Panorama, triste, para después de la crisis

Las cosas se están poniendo otra vez más difíciles. No se puede descartar un serio empeoramiento de las circunstancias financieras españolas ni una modificación sustancial de sus referencias internacionales. Puede también que, al final, se sorteen esas amenazas. O que sus consecuencias sean menos graves de lo que hoy se sospecha. En todo caso, y más allá de la demagogia del PP, parece claro que volver a la normalidad económica llevará tiempo: el Fondo Monetario Internacional ha pronosticado que transcurrirá al menos una década hasta que España vuelva a la tasa de paro que tenía antes de que empezara el desastre, a aquel 8% que tampoco era una bicoca. La política y las iniciativas de los agentes económicos pueden acortar algo ese periodo. Sea como sea, de aquí a que el drama acabe, que un día acabará, se producirán nuevos cambios importantes. Y lo que parece seguro es que los que ya se han adoptado no solo son irreversibles, sino que indican que el futuro sin crisis será muy distinto del pasado. Y para muchos, bastante peor.

A falta de otros, un dato de ese futuro es que los salarios, al menos los de la mayoría de los trabajadores, serán más bajos. Puede que su descenso en términos reales no llegue a ese 20% que expertos españoles y extranjeros han considerado que es una condición necesaria para que la economía española haga plenamente el ajuste que necesita y sea competitiva, para que se coloque adecuadamente en el mercado internacional, que es el que manda y mandará aún más. Pero lo cierto es que no pocos salarios, sobre todo los de las categorías laborales menos cualificadas, llevan ya tiempo bajando y que los nuevos contratos fijan remuneraciones que, a veces, equivalen a la mitad de las que hace algunos años se pagaban por esos mismos empleos.

Esa no será la norma, porque sería irracional desde cualquier punto de vista económico, además de social o político. Pero la tendencia que esos excesos ilustran difícilmente se revertirá. Sobre todo, mientras persista una gran bolsa de paro, es decir, de mano de obra de reserva, formada por españoles o por inmigrantes, ansiosos por igual, y cada vez más, por encontrar un puesto de trabajo al precio que sea. Y mientras haya economía sumergida, que solo empezará a desaparecer, eso sí, siempre que exista un empeño decidido para erradicarla, cuando la economía crezca de forma sostenida.

Por algo al ministro de Trabajo se le escapó hace poco el vaticinio de que la moderación salarial proseguirá durante lustros. La reforma de la negociación colectiva, que todo indica que llegará antes o después, con la supresión de las cláusulas de revisión automática de los convenios, tenderá a transformarla, más o menos a la larga, en reducción de salarios.

Será muy difícil contradecir ese designio. Solamente la cualificación de los trabajadores, sobre bases realistas y eficaces, puede paliarla. Pero tampoco será una panacea. España está, y no en las mejores condiciones, dentro de ese mundo occidental al que le toca asumir que otros continentes van a marcar el paso de la economía mundial y que en el futuro previsible no va a vivir nuevos milagros. En Estados Unidos los cronistas se escandalizan de que muchos jóvenes estén volviendo a vivir con sus padres porque sus salarios ya no les dan para pagar el alquiler. Aquí lo de independizarse seguirá siendo tan poco frecuente como ahora. A menos que se extiendan las prácticas de convivencia y de comunidad que un estudio de Manuel Castells considera algo más que una anécdota.

Otro elemento que marcará el futuro será que el Estado y sus gastos sociales serán más reducidos que antes de la crisis. Porque todo indica que los recortes y las reformas que ya se han hecho no van a revertirse. Y porque tienden a ampliarse: los propósitos de Artur Mas son un indicador de lo que viene. Un eventual colapso financiero no haría sino ahondarlo.

Mientras tanto, las plantillas de las administraciones llevan años disminuyendo de tamaño por la vía de no cubrir sus bajas, en su mayoría por jubilación. En el 2011, la central solo repondrá el 10% de las plazas que queden vacantes. En los dos años anteriores lo hizo en porcentajes solo algo mayores. Teniendo en cuenta que las bajas equivalen cada año al 8% o el 9% de la plantilla total, cabe concluir que dentro de unos años las administraciones serán notablemente más pequeñas que antes de la crisis.

Menos empleados públicos y menos dinero para servicios sociales gratuitos marcarán el panorama económico y social de la España que salga de la crisis. Para cambiarlo haría falta una conjunción de fuerzas tan poderosa como la que desde hace años se ha venido articulando para favorecerlo. Y esas fuerzas no se atisban por parte alguna. La izquierda parece haber renunciado a esa bandera.

De Europa tampoco cabe esperar un impulso salvífico. Porque los recortes del Estado del bienestar y la congelación de impuestos, cuando no su reducción, son también ahí la norma. Y porque la presión del voto populista y ultranacionalista puede hacerlos más intensos.

Por Carlos Elordi, periodista.

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