Panorama incierto

Permítame abrir estas líneas con una anécdota que divirtió por entonces a mis colegas pero que a mí todavía me llena de confusión. El escenario es Florida, madrugada del 8 de noviembre de 2000. Esa noche, las elecciones presidenciales de EEUU se alargaban por lo ajustado del resultado. Había seguido desde Madrid hasta altas horas el recuento y preveía que iba para largo. Decidí dormir algo. Como me había comprometido a enviar un artículo a este periódico analizando el perfil del ganador final, decidí tranquilizar mi conciencia y, al tiempo, aplacar mi cansancio. Envié no uno, sino dos artículos: uno por si ganaba Bush jr.; otro por si el vencedor era Al Gore.

Dormía plácidamente. Comenzó a sonar el timbre. Levanté el teléfono. Con algo de guasa, el jefe de Opinión de entonces me dijo: «Rafael, me temo que debes comerte los dos artículos. Un recurso en Florida ha paralizado las elecciones. Nadie ha ganado». Efectivamente, hubo que esperar hasta el 13 de diciembre para saber el ganador.

La situación vuelve de nuevo como un déjà vu ominoso. Cuando este artículo ha de ser enviado no hay ganador. Solo me queda comerme de nuevo el borrador de dos artículos y describir la inestable situación. Veamos el panorama según la victoria sea para Sleepy Joe (Soñoliento Joe Biden) o para el volcánico presidente.

Si se impone Trump, será una victoria milagrosa. Tanto que probablemente ganará tres mandatos en vez de dos. No es una broma. Fuentes bien informadas confirman algo que comienza a ser público: desde hace dos años Trump ha comenzado a formar a su hija Ivanka para la presidencia. Convencido de que, tanto si ahora gana o pierde Biden, en 2024 muy probablemente la candidata demócrata será Kamala Harris, el rubio presidente sueña en un combate a largo plazo entre dos mujeres, con 400 millones de estadounidenses asomados sobre el ring. El milagro de Trump ahora sería triunfar debiendo luchar contra todo y contra todos.

Parte de los enemigos se deben a su propio carácter endemoniado. Baste un ejemplo. En sus cuatro años en la Casa Blanca, ha dejado un reguero de cadáveres tras de sí. Según el Brookings Institute, Trump ha reemplazado al 90% de sus colaboradores más cercanos. Entraron confiados en el Ala Oeste y salieron cadáveres. Lo malo es que bastantes de esos cadáveres han resucitado en las librerías con unos textos tremendos. John Bolton, ex asesor de Seguridad Nacional, al que Trump calificó como «una de las personas más estúpidas de su Gobierno», en su libro The Room Where It Happened (La habitación donde sucedió) describe a un presidente fascinado por los autócratas, pésimamente aconsejado y dispuesto a ser reelegido por encima de todo, incluso de la seguridad de Estados Unidos.

James Comey, ex director del FBI despedido por Trump y al que éste llamó «depravado», en su libro A Higher Loyalty (Una lealtad superior) compara al presidente con «un mafioso que valora más la lealtad personal que el servicio a la patria». Por no hablar de los dos libros del periodista Woodward –Rage (Rabia) y Miedo– que recogen graves ataques de colaboradores cercanos contra el presidente. Desde luego, en esos libros y en otros, late el deseo de venganza, pero han llenado las librerías de mensajes de odio, que le han mermado credibilidad y votos.

Si gana Biden, debe resolver un problema: ¿tiene la fuerza necesaria para empujar cuesta arriba, centímetro a centímetro, la enorme piedra de la presidencia? Si podrá asumir el imponente desafío al que se enfrenta al contemplar su país y el mundo desde su observatorio de la Casa Blanca. Norteamérica está realmente ansiosa por recibir desde el Despacho Oval una bocanada de aire fresco. ¿Podrá hacerlo?

Es verdad que Biden durante la campaña –prescindiendo de las acusaciones de Trump acerca de una supuesta «demencia senil»– ha mostrado que la edad le viene pesando y que no consigue articular adecuadamente sus ideas; la fatiga ha aparecido intermitentemente en sus intervenciones. Por contraste, su vicepresidenta es joven, fuerte y ambiciosa. De ahí la sospecha de que, en realidad, la que podría llevar el día a día de la presidencia será Kamala Harris, reservándose Biden los actos más o menos representativos y ostentosos. En una palabra, que la presidenta real podría ser la asiática/californiana Kamala.

