Panurgio vuelve a suspender

Todavía recuerdo de mi etapa de opositor la reflexión de Marurice Duverger sobre la ley rectora de los referéndum que él titulaba la ley de Panurgio. Según el constitucionalista francés la ley se traducía así: los electores tienen una inclinación natural en favor del cuando son llamados a pronunciarse en un referéndum o en un plebiscito.

De esta manera, quien convoca al cuerpo electoral ha de formular la pregunta no solamente en términos de claridad y concreción sino también de forma que permita una respuesta positiva. Y ello por cuanto, en razón de esa inclinación natural, es más difícil la toma de decisión por el no que por el , pues la primera requiere un mayor grado de reflexión, de ponderación de las circunstancias y de las consecuencias. El es más sencillo, más espontáneo, más conforme a la naturaleza de las cosas.

Con perfecto conocimiento de la ley de Panurgio los gobernantes han convocado históricamente referéndums y plebiscitos diversos, no tanto para pulsar la opinión ciudadana como para confirmar y consolidar su poder. No hay mejor respaldo que una apelación directa a la fuente última, del soberano. Y esos gobernantes, de izquierdas y de derechas, los han ganado con creces, aunque en algún caso con resultado ajustado.

No fue, por cierto, el caso del referéndum sobre la permanencia en la OTAN, que se celebró en 1986, en que el ganó por 56% a 43% con una participación del 59% del censo electoral. También Rodríguez Zapatero se animó en 2005 a convocar un referéndum, perfectamente prescindible, sobre la Constitución europea en el que se batió el récord negativo de participación (42%), pero con apabullante resultado, casi a la búlgara o de partido de primera ronda de Copa del Rey, de 81% a 18%.

Llevábamos en Europa diez años de sequía. Desde luego Suiza es Europa, pero en la Confederación Helvética el referéndum es una forma de gobierno autócrata y singularísima y el Gobierno federal ni el de ningún cantón osaría hacer un llamamiento a los ciudadanos que pudiera interpretarse como instrumento en pro de los titulares del poder.

En los últimos meses apareció en el horizonte una luz que iluminó a gobernantes de bien distintas hechuras, y les cautivó, les obnubiló. Fueron cautivos por la estrella de la participación directa. La luz, esta vez, surcó el Atlántico, y en un continente tan poco proclive a estas consultas, por el temor a que “las cargue el diablo”, el Presidente José Manuel Santos decidió llamar al electorado colombiano a plebiscitar las doscientas y pico páginas que recogían el acuerdo de paz con las FARC. Perdió, eso sí por la mínima.

Pocos meses antes, en la cuna del parlamentarismo, uno de los peores Primeros Ministros de la historia de Gran Bretaña, David Cameron, intentó ganar la batalla interna en su partido, ni más ni menos que convocando un plebiscito -que él llamó referéndum- sobre la permanencia o no en la Unión Europea. Perdió.

Un ensoberbecido Renzi construyó en tiempo récord una reforma constitucional, ciertamente bastante sensata. Pero los italianos percibieron el referéndum que convocó como un intento de perpetuación en el poder, como una forma sofisticada de bonapartismo. Perdió.

Con toda probabilidad este referéndum y los dos plebiscitos antes citados van a ser un antídoto -lo que se llama un aviso a navegantes- para los gobernantes de todo el mundo. Tres noes consecutivos han sido tres suspensos seguidos para Panurgio y su ley.

Y es que no debemos olvidar que en la respuesta a una consulta se entremezclan la decisión sobre la cuestión planteada con otras. El electorado aprovecha para manifestar, en el anonimato de la urna, su opinión no sólo sobre lo peguntado sino sobre la actuación del gobernante de turno.

Habrá que reconsiderar la subsistencia de la ley de Panurgio.

Enrique Arnaldo Alcubilla es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.

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