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Según el cronista medieval Gabriele de Mussis, todo comenzó a finales de 1346 cuando los mongoles liderados por Kipchak Khan que sitiaban el enclave genovés del puerto de Caffa, en la península de Crimea, comenzaron a catapultar los cadáveres de sus propios difuntos al interior del recinto fortificado: «Parecía como si estuvieran arrojando contra la ciudad montañas de muertos y, aunque hundían el mayor número de cuerpos que podían en el mar, los cristianos no tenían ni cómo esconderse ni cómo escapar de ellos».

Para unos, De Mussis fue el notario del primer episodio de guerra biológica de la Historia; para otros, tan sólo el inventor del periodismo amarillo. El caso es que Caffa era el lugar de procedencia de los barcos genoveses que en octubre del año siguiente atracaron en el puerto siciliano de Messina, con numerosos tripulantes muertos o moribundos enganchados a sus remos. Las víctimas eran fácilmente reconocibles por los forúnculos negros, a veces del tamaño de un huevo, que brotaban de sus axilas y sus ingles y por las pústulas no menos repugnantes que supuraban sobre otras zonas de su piel.

Pronto gran parte de los habitantes de tan desafortunado lugar de amarre quedaron contagiados y comenzaron a morir dolorosamente en intervalos de entre tres y cinco días desde el momento de la incubación del mal. Era la peste bubónica que en enero de 1348 penetró en Francia a través de Marsella y en el Norte de Africa vía Túnez y en la noche de San Juan ya infectaba a los habitantes del condado británico de Dorset que celebraban la fiesta de las hogueras junto a un grupo de marineros gascones llegados de Francia al servicio de los Plantagenet.

El contagio era tan fulminante que el médico francés Simon de Covino llegó a aventurar que un solo enfermo «podía infectar al mundo entero». De acuerdo con el balance, tal vez exagerado, del entonces adolescente Jean de Froissart, para finales de 1350 «un tercio» de quienes habitaban entre la India e Islandia había perecido. Mirando las cosas con la mentalidad de la época, nuestro contemporáneo Simon Schama alega que «debió dar la impresión de que Dios había decidido que crear la raza humana había sido una equivocación».

Cuando las procesiones destinadas a aplacar la ira del supremo hacedor tuvieron que ser prohibidas por haberse convertido en el marco más seguro de propagación de la epidemia, las compañías de flagelantes se entregaron al pillaje antisemita y un obispo permitió que cualquiera -incluidas, en caso verdaderamente extremo, las mujeres- pudiera confesar a un moribundo, muchos creyeron que, como escribió un cronista de Siena, simplemente «había llegado el fin del mundo». Y el síntoma definitivo fue el grave terremoto que en enero de 1348, cuando mayor era la virulencia de la transmisión de la peste, dejó un surco de destrucción y ruina que atravesaba Italia desde Nápoles a Venecia.

La misma angustia apocalíptica debieron sentir no pocos mexicanos el pasado lunes cuando en plena cresta de la ola de la llamada gripe porcina- se hablaba ya de 150 fallecimientos y más de 1.000 casos oficialmente reconocidos- la tierra comenzó a temblar bajo sus pies. Aunque el terremoto que tuvo su epicentro a poco más de 200 kilómetros de la capital alcanzó una intensidad 6, apenas si causó daños materiales y no añadió ninguna víctima mortal a la agraz cosecha de la epidemia. Sin embargo, algo habrá tenido que ver el miedo que se les quedó en el cuerpo a muchos ciudadanos con la disciplina con que, aparentemente, están obedeciendo la consigna del presidente Calderón de permanecer estos días en sus casas para evitar los contagios.

A primera vista no sería difícil apreciar una tremenda desproporción entre la inmovilización de decenas de millones de personas, paralizando todos los aspectos de la vida de un país enorme, y la trascendencia de una enfermedad, infinitamente más benigna que aquella Peste Negra del siglo XIV o que pandemias más recientes como la mal llamada gripe española de comienzos del XX o el propio virus del sida. No hay más que fijarse en el rostro saludable del considerado paciente cero, ese niño de cinco años que dice haberse curado a base de helados y encima vive en un pueblo llamado La Gloria, para sentir una inyección de tranquilidad.

