Panóptico 2.0

Durante las últimas décadas, al considerarse que la reconfiguración de la realidades cada vez más urgente, la literatura ha sido interrogada con cierta insistencia acerca de su capacidad para dar cuenta del mundo. La duda que se le ha trasladado insinúa un desfase entre la velocidad a la que el mundo sucede y la velocidad con la que la literatura da noticia de él. Una de las voces más autorizadas para opinar a este respecto, J. G. Ballard, resumía semejante impresión con una fórmula ya célebre: «¿En qué creo? Creo en los próximos cinco minutos». El margen de maniobra parecería agotarse ahí; la velocidad de la realidad es demasiado voraz como para ser aprehendida en forma de discurso, de relato que aspire a poseer un sentido. Los hechos son más rápidos que su narración; los hechos son incluso más rápidos que su plausible anticipación. Y sin embargo, como los libros del propio Ballard atestiguan, no sólo es obvio que la literatura tiene algo que decir en este mundo vertiginoso, sino que, con permiso de la ciencia, la literatura lee la entraña de este tiempo acelerado con mayor claridad que ninguna otra actividad humana. En el año 2003, Don DeLillo publica Cosmópolis, su primera novela tras los atentados del 11 de septiembre del 2001. El libro, recibido con escaso entusiasmo por la crítica de su país, es sin embargo un hito ineludible para entender cómo el antiguo complejo del capitalismo industrial, presente a través de la fábrica, la maquinaria pesada, el rostro del acero o del carbón, ha mutado en una manifestación no menos poderosa, aunque sin duda mucho menos tangible: el cibercapital. Amparándose en una estructura ya propuesta por Joyce en Ulises, DeLillo narra en Cosmópolis un día en la vida de un multimillonario llamado Eric Packer, un joven que se mueve en una «réplica platónica» (una enorme limusina) a través de las calles de Nueva York. Una de las ideas centrales de la novela consiste en advertir del desplazamiento del polo de poder que vertebra el mundo. Ese norte ya no es el dinero, que ha perdido sus «cualidades narrativas», convirtiéndose en una entelequia que habla sólo para sí misma, sino la información, que se ha instalado en la intimidad de nuestros días hasta el punto de infectar «la textura de la vida cotidiana». Ingresamos así en una flamante etapa evolutiva, asistimos a la transformación del individuo en el eco de una pantalla de plasma, se nos concede la contemplación de un notable híbrido: la tableta se ha convertido en la prótesis por antonomasia del homo sapiens.

Cualquiera que sea su alias (democracia, oligocracia, plutocracia, teocracia, dictadura), el poder reconoce este renacimiento antropológico. En las últimas semanas, varias noticias han alertado a la opinión pública acerca del escrupuloso interés que determinados organismos vienen mostrando por lograr un acceso absoluto a la información. El clímax de este proceso han sido las revelaciones de Edward Snowden a propósito del PRISM, programa de vigilancia electrónica del Gobierno de Estados Unidos que The Washington Post señala como «fuente número uno para los informes analíticos y de inteligencia de la Agencia de Seguridad Nacional». Los usuarios de los cuatro gigantes que sostienen la metáfora del mundo como Red (Apple, Facebook, Google y Microsoft) se han visto convertidos en objetivos potenciales de este sosia del Gran Hermano. Una vez más, el sueño de la razón engendra monstruos. En este caso, un monstruo alimentado por una pretensión maquiavélica, la del control, y cuyo único artículo de fe podría rezar como sigue: «Cualquier dato es aséptico hasta que le interesa a alguien. Desde ese instante, se convierte en información». El fenómeno es tan antiguo como la existencia de la política, y se funda sobre una de las pasiones más primitivas: la sospecha. El control de las sociedades y de cada uno de sus miembros es la piedra angular que sostiene cualquier forma de poder. Lo que resulta novedoso es la dimensión del fenómeno. La hipertrofia tecnológica es la clave que articula semejante posibilidad. Desde el momento en que el habitante de las sociedades posindustriales se convierte en un sujeto perpetuamente conectado a una constelación comunicativa, se transforma al mismo tiempo en diana de los distintos mecanismos de vigilancia que pueblan ese conglomerado. El paradigma del 1984 orwelliano resulta así conducido a su máxima expresión. Es el propio individuo quien, al integrarse en la compleja malla de los sistemas de información del cibercapitalismo, deviene objeto de escrutinio. Llevada esta consideración al límite, podemos colegir que cada pensamiento que expresamos, cada vínculo que favorecemos, cada deseo que manifestamos es absorbido, metabolizado y archivado por un inmenso tesaurus policiaco. Ya no nuestro código genético o nuestro saldo bancario, sino nuestro mundo privado, el del deseo y sus fantasmas, se convierte en rastro, cifra y síntoma. Desde una perspectiva histórica, esta forma de control satisface el imaginario absolutista del panóptico. El poder, literalmente, se convierte en Dios, esto es, en la policía del pensamiento, pues puede acceder al sueño último de toda estrategia de dominio: la intimidad ya no de las alcobas, sino de las conciencias.

Y lo hace, además, amparado por la más perversa de las coartadas, la de obrar en nombre de la seguridad. El argumento es conocido, y constituye la joya de la corona de cierta sofística gubernamental. La lógica que lo articula ha sido reiterada hasta la saciedad. Verbigracia: la mejor prueba de que un ataque contra la seguridad de una nación se acabará cometiendo es que ese ataque aún no se ha llevado a cabo. Ergo, debemos vigilar. Poner la venda antes que la herida permite así justificar los desmanes de la hiperpolicía. Una pregunta se impone sin remedio: ¿quién vigila a los vigilantes? Juvenal se la hizo en su sexta sátira ( Quis custodiet ipsos custodes?), allá por los tiempos de Trajano y Adriano, pero su sombra cruza impávida el aluvión insomne de la Historia, desde la Roma de los césares hasta la era del panóptico 2.0.

Ricardo Menéndez Salmón, escritor.

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