Biden, no obstante su estado, ha hecho méritos para ganar. Destaca el factor dinero. En una campaña electoral no tener mensaje claro es un problema, pero aún lo es más no tener dinero. En la campaña de Kennedy se repetía machaconamente en el equipo: «Tres son las cosas necesarias para vencer. La primera es el dinero, la segunda es el dinero, la tercera es el dinero». Según la Comisión Federal de Elecciones, Biden ha captado 937 millones de dólares directamente de individuos mientras que Trump ha logrado sumar 595 millones. A su vez, según revela un análisis de Wired, los empleados de Alphabet, Amazon, Apple, Facebook, Microsoft y Oracle han aportado casi 20 veces más dinero a Biden que a Trump desde principios de 2019. Unos cinco millones para el demócrata y solamente 250.000 para el republicano

Biden ha aparecido en la vida pública iluminado por el fulgor de personalidades que han mejorado su visión por el votante medio. Aquí también Biden ha podido con Trump. Han apostado por el demócrata desde George Clooney y Ricky Martin hasta Meghan Markle y el príncipe Harry, pasando por Brad Pitt, Jennifer Aniston o Jane Fonda. Por Trump, solamente Clint Eastwood, Jon Voight y Stephen Baldwin. El apoyo masivo de Hollywood a Biden era de esperar. Lo que resulta menos normal es que un bloque de 81 premios Nobel se decantaran por Biden o que la prestigiosa revista científica Scientific American, por primera vez en su larga historia dos veces centenaria, también se declarara partidaria del demócrata.

Prescindiendo de futuribles, lo cierto es que en estas elecciones las encuestas han fallado. Esto no es una excepción. Otros eventos electorales las han hecho perder confiabilidad. Por ejemplo, el año 2016 fue un año negro para las encuestas. Trump derrotó a Hillary contra todo pronóstico. En el Reino Unido, los sondeos del día antes de la votación del Brexit daban un cómodo 55% a favor de la permanencia en Europa (sumando las de las agencias ORT International, Populous y Com Re). El resultado fue el triunfo de la salida de la Unión Europea por el 52% frente al 48%. El propio 2016, en Colombia ganó el no en el referéndum acerca del Acuerdo de Paz, mientras que las encuestas señalaban un 66% a favor de la aprobación.

No soy un experto en encuestas, pero los técnicos en Sociología analítica suelen apuntar explicaciones plausibles. Así, la teoría de la espiral del silencio, propuesta en los años 70 por la politóloga alemana Elizabeth Noelle-Neumann, sostiene que bastantes veces el encuestado oculta sus preferencias, sobre todo los que pertenecen a contracorrientes culturales antisistema. Por otra parte, las formas de comunicación política han cambiado, predominando hoy factores emocionales que pueden llevar a cambios repentinos en la opción de los votantes.

Y Joe Klein, columnista del Time, observa que el marketing ha sido uno de los factores más dañinos en la pérdida de importancia de la vida pública. Los ubicuos expertos en encuestas y asesores publicitarios que dominaron la política de finales del siglo XX: eran tan pragmáticos como anodinos. Le preguntaban a la gente lo que quería. Las respuestas siempre eran predecibles. Y, así, los propios políticos fueron volviéndose pragmáticos y anodinos. Se convirtieron en seguidores serviles y ansiosos, que corrían desesperados detrás de los caprichos y veleidades de la opinión pública, tal como los describían sus expertos en encuestas y asesores de medios de comunicación.

Un factor para considerar en estas elecciones ha sido la brutal polarización de sus protagonistas, y con ellos del país entero. La frase E pluribus unum, central en el sello oficial de Estados Unidos, ha comenzado a resquebrajarse, probablemente por culpa de Trump. El deterioro no ha sido solamente de los ciudadanos, partidos en dos. Ha sido también del propio Parlamento. Baste el ejemplo del nombramiento de la magistrada del Tribunal Supremo Federal Amy Coney Barret. La división ha sido tal que, contra la costumbre del Senado, ha salido solamente con los votos de la facción republicana. Por contrate, su antecesora Ruth Bader Ginsburg, propuesta por el demócrata Clinton, fue confirmada por 97 votos contra tres. Muy pocos republicanos votaron en contra, no obstante la clara filiación liberal de izquierda. Por lo demás, y según datos de Paw Research Center, los republicanos radicales son hoy el 95% del partido (64% en 1994) y los demócratas ultraliberales de izquierda representan el 97% (70% en 1994).

Y volvemos al principio. La situación Trump/Biden se asemeja mucho a la del 2000 en Florida. En ambas situaciones se pide la paralización de las votaciones. En todo caso, recemos para que no nos tengan en vilo hasta el 13 de diciembre.

Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y experto en la Presidencia de Estados Unidos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *