Pangloss desnudado

Amediados de la semana pasada, mientras yo llegaba a la Liguria para recoger el premio dedicado a la memoria de mi admirado Isaiah Berlin, el telón del Gran Teatro de La Scala se levantaba en Milán en medio de una expectación sin precedentes durante muchas temporadas operísticas. Se trataba del estreno del montaje del canadiense Robert Carsen sobre la versión musical de Cándido, compuesta por Leonard Bernstein con libreto de Lillian Hellman, a partir de la obra de Voltaire. Aunque hay que suponer que tanto el genial autor de West Side Story, como la mercurial dramaturga amante de Hammett, como el cínico padre de la Ilustración debieron de asomarse al borde de sus tumbas para asistir a la representación, no era ninguno de ellos quien se comía las uñas entre bambalinas cuando el discípulo de Bernstein, John Axelrod, se sumergió, batuta en mano, en el foso de la orquesta.

No, quien tenía motivos para estar sobre ascuas era el propio su-perintendente del teatro, nuestro viejo conocido Stéphane Lissner. Cesado como Director Artístico del Real aun antes de su inauguración, una estela de polémica siempre ha acompañado a este francés contradictorio, capaz de promover los montajes más rupturistas sobre el escenario, mientras en el patio de butacas impone -como hizo nada más llegar a La Scala- la rígida etiqueta del traje oscuro y corbata.

La hora de la verdad llegó para él cuando, poco después del comienzo del segundo acto, cinco actores sin otro atuendo que unos minúsculos slips con los colores de las respectivas banderas y las caretas de Bush, Blair, Berlusconi, Chirac y Putin entonaron un coro de borrachos, dando tumbos en lo que simulaba ser un mar de petróleo. El fuerte impacto de esta escena durante su representación en el teatro Le Châtelet de París y las subsiguientes críticas de una parte de la clase política italiana habían llevado inicialmente a Lissner a cancelar la programación de Cándido, pero las quejas de otros sectores, ante lo que se percibía como un feo acto de censura, le obligaron a desandar el camino. Al final Lissner pactó con Carsen que los taparrabos de los cinco poderosos mandatarios fueran algo menos exiguos, transformando los calzoncillos en trajes de baño, y consiguió que suprimiera las ridículas corbatas a juego que lucían sobre sus torsos.

Para su tranquilidad y alivio, la escena de marras fue acogida con generales chanzas, muchos signos de aprobación y sólo algún leve carraspeo por el exigente público milanés. Al término de la función, más de 10 minutos de aplausos ininterrumpidos premiaron la calidad de la partitura, la fuerza narrativa del libreto, el talento de los cantantes, pero también la valentía transgresora de la puesta en escena. Al cabo de dos siglos y medio de su invención como criatura literaria, el profesor Pangloss -amplificado y reinventado en todos sus álter ego- vivía así, merecidamente, su noche más apoteósica.

Aunque sea el joven Cándido -trasunto y compendio de las tribulaciones del género humano azotado por los vientos del destino- quien, a lo largo de la que tal vez habría que definir como la mejor «novela de caballerías del Siglo de las Luces», va pagando todas las facturas, no cabe duda que la estrella de la obra de Voltaire es su siempre risueño preceptor. «Pangloss enseñaba metafísica-teólogo-cosmolo-nigología -se nos dice en su presentación a los lectores- y probaba de modo admirable que no hay efecto sin causa y que en este mundo, el mejor que se pueda imaginar, el castillo del señor barón era el más hermoso de todos, y la baronesa, la mejor baronesa de cuantas existían. Está demostrado, decía Pangloss, que las cosas no pueden ser de otra manera que como son, pues estando todo hecho para un fin, todo es necesariamente para el mejor fin... Por consiguiente los que afirman que «todo está bien» han afirmado una necedad, pues debieron de decir que todo está «lo mejor posible».

¿Se dan ahora cuenta de por qué a esos profesionales del optimismo crónico que nos gobiernan les denostamos en algunos momentos de escandalizada lucidez llamándoles panglosianos? ¿Y de por qué urge emprender cuantas gestiones sean necesarias para que Lissner, Carsen o quien sea incorpore a Zapatero como primera vedette de esa chorus line de enchispados bañistas, para que nadie en Europa deje de conocer la sobredosis de voluntarismo con la que tan a menudo intenta narcotizarnos?

Ya en el primer párrafo del libreto de Lillian Hellman, que comienza con un monólogo de Pangloss en un asolado campo de batalla, encontramos una línea que parece haber sido escrita para él, precisamente en esta semana en la que ha tenido que ejercer sus mejores dotes de escapismo para metamorfosear la tragedia del Líbano en un episodio de connotaciones pacifistas: «Si los hombres no fueran a la guerra, no podrían darse cuenta de los beneficios de la paz».

