La treintena es una de las etapas más difíciles en la vida del hombre. Durante esa década, intensamente competitiva, ha de fundar una casa y consolidar un trabajo para definir su posición en el mundo. Con frecuencia ese individuo, que, por regla general, no ha tenido tiempo para acomodarse a las exigencias de la edad madura, sufre por entonces un episodio clínico desagradable: ansiedad, estrés nervioso, insomnio, arritmias, cuando no algo peor. Quien durante mucho tiempo desoyó consejos bienintencionados se decide por fin a adoptar costumbres más saludables cediendo al pánico que le ha producido esa experiencia negativa, en el transcurso de la cual se le ha representado el peligro de un colapso total como una posibilidad real y aun probable. Lo mismo ocurre en la historia de las naciones. La Europa de la segunda guerra mundial fue el teatro del mayor espectáculo conocido de barbarie humana y el pánico que ese horror produjo en los supervivientes les impulsó, para evitar su repetición, a crear una solidaridad de hecho entre países rivales que se llamó la CEE, germen de la actual Unión Europea. El pánico a la violencia fratricida entre las dos Españas que se desencadenó en nuestro suelo durante la guerra civil dio lugar cuarenta años más tarde a una pacífica transición a la democracia bajo el signo de la fraternidad constitucional.
El miedo pánico —el que infunde el cabriforme dios Pan cuando se aparece de improviso a ninfas y pastores— puede llegar a fungir, en efecto, como resorte de civilización. Durante la segunda mitad del siglo XX los países occidentales han avanzado en todos los frentes: los ciudadanos disfrutan de una esperanza de vida, unas rentas y un bienestar material y tecno-científico incomparablemente mayores; las instituciones garantizan como nunca antes derechos y libertades individuales, una justa redistribución social de la riqueza, prestaciones asistenciales, procedimientos democráticos y la solución pacífica de conflictos; y sobre todo las sociedades modernas se han dignificado a ellas mismas protegiendo, por primera vez, a aquellas personas o grupos que habían estado tradicionalmente discriminados. Si pregunto en qué época, de cuantas han existido en el pasado, elegiría el lector para ser pobre, enfermo, discapacitado, disidente, niño o extranjero, la respuesta mayoritaria en favor de la presente denota el inmenso progreso moral de que ha sido capaz el hombre occidental moderno. Naturalmente, el bienestar también tienen sus veleidades: ese spleen de quien como Baudelaire siente mortal aburrimiento en medio de la opulencia o el que hace exclamar a su coetáneo Theophile Gautier aquello de «plutot la barbarie que l`ennui». En las últimas décadas, esa barbarie preferible al aburrimiento ha tomado la forma de una evangélica «abominación de la desolación», una terrible catástrofe universal que se anuncia tan inminente como inevitable: la explosión demográfica, la guerra nuclear, la lluvia ácida, la capa de ozono, las vacas locas, las gripes aviar y porcina... ¿Alguien ha visto alguna vez algo más anticuado que las películas de ciencia ficción apenas unos pocos años después de su estreno? Los vaticinios agoreros ignoran la capacidad adaptativa de la humanidad, mil veces verificada en la historia aunque sea a impulsos del vértigo ante el abismo. También la abundancia, como la conseguida en un grado sin precedentes por los países desarrollados, requiere de una educación sentimental, a la manera de esos niños consentidos de familias prósperas que, olvidándose del esfuerzo de sus padres, protestan por todo. En una democracia estable sus instituciones suelen perder el antiguo idealismo que las inspiró y rutinizar su funcionamiento. Madurar es reconciliarse con la imperfección propia y ajena y aprender a convivir con ella. Esto no significa resignarse ante las corrupciones censurables de las instituciones que nos rigen, que siempre conviene vigilar, pero sí evitar el permanente escándalo y el histerismo chocarrero y estridente por parte de críticos implacables de ellas en nombre de un superferolítico ideal democrático que sólo existe en su imaginación poco instruida.
Atravesamos ahora una crisis que dura cinco años y acaso nos quede otro tanto por delante. La ciudadanía está demostrando una moderación admirable, poco propensa a dejarse contagiar de la angustia escatológica que en circunstancias adversas como ésta acostumbran a agitar los populismos. En estas horas de profundo dolor y resentimiento, el desprecio a los políticos es deporte nacional español por encima del fútbol y si algún día se convirtiera en olímpico acapararíamos todas las medallas, aunque no hay razones para pensar que el suyo sea un gremio profesional peor que otros si se les sometiera a parejo escrutinio diario y habría que ver lo que cada uno de nosotros, siempre tan sueltos en el desdén, haríamos si durante sólo un mes ocupáramos su cargo de responsabilidad. Contra el sentir mayoritario, yo me permito opinar que una buena porción de políticos españoles —en el gobierno y en la oposición— están hoy desempeñándose dignamente. Me parece, por ejemplo, que es difícil exagerar la importancia simbólica del acuerdo alcanzado el 17 de mayo pasado en el Consejo de Política Fiscal y Financiera por el que Estado y Comunidades aceptan por unanimidad reducir ordenadamente el déficit público en un ejercicio de sano pragmatismo que se antepone al problematismo de las identidades. Abrigo más dudas sobre el papel que en estos difíciles momentos están cumpliendo algunos medios de comunicación: su porvenir es por desgracia tan incierto que quienes trabajan en ellos tienden a proyectar en sus análisis de la noticia la específica ansiedad del sector y a informar sobre la crisis con la misma escasa ecuanimidad con la que lo harían los constructores y promotores inmobiliarios, el otro gran sector castigado, si les fuera preguntada su parecer al respecto.
El propósito de esta suerte de epístola moral es llamar la atención sobre una lección que España tiene aún pendiente aprender. La forma que tomó la liberación de los españoles tras una larga dictadura militar fue el estallido de la «movida» en los ochenta; en los noventa nos llovieron los fondos europeos de cohesión, y entonces además de apresuradamente libres fuimos aparentemente ricos. La crisis no sólo nos devuelve a la realidad sino que deslegitima el estilo de vida libertario-nuevorrico hasta ahora dominante. Una embriaguez de libertad mal asimilada dio como resultado una vulgaridad moral abrumadora. Ha llegado el momento de establecer las reglas de un uso civilizado de la libertad individual para propiciar un ser-libres-juntos significativo, lo cual conlleva la aceptación voluntaria y la interiorización como algo propio de aquellos límites a nuestros derechos que son inherentes a la convivencia. «Limitarse es extenderse» escribió Goethe sabiamente. Y conducir es conducirse, cabría apostillar: el carnet de conducir otorga a su titular un derecho subjetivo, pero si quiere satisfacer su deseo de desplazarse con su vehículo por la carretera debe respetar las normas generales de tráfico; la gramática establece unas reglas restrictivas en el uso del lenguaje pero sólo cuando se observan la comunicación entre personas se hace posible. Que no se queje la paloma, dijo Kant, del aire que le opone resistencia porque es el elemento que sostiene su vuelo. El pánico hoy extendido en España es ocasión para «aprender padeciendo» (ese páthei máthos del verso de Esquilo) esta decisiva lección. Algún día la crisis pasará y quedará esa retoñada amistad cívica entre españoles: tráfico, gramática, aire.
Javier Gomá Lanzón, ensayista.