Incluso los expertos más alarmistas en cuanto al alcance que pueda adquirir la enfermedad dan por hecho que en la inmensa mayoría de los casos la población se verá afectada de forma leve.¿Quién no ha pasado, o está pasando, una gripe de pie? Estornudos, picor de garganta, mucosidad en la nariz Nada de lo que preocuparse.

La Case Fatality Rate, o sea la proporción de enfermos que estacionalmente fallecen por la gripe, apenas si llega a uno de cada 1.000 en épocas de normalidad y tampoco pasó de cinco en las últimas pandemias.Incluso la terrible tragedia de 1918 distó mucho de alcanzar la incidencia letal de la Peste Negra pues, aunque los muertos se contaron en todo el mundo por decenas de millones, se considera que sólo perecieron 25 de cada 1.000 afectados.

¿Cómo es posible, pues, que todas las autoridades de la Tierra lleven una semana en vilo, manteniendo frenéticas reuniones y discutiendo medidas tan drásticas como la prohibición de volar a México o incluso a EEUU, pese a ser conscientes del lastre adicional que todo esto va a suponer para la recuperación económica? La respuesta es la misma que me vino a la cabeza cuando un amigo me contó la semana pasada cómo le habían estropeado el día, cuando en pleno vuelo hacia una capital europea el piloto decidió regresar a Barajas «por una tontería de nada». Por muy desagradable que sea el coste, se trata de dos ejemplos de una adecuada gestión del riesgo, pues los líderes mundiales, al igual que ese piloto, son conscientes de que la probabilidad de que suceda lo peor es muy baja, pero también saben que sus consecuencias serían devastadoras. Más vale prevenir que enterrar.

Si en el caso del avión la hipótesis extrema es que el aparente fallo de un sistema menor derive en el colapso o incendio de los motores, el escenario de pesadilla respecto a la que empezó siendo gripe porcina y ahora deambula bajo la ambigua denominación de gripe nueva consiste en que se produzca una mutación del virus tan agresiva e irreconocible por nuestro sistema inmunológico que termine produciendo una respuesta incontrolable, altamente destructiva de los tejidos vitales. Una parte de los terrícolas serían así víctimas de lo que el subdirector del Area de Salud de EL MUNDO, José Luis de la Serna, describía como «fuego amigo».

Pero incluso ante esa especie de Supuesto Anticonstitucional Máximo de la guerra epidemiológica, hay que tener en cuenta que la ciencia ha emprendido ya una carrera contrarreloj que permitirá primero encontrar los antivirales que mantendrán la enfermedad a raya y desembocará luego en el descubrimiento de la vacuna.

En el prólogo de Un espejo lejano -el maravilloso libro del que procede parte de la información de los primeros párrafos de este artículo- Barbara Tuchman utiliza una cita de Voltaire para alegar que «no es que la Historia se repita a sí misma, sino que es el hombre el que lo hace». Y, efectivamente, si ella encontró grandes paralelismos entre la conducta humana durante aquel «calamitoso siglo XIV» y la que pudo observar durante un siglo XX marcado por los totalitarismos, el holocausto y la bomba atómica, también ahora sería fácil encontrar la marca de Caín en esta nueva centuria en la que el derribo terrorista de las Torres Gemelas aparece ya como el arco de la derrota a través del que nos hemos visto abocados a una crisis económica planetaria de la que aún no se atisba la salida.

Dos cosas han cambiado, sin embargo, de forma decisiva en la civilización humana. Ante todo, ahora tenemos la capacidad de saber lo que nos pasa o como mínimo la capacidad de identificar qué es lo que aún no sabemos de lo que nos pasa. Mucho más que la propia tasa de mortalidad o las condiciones terribles en las que agonizaban las víctimas de la Peste Negra, lo que desde nuestra perspectiva produce una mezcla de espanto y compasión retrospectiva es el hecho de que ni uno sólo de los muertos, ni uno sólo de los supervivientes llegó a averiguar lo que les había ocurrido.Quienes no se conformaban con plegarse al castigo divino oscilaban entre creer que la infección se transmitía con la mirada a establecer como, formal y solemnemente hizo el claustro de la Sorbona, que era fruto de la inopinada conjunción de tres planetas.