Pero es, en general, toda la gymkhana de contratiempos, adversidades y padecimientos que conducen al héroe de Voltaire y su acompañante a través de una trama quijotesca -Dulcinea se llama Cunegunda-, en la que no faltan ni las mazmorras búlgaras, ni los autos de fe de la Inquisición, ni el terremoto de Lisboa, lo que nos acerca a esta legislatura que va dejándonos como herencia el destructivo Estatuto catalán, la desatinada y baldía negociación política con ETA, los avances por doquier del nacionalismo radical -encumbrado siempre a través de pactos con el PSOE- o la propia reaparición de los odios y rencores convocados al conjuro de la Memoria Histórica.

Cuanto más vamos constatando el daño que todas estas iniciativas gubernamentales van causando a nuestro modelo de convivencia, cuanto más patente se va haciendo la erosión y el deterioro del sistema constitucional implantado hace 30 años sobre los cimientos del consenso, más beatífica y tranquila se nos presenta la sonrisa de nuestro presidente. ¿Frivolidad? ¿Superficialidad? ¿Irresponsabilidad? Cualquiera diría que por su boca hablara ya Pangloss cuando, después de haber sido torturado y de haberse quedado tuerto, sostiene que «todo eso era indispensable porque de las desventuras particulares nace el bien general, de modo que cuanto más abundan las desdichas más se difunde el bien».

Desde que Franco recibiera el asesinato de Carrero con su enigmático -y casi póstumo- «no hay mal que por bien no venga», no habíamos visto en la vida pública española ponerle tan buena cara a tan mal tiempo. El optimismo crónico del presidente -Molly Brown siempre a flote- no recula ante ninguna adversidad. Aunque la alarma de Solbes sobre el sudoku presupuestario se haya traducido ya en el aparcamiento de todo intento de abordar la reforma del sistema de financiación autonómica, la Generalitat amague recursos y vetos contra leyes básicas del Estado y ERC relance su proyecto separatista, Zapatero subraya que el nuevo Estatut está en vigor y no se ha roto España. Aunque los hechos indiquen que todo el proceso de paz con ETA ha sido una filfa, que nunca existió la menor posibilidad de que la banda abandonara las armas sin conseguir contrapartidas políticas inabordables y que los terroristas han aprovechado la tregua para recuperar prestigio, vigor y capacidad operativa, Zapatero sostiene que el Estado no ha cedido en nada y está más fuerte que nunca. Aunque en Cataluña ningún padre pueda escolarizar a sus hijos en la lengua oficial del Estado, en Baleares sus actuales socios hagan reserva expresa del derecho de «autodeterminación» y en Navarra sus futuros aliados exijan lo mismo que ETA, Zapatero invoca la vitalidad de la España plural.

Si un amigo se ahogaba al llegar a Lisboa, Pangloss alegaba que aquella bahía «había sido hecha expresamente» para que alguien se ahogara en ella. Si un volcán entraba en erupción, Pangloss explicaba que era lógico que eso sucediera allí porque «es imposible que las cosas no estén donde se encuentran». Y así sucesivamente. No es de extrañar que Cándido -no confundir a este sujeto colectivo de las desdichas del momento con nuestro archipanglosiano fiscal general del Estado- se sintiera «asustado y sobrecogido» y llegara a preguntarse: «Si este es el mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros?».

La respuesta a esta pregunta es muy sencilla: ante todo, diferentes. Y es que el optimismo bobalicón de Pangloss no es sino una máscara de un determinismo perezoso e impotente, rayano en el fatalismo. ¡Qué buena idea la de que en el montaje de Carsen sea el mismo actor el que interprete también el personaje de Martín «el pesimista», supuesta antítesis de Pangloss y en realidad la otra cara de una misma moneda!

Nada puede hacer tanto daño en la próxima campaña electoral a Zapatero como que el PP sea capaz de demostrar de forma didáctica y elocuente que, en relación a todos los asuntos clave de la legislatura, el presidente ha tenido alternativas para actuar de forma distinta a como lo ha hecho y en todos los casos ha elegido siempre la peor de las opciones. Él se empeñará en negar errores y equivocaciones tan evidentes como haber creído que la carta de Otegi de enero de 2005 abría un camino genuino hacia la paz, o que la mayoría de los catalanes anhelaban la reforma de su Estatuto o que los ciudadanos de Baleares y Navarra votaron por el cambio al dejar al PP a tres puntos de la mayoría absoluta y al PSOE a merced de heterogéneas amalgamas de grupúsculos radicales.

