Como quiera que la contención del Covid-19 nos ha puesto en un estado de emergencia –y que éste valida los símiles bélicos prodigados para expresar su dramatismo–, convendremos en que esta guerra simbólica hace muy al caso para calibrar la entereza política de nuestras sociedades. Razonaba Hegel en sus Grundlinien der Philosophie des Rechts que todo pueblo en armas, enfrentado a un enemigo, habrá de fortalecerse como patria y crecerse políticamente. Sostenía el sabio de Stuttgart que las guerras propician un sittliches Moment (momento ético), una hora gloriosa en que las gentes se sacrifican altruistamente por el bien común. Algo parecido afirmó después Nietzsche al predicar el sentido de Pflicht (el deber) del individuo con su comunidad. Y tres cuartos de lo mismo repitió Ortega y Gasset. Valiéndonos de esas premisas podríamos teorizar que las guerras exigen nuestro Pflicht y que uniéndonos contra el enemigo podremos, habiendo alcanzado un sittliches Moment, cobrar conciencia plena de nuestra identidad como pueblo. En la coyuntura de la pandemia, el teorema hegeliano se presta para el análisis de las políticas internacional y nacional.
Lejos de ratificar la unidad política de la UE, el Covid ha patentizado lo que afirmó Robert Dahl en 1998: que los principios democráticos se demuestran impracticables en un espacio transnacional, y que la UE lo ejemplifica a las mil maravillas. Como en 2010, hoy el caballo de batalla es la solidaridad económica. Mas el problema no es tanto la solidaridad como la arrogancia de algunos políticos, como demostró el comunicado de un grupo de socialistas italianos publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Ante la negativa de Alemania, los Países Bajos, Finlandia y Austria a la emisión de eurobonos para paliar los daños de la pandemia a las economías nacionales, esos italianos embestían contra el «egoísmo nacional» de Alemania. Patidifusos nos deja la patosería de esa camarilla de socialistas italianos y su ocurrencia de desairar a Alemania en el principal periódico conservador alemán. Al disparate dio respuesta Die Welt con un artículo de Christoph Schiltzen cuyo título instaba a Merkel a «mostrarse firme» y donde se sugería jocosamente que «la mafia espera la lluvia de dinero de Bruselas».
La pataleta italiana llegaba después de que el ministro alemán de finanzas, Markus Söder, se negase a aceptar la emisión de coronabonos porque acrecentarían la deuda alemana, y su homólogo holandés, Wopke Hoekstra, por considerarlos injustos para el contribuyente holandés. Y en ello radica el quid que no entienden los italianos: que el ciudadano holandés, el alemán y otros, fritos a impuestos, no puede rescatar constantemente a países cuyos ciudadanos realizan una contribución fiscal menor. Cuando más unida debiese mostrarse la UE, más fracturada se descubre.
Aunque no habrá coronabonos, en su última reunión el Eurogrupo aprobó un generoso Fondo de Recuperación ligado al Marco Financiero Plurinacional, y el BCE ha prometido una batería de operaciones para asegurar a largo plazo la liquidez de la eurozona. Además, Merkel ha confirmado al Eurogrupo que aumentará considerablemente la aportación alemana al presupuesto de la UE (a lo que se había negado antes de la pandemia). Sin embargo, la Canciller subrayó que la solidaridad debe supeditarse a la condicionalidad, e insistió en la obligación de los estados a la estabilidad presupuestaria. Idéntica opinión han expresado ya Dinamarca y Suecia. El Fondo de Recuperación debiera contentar a países como Italia, pero estos deben aplicarse el cuento: solidaridad en su justa medida y responsabilidad de los estados. En definitiva, la solidaridad transnacional no puede ser derecho de unos y obligación de otros.
La política italiana ha privado a la UE de su momento hegeliano. Al respecto de la solidaridad económica transnacional recordemos la ley de Peter Bauer: la pobreza no tiene causas; la riqueza sí. Francis Yukuyama ha explicado el retraso social de Italia por su arraigada corrupción, que ejemplifica –como Schiltzen después– con el caso extremo de la Mafia. Las secuelas económicas del Covid serán mayores en unos países que en otros, y algunos deberían reflexionar con Bauer y Fukuyama: las crisis las gestionan los gobernantes sobre las estructuras antes dispuestas por ellos. Todo lo cual debiera hacernos caer en la cuenta de que la mayoría de los países más avanzados social y políticamente de Europa son precisamente aquellos que no tuvieron romanización (los escandinavos y Alemania) o en los que Roma no dejó huella (Inglaterra).
Las políticas nacionales ante el Covid no tienen menos miga. Los británicos se refieren a la Segunda Guerra Mundial como our finest hour, porque el país resistió unido ante el empuje nazi. La epidemia se ha afrontado en Gran Bretaña con esa misma entrega a la Pflicht hasta el punto de que, en una carta enviada a todos los hogares, el Primer Ministro exhortaba: «El gran espíritu británico vencerá al coronavirus y lo derrotaremos juntos». Del lado político, el Gobierno ha exhibido un recio liderazgo político para unir al pueblo y a la clase política, incluida la relación constructiva con la oposición y la rendición humilde y sincera de cuentas a la prensa.
Compárese todo ello con España, donde la comunicación del Gobierno con la oposición continúa agriada, e incluso el vicepresidente antisistema (hilarante oxímoron) ha aprovechado la sazón para cargar contra el Jefe del Estado y para reivindicar políticas peregrinas. La medida de nuestra política la reveló Adriana Lastra cuando motejó a la prensa de «brunete mediática» y al instar por carta a sus compañeros de partido a «ser activos» contra quienes intenten «desgastar al Gobierno». Frente al virus, los británicos se han unido en su sittliches Moment. En España, algunos políticos han seguido librando su sempiterna guerra política porque, como lamentase Ángel Ganivet hace más de un siglo, quieren hacernos vivir una guerra civil constante.
Al poner a prueba la política de la UE y de sus estados, la pandemia confirma a algunos políticos como el virus más maligno para la salud de nuestras democracias. No es sólo que Italia sea el problema y Alemania la solución, sino que todos debemos asumir el binomio solidaridad-condicionalidad y repensar nuestra política nacional.
J. A. Garrido Ardila es filólogo e historiador, autor de Sus nombres son leyenda. Españoles que cambiaron la historia (Espasa, 2018).