Conmociona pensar que no fue hasta finales del siglo XIX, más de 500 años después de los hechos, cuando Alexandre Yersin descubrió la bacteria -de ahí su denominación de yersinia pestis- que, transmitida por las pulgas y las ratas que siempre acompañaban a los marineros y se enseñoreaban de los insalubres núcleos urbanos, había causado tan tremenda escabechina. El conocimiento científico se convertía así en el más preciado fruto de la era del racionalismo, después de una interminable noche de cerrada oscuridad durante la que los galenos camuflaban su ignorancia tras sus latinajos y rituales, sus referencias a la astrología o sus pobres trucos de curanderos, contentándose a lo sumo con asomar la nariz por la ventana del empirismo a través de experiencias prácticas como la que Rembrandt reflejó en su Lección de Anatomía.

La otra gran diferencia entre lo que sucede hoy y cualquier episodio del pasado es el altísimo nivel de información que permite a cada individuo encuadrar su experiencia en el contexto general.Al escribir sobre lo ocurrido a mediados del XIV, tanto Tuchman como Schama detuvieron su mirada sobre el enternecedor manuscrito del fraile John Clyn que en la abadía irlandesa de Kilkenney llevaba un diario de la epidemia «para impedir que las cosas que deben ser recordadas perezcan con el tiempo y se desvanezcan de la memoria de quienes vengan detrás de nosotros». Sus últimas líneas advierten que deja «espacio en el pergamino por si, por casualidad, algún hombre sobrevive y alguien de la raza de Adán escapa a esta pestilencia y puede continuar el trabajo que yo he comenzado».

El Hermano Juan no sólo estaría curándose hoy de su dolencia sino que, vista su pasión comunicativa, chatearía a diario desde su convento con sus amigos de Twitter o Facebook, comentándoles al minuto la evolución de la pandemia a partir de la información que habría obtenido en tiempo real a través de timesonline o elmundo.es. Oye, que se ha confirmado lo de la pareja de novios de Barcelona Espera, espera que The Washington Post acaba de revelar que un agente del séquito de Obama se contagió en México Te contesto luego, que quiero seguir en directo la rueda de prensa de la OMS en Ginebra

La propia autora de Un espejo lejano, fallecida antes de que la «sociedad de la información» se hiciera realidad, relativizaba irónicamente la dimensión de las propias calamidades que le tocaba describir, dejándonos una advertencia que en este momento puede resultar especialmente tranquilizadora, al enunciar lo que ella misma llamaba la Ley de Tuchman: «El mero hecho de que se informe sobre cualquier acontecimiento deplorable multiplica por cinco o por 10 su verdadero alcance».

Es cierto que las buenas noticias pocas veces son noticias y que mientras sabemos cuántos van muriendo por esta enfermedad casi antes de que se produzca cada óbito, nadie hace el recuento de los que se van curando. Pero, en todo caso, al margen de cuál sea la evolución de una pandemia que merece el redundante añadido del punto com porque por primera vez en la historia está siendo auscultada, diagnosticada, tratada y monitorizada a escala planetaria, comprobar cómo se ha materializado la visión de John Donne y ya «todo hombre es parte del continente» debe ser motivo de dicha inagotable.

No sé si estaré aún bajo el influjo de la apasionante sesión que tuvimos hace unos días con los padres del invento, Timothy Berners-Lee y Vinton Cerf, pero ahora que por primera vez en la Historia cuando doblan las campanas, ya sea a duelo o a rebato, lo hacen sincronizadamente por todos nosotros, hay que proclamar que internet es lo mejor que le ha ocurrido a la Humanidad en mucho tiempo. Por lo menos desde la Encyclopédie.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.