Paparruchas

No es lo mismo ir a la Luna que estar en ella. Lo segundo alude a quienes creen en lo primero. ¿Cuarenta años ya? No me toquen las pelotas. Yo tenía treinta y dos y estaba como un queso de mozzarella de búfala. ¿Quién iba a imaginarse que ocho lustros después, podrido por la gusanera de la ancianidad, lo sería de cabrales?

De búfala, decía, porque el paripé del alunizaje me pilló en Italia. Roma era entonces una fiesta. ¿Tanto como el París de Hemingway? ¡Hombre, no se me pongan así! Cada ciudad con su copla. Las chicas se me rifaban, lo cual es de por sí una fiesta, y la mía aseguraba que yo era il ragazzo piú hemingwayano della costa.

Con ella vi por la tele de su madre (nosotros no la teníamos) aquella burda representación de teatro infantil con la que los de Washington quisieron bajar los humos a los de Moscú. Éstos habían lanzado en octubre del 57 su famoso Sputnik, y eso sí que me lo creí, porque yo era entonces comunista y el meinkampf del agitprop me lo exigía. El notición me pilló en el tranvía que iba de Moncloa a Paraninfo. Llegué a la Facultad de Letras y en su vestíbulo un camarada me dijo: «Ya ves, esos analfabetos de la Unión Soviética han puesto en órbita un satélite artificial. ¡A ver qué dicen ahora los capitalistas!».

Dijeron, dijeron, aunque optaron por servir el plato de la vendetta más frío que nunca. Lógico porque toda aquella pugna fue capítulo de la guerra fría. ¡Doce años de retraso! ¿Teníais un Sputnik? ¡Pues os vais a enterar! ¡Hale! ¡A la Luna! ¡Picar más alto no cabe!

Y montaron, a bombo y platillo, el paripé al que me he referido. Yo lo vi, como decía, en Roma y me pareció una mala representación de La venganza de don Mendo.

De don Mendo o del Tío Sam. En el salón de actos de mi cole nos salía mucho mejor. ¿Estoy de coña? Pues sí, porque de coña me pareció la función. ¡Ya podían haber llamado al Orson Welles de La guerra de los mundos, que andaba viendo toros por España, o a cualquier director de Hollywood! Los tenían excelentes, bien cerquita y de toda confianza, porque muchos habían puesto su granito de denuncia en la cacería de brujas rojas del senador McCarthy. Buenos días y buena suerte. Aquello no había quien se lo creyera. Y yo, quod erat demonstrandum, no me lo creí. Nunca he sido hombre de fe.

Pasé toda la noche en vela, acompañado por mi chica, por su madre, por el escritor Alberto Lecco y no sé si por alguien más. Todos han muerto, así que no puedo aportar testigos, pero juro por la memoria de Pirrón que cuando empezó la farsa yo era un creyente y cuando terminó ya era lo que sigo siendo: un escéptico.

Los hay a miles, y existe una vasta bibliografía en la que exponen sus argumentos, que no son los míos. A mí me bastó con lo visto, y aparqué el asunto. ¿Explorar el espacio exterior? No, gracias. Prefiero el viaje interior. Eso sí que está por descubrir.

Eximo de responsabilidad al bueno de Hermida. No, no se lo inventó todo para ponerse en órbita (nunca mejor dicho), porque su equivalente italiano, cuyo nombre se me escapa, terminó tan fané, descangallado y desgreñado como él después del palizón informativo. A los periodistas se la metieron doblada, pero a mí, que era el chaval más hemingwayano de la costa, no me la dieron con queso ni de cabrales ni de búfala. ¿La luna? ¡Venga ya! Sabido es que tiene fama de mentirosa, y mentira hubo.

Ya sé, ya sé que este artículo es una cachondada. Discúlpemela el lector, pero no puedo escribir en serio sobre algo que siempre me he tomado a broma. No se detendrá por mi culpa el mundo (ni, menos aún, EL MUNDO). Seguro que aquí, a mi vera, cualquier sesudo analista les hablará con tediosa sensatez de lo que para todos ustedes -para mí, no- ha supuesto la carrera espacial. Bueno… Sólo una cosa es segura: nos ha salido carísima. ¿Merecía la pena? ¡Tanto dólar para que cuatro imbéciles se inscriban ahora, pagándolo a golpe de millón, en estúpidos viajes turísticos que nunca se realizarán!

Total… Que yo, aquella mañana, una vez concluida la farsa, y tan descangallado como Hermida, dejé a la chica en la cama y, sin decírselo, fiel a mi condición de ragazzo hemingwayano, me fui a ver a otra novia, que era hija de un general. Nada menos. Vacaciones en Roma. Festa.

Y posdata… Pirrón era un filósofo del Peloponeso que convirtió la duda en columna vertebral de su filosofía. Diderot también lo hizo. Dicen que su última frase, pronunciada un instante antes de hincar el pico y la cuchara en un plato de sopa, fue: «La duda es el primer paso hacia el conocimiento».

Tomen nota los chicos de la LOGSE. A ellos no les han explicado quiénes fueron Pirrón y Diderot, pero seguro que les han contado lo de la Luna y, los pobres, se lo han creído. Yo soy de otro plan de estudios.

Fernando Sánchez Dragó, escritor y columnista de EL MUNDO.