Pero si el PP se explica bien, el dontancredismo presidencial sonará tan falso como el empeño de Pangloss por sostener lo insostenible. «Mientras os ahorcaban y os disecaban, y os medían las espaldas y mientras remabais en galeras -«alega Cándido en una relación que no desmerece en nada la de algunas de las vejaciones impuestas a Zapatero por sus socios e interlocutores-, ¿no varió nunca vuestro modo de pensar?, ¿siempre habéis creído que todo sucede inmejorablemente?». Y su preceptor ni parpadea: «Opino como opinaba, pues soy filósofo y no me conviene contradecirme... la armonía preestablecida es lo mejor del mundo».

A ese sostenella y no enmendalla le llamamos en periodismo impedir que la realidad te estropee un buen titular de portada. Pero, ¡ay de quien se comporte de esa manera porque la impostura tiene las patas bien cortas! Después de haber arrastrado la suya por las más dispares latitudes el profesor Pangloss queda desenmascarado tres páginas antes del final de la sátira por su propio creador: «Decía que su vida era un padecer continuo, pero que habiendo una vez sostenido que todo iba a las mil maravillas, seguiría sosteniéndolo aunque creyese lo contrario».

La gran ventaja de los políticos sobre los periodistas es que, así como nosotros nos sometemos diariamente al escrutinio de los quioscos, ellos sólo tienen que presentarse una vez cada cuatro años a las elecciones. De ahí su desparpajo a la hora de confundir, como Pangloss, conciencia y conveniencia. No, a Zapatero tampoco «le conviene contradecirse» y siempre preferirá pasar por pánfilo antes que admitir y enderezar yerros esenciales. Por eso la democracia ha fijado como contrapartida a este crónico cinismo, que alberga todos los abusos y a veces adquiere las dimensiones tenebrosas de la razón de Estado, la regla implacable de que el perdedor deja el poder y a menudo se va a su casa.

Así como el impacto de los errores de la prensa es tan volátil como el de sus aciertos, el veredicto de las urnas no tiene vuelta de hoja por muy cruel e injusta -y si no que se lo pregunten a Jaume Matas- que a veces sea su expresión. En el pasado los mandatarios eran derrocados, ahora basta con que sean derrotados. De hecho la polémica escena de este montaje de la ópera de Bernstein está inspirada en la llamada «cena de los seis reyes» que en el capítulo 26 de la novelita de Voltaire reúne a Cándido en un garito veneciano con el sultán Achmet III depuesto por su sobrino, el zar Ivan destronado desde la cuna, el monarca Carlos Eduardo expulsado de Inglaterra, dos ex reyes de Polonia y un efímero soberano de Córcega llamado Teodoro que vive en la más absoluta indigencia.

«Las grandezas son muy peligrosas», sentencia Pangloss, evocando antecedentes mucho más dramáticos, desde la muerte de Absalón hasta la de María Estuardo. De los cinco amos del universo que retozan en paños menores sobre el escenario de La Scala tres han sido ya jubilados -Chirac, Berlusconi y Blair-, un cuarto -Bush- tiene fecha de caducidad el año que viene y el quinto -Putin- va por el mismo camino. Ahora bien, ¿dónde está el sexto? Si los productores quieren ser fieles a la letra y al espíritu de la obra de Voltaire es imprescindible que incorporen cuanto antes a su elenco a Zapatero.

Desde una perspectiva inevitablemente parcial y subjetiva cada vez me parece más conveniente que los votantes también se desembaracen de él en la vendimia del 2008. ¿Pero a cuántos nos va la vida en ello? De lo que suceda en los últimos meses de legislatura va a depender en gran medida que lo que afrontemos sea una mera oportunidad para enderezar las cosas o una encrucijada dramática en la que esté en juego el ser o no ser de la España constitucional y su sistema de libertades.

La obra de Voltaire concluye con una de las líneas más memorables de la literatura universal, al poner en boca de un desencantado Cándido su antídoto frente a Pangloss y su optimismo de los grandes designios: «Lo único que debemos hacer es cultivar nuestro jardín».

A eso es a lo que de verdad aspiramos todos, a que nos dejen «cultivar nuestro jardín». ¿Pero va a estar esa no interferencia -de nuevo la «libertad negativa» de Berlin- garantizada en una segunda legislatura en la que a Zapatero le correspondería pagar gran parte de las absurdas e inquietantes letras bancarias que ha ido firmando, a cambio del apoyo de los más estrafalarios e incluso siniestros compañeros de viaje? He aquí la pregunta que me gustaría que un querido amigo planteara mañana por la noche a Rodrigo Rato ahora que él también nos anuncia un humilde regreso como devoto jardinero.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.