Papeles de “Bárcenas” (rudimentos de filología)

No comparto la sorpresa ni el escándalo de la mayor parte de la sociedad española ante los hechos que apuntan los papeles de “Bárcenas”. Desvíos de fondos, sobornos y sobre(sueldo)s opacos son cosas que doy por supuestas. En la cúpula del PP, en el Vaticano y en cualquier lugar donde entren y salgan dineros habrá siempre quienes si entienden que pueden pillar, algunos con poco riesgo acabarán haciéndolo. Caso por caso, se trata además de unas migajas, de hurtos menores. La puerta a la gran corrupción, la corrupción sistémica, una de las causas determinantes de la burbuja inmobiliaria, la abrió José María Aznar con la Ley del Suelo de 1998.

A nadie sorprenda, en cambio, que haya puesto “Bárcenas” entre comillas. Es un uso corriente cuando se aduce una palabra con un sentido especial, y en filología cuando se habla de una autoría discutible (pongamos que la de “Cristóbal de Villalón” para el Viaje de Turquía). Y, descartado el fondo del asunto, por trivial, a mí me ocurre que no sé ver los famosos papeles con otros ojos que los del filólogo. Daré solo tres ejemplos.

La filología comienza por la crítica del documento a partir de la forma. La primera cuestión es si los famosos apuntes contables son de una sola mano o de varias. No es tarea tan sencilla como podría parecer. “Expertus loquor”. En efecto, la parte principal de mi trabajo como estudioso la he dedicado a Francesco Petrarca. Petrarca cuenta muchas cosas de sí mismo, calla bastante más y en buena medida las tergiversa todas. Por ahí, a menudo, una de las vías esenciales al conocimiento de su biografía no son tanto sus confesiones expresas como las notas marginales que fue dejando en los libros que leía. Pero esas notas se mezclan en los códices con las de otros poseedores de los manuscritos y es preciso discernir a cuál de ellos pertenece cada una. La empresa se complica porque a lo largo de la vida la caligrafía de Petrarca, como todas, fue cambiando notablemente.

Ahora bien, para volver a los apuntes de marras: si son de una misma mano, y extendiéndose como dicen de 1990 a 2008, es inevitable que ofrezcan cambios más o menos marcados y por ende se presten a dudas sobre la identificación de la escritura. Pero aquí entra un indicio aún más revelador y que a propósito de Petrarca ha sido a veces resolutivo: el análisis de las tintas y los instrumentos escriptorios. Si nuestros apuntes no muestran diferencias en la composición y el estado de aquellas (más o menos tenue, mayor o menor oxidación, etcétera) y en el empleo de estos (estilográfica, bolígrafo, etcétera), puede darse por seguro que han sido inscritos de una sola tirada y por lo mismo no tienen por qué ser auténticos. Y entonces es lícito inferir que “Bárcenas” lo ha perpetrado con el designio de involucrar a altos cargos de su partido para protegerse las espaldas con el achaque de su complicidad.

Los datos internos, formales, han de conjugarse con los externos. Don Antonio Rodríguez-Moñino me enseñó hace medio siglo que cuando aparece un manuscrito inédito atribuido a un gran escritor o llamativo por otro concepto, pero cuya historia y procedencia se ignoran, son especialmente altas las posibilidades de que nos las hayamos con una falsificación. Pronto pude comprobar lo acertado de su dictamen. A la biblioteca de Yale había llegado un códice de venerable antigüedad con el anexo de un mapa de Vinlandia que en teoría mostraba que los vikingos habían pisado América mucho antes de 1492. Variadas razones y en concreto la observación de Moñino me hicieron desconfiar de la autenticidad del mapa, de manera que en una reseña publicada en Modern Language Notes (1967) me atreví a ironizar al respecto. La espectroscopia ha concluido después que la tinta no nos lleva más atrás de 1920 y pico. De los papeles de “Bárcenas” poco podremos saber mientras no nos conste el itinerario que han recorrido hasta la fecha.

Elemento fundamental para valorar el sentido y el alcance de un texto es la recepción que le dispensaron los contemporáneos. En el siglo XVII el Quijote fue un libro para reír a mandíbula batiente; los románticos lo leyeron con lágrimas en los ojos (y ambas cosas eran legítimas a su altura del tiempo). El testimonio crucial sobre la recepción de los papeles de “Bárcenas” es el del presidente del Gobierno y del Partido Popular, en el informe presentado al comité ejecutivo de este. “Cualquier deducción de irregularidad alguna en nuestro comportamiento a partir de los papeles apócrifos que motivan esta situación no responde a la verdad, es total y radicalmente falsa”, ha proclamado Rajoy. Y también: “Es falso. Todo lo que se ha dicho y todo lo que se pueda insinuar es falso”.

“Apócrifo” no es lo mismo que “falso”. Estoy cansado de repetir (en vano) que el Lazarillo no es una obra anónima, sino apócrifa, porque quien se nos ofrece como autor y protagonista es “Lázaro de Tormes”, aunque no podamos aceptar que realmente existiera un individuo de ese nombre. Cuando se predica de un hecho, “apócrifo” vale fabuloso, supuesto o fingido; pero si se refiere a un dicho, a un texto, significa más bien que se atribuye erróneamente a un autor, que es obra de dudosa autenticidad (DRAE).

¿Qué quiere decir, pues, el señor Presidente? ¿Que es falso el contenido de los papeles que corren asignados a don Luis Bárcenas Gutiérrez, pero que la atribución a este es incorrecta? Es la interpretación que invita a dar la llamativa ausencia de cualquier acusación y aun sombra de reproche a Bárcenas, a quien no en balde él mismo nombró o confirmó tesorero del partido y en quien largamente depositó su confianza. De manera implícita, ¿está el señor Presidente exonerando a Bárcenas de la autoría de los papeles y así, y jugándolo todo a una carta, exonerándose a sí mismo de cualquier responsabilidad?

De los papeles de “Bárcenas” habrá mucho que hablar. Con la perspectiva de la filología se podrá decir más de una palabra.

Francisco Rico es profesor de literatura en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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