflexión colectiva sobre el mundo construido y sus impactos territoriales, incluyendo la España interior despoblada y desfavorecida. Un territorio que no está vacío ni vaciado y por respeto a los que han permanecido, lo han custodiado, han innovado y sufren las consecuencias de su marginación, no son términos adecuados, aunque socialmente estén asumidos.

Si reconocemos, según mi teoría, que la despoblación es consecuencia del modo de producción asociado a un modelo territorial, la pandemia ha reforzado sus inferencias negativas y no solo el éxito adjudicado, a escala global y local. Crecimientos económicos concentrados en grandes regiones urbanas, sin considerar nuestro planeta, han originado una contaminación cuyas graves consecuencias también han influido en la dispersión y efectos del contagio; la vida del planeta es vida humana.

Se han visibilizado importantes dificultades internas, por el desequilibrio entre población y servicios o la deficiente gestión de algunos; sus repercusiones económicas, en momentos de restricciones, dada la concentración de actividades, han excedido sus territorios. Las grandes desigualdades sociales en derechos y calidades de vida han quedado reforzadas. El control mundial de la producción, en un mundo dependiente del comercio internacional, ha tenido consecuencias en abastecimientos. La configuración de una sociedad global, confiada en sus logros, pero valorando lo inmediato, ha influido, entre otras cosas, en la investigación básica y aplicada, considerada no como inversión y sí como gasto. Un mundo insolidario y escasamente coordinado, aunque la Covid-19 no ha distinguido fronteras, los enfrentamientos son constantes. Los avances del mundo globalizado han sido extraordinarios, pero sus costes ambientales, sociales, económicos y territoriales muy elevados.

En España se acrecientan, por las debilidades de nuestra industria, la vulnerabilidad de nuestro turismo, la escasa transformación de nuestro sector agrario, monoproducciones dominantes en ciertos lugares, menor productividad, deficientes servicios, esencialmente en sanidad, investigación y educación y por supuesto por nuestros profundos desequilibrios socioterritoriales. Estamos ante un momento clave, para afrontar cambios productivos que integren transversalmente la sostenibilidad, la equidad social y un modelo de territorio más jerarquizado, en estrecha relación rural-urbana. La solución de la España despoblada puede venir por efectos de la crisis de salud, en economía, conocimiento, sociedad, en territorios que se han considerado el eje del planeta y del sistema productivo y en la globalización.

Difícilmente se logrará, si consideramos la despoblación sólo como problema demográfico, descontextualizada de los procesos que han determinado sus causas. Deriva de una emigración forzada, propiciada por la transformación de una economía agraria a otra industrial y de servicios, y la creación de una brecha de competitividad territorial rural y de ciudades intermedias, con la gran urbe, obstáculo para su desarrollo y calidad de vida, pasados y presentes. Economías de escala y de aglomeración han sido decisivas pero unidas a inversiones de políticas públicas de diferentes ideologías, o del Estado y CCAA y su resultado la desigualdad. La pandemia la ha hecho visible, y Soria su paradigma, como demostró, con objetividad y responsabilidad ciudadana, su alcalde. Sus consecuencias son demográficas pero igualmente en medioambiente, economía, sociedad, territorio e incluso en gobernanza, lo que determina una crisis de territorio, que se mitiga y abre nuevas perspectivas, cuando integramos potencialidades, algunas constatadas en el confinamiento, por el abastecimiento de productos alimentarios y el valor de su patrimonio natural.

Coincido, en buena parte, con las propuestas del presidente Sánchez, para la España del siglo XXI, pero si las políticas sectoriales, para afrontar los necesarios cambios económicos y reducir la brecha referida, se determinan por resultados estatales o por comunidades autónomas, ignorando escalas territoriales menores, seguiremos con discursos y reconocimientos, es decir, con las musas, sin pasar al teatro. No es justo que en debates presupuestarios se enfrenten posiciones por incluir o no el volumen demográfico, cuando su concentración o ausencia están en estrecha relación y ambos modelos son insostenibles. Paralelamente se perciben cambios. Presidentes de Aragón, Castilla-La Mancha y Castilla y León, reclaman discriminaciones positivas territoriales; otros, significan constantemente su situación de abandono; el Congreso es solidario al aprobar el Plan de Reconstrucción Nacional; objetivos post 2020 de la Unión Europea en sostenibilidad, digitalización e innovación subrayan «sin dejar a nadie atrás», e incluso, el Fondo de Excepción por la pandemia, considera el Desarrollo Rural. Este dualismo plantea una incógnita: si situaciones de bonanza han reforzado desigualdades, ¿las corregiremos en esta crisis?

Ello sería posible si la afrontamos como necesidad de cambio; si la transición ecológica e innovación, integran economía, territorio y sociedad, de acuerdo con la Nueva Agenda Urbana, y si los nuevos presupuestos logran una solidaridad interterritorial con consensos políticos. Esta utopía será real si comprometen inversiones de todas las administraciones, con estrategias integradas, no medidas aisladas, partiendo del conocimiento territorial; no todo es semejante ni requiere lo mismo. Las infraestructuras, en plural, son imprescindibles (la conectividad territorial, por ejemplo, no puede ignorar la red eléctrica), pero configuradas jerárquicamente y asociadas a cambios productivos y nuevos servicios. Indispensable un desarrollo rural diversificado, vinculado a recursos territoriales, a nuevas demandas, a necesarios cambios legislativos y a una PAC renovada, la actual no ha fijado población, no ha impulsado relevo generacional, ni el empresariado rural con identidad territorial; algo falla. Clave la creación de cadena de valor en el territorio, con producciones sostenibles, diferenciadas, de calidad y seguras, impulsando e incentivando la empresa familiar, si crea empleo, riqueza y se refuerzan sistemas locales de proximidad, con flexibilidad productora; jóvenes y mujeres pueden beneficiarse, sin olvidar población adulta afectada por la crisis. Intensificar servicios públicos, ahora sanitarios, con puestos de trabajo acordes a su responsabilidad, para mejorar la calidad de vida, sin olvidar la vivienda. En definitiva, estrategias unidas a una auténtica innovación territorial, transformadora de una situación socioeconómica insostenible y que la pandemia la ha hecho más evidente. El beneficio será para todos.

Mercedes Molina Ibáñez es catedrática emérita de la Universidad Complutense de Madrid.

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