Papeles, padrón e inmigración

Entristece el espectáculo sobre el empadronamiento en Vic. Entristece, porque la ciudad ha trabajado para favorecer la integración de sus inmigrantes. Y la distribución de los escolares de la inmigración entre sus escuelas, independientemente de su localización, no merece más que aplausos. Eso es lo único que funcionará para una correcta integración de segundas y posteriores generaciones.

Entristece, porque ofrece una imagen falsa de la inmigración en Catalunya. La realidad es bien distinta. Como ha destacado Joaquín Arango, a pesar de la crisis, las tensiones con la inmigración han sido prácticamente inexistentes.
Entristece,porque el PP se ha lanzado a un insensato y peligroso aprovechamiento electoral. Puede dar rendimientos a corto plazo. Pero es pan para hoy y hambre para mañana. Porque, a pesar de la crisis, vamos a continuar necesitando de la inmigración, ahora y en el futuro. Además, las propuestas (contrato de integración o sanidad y escolaridad universales, al margen del padrón) son bien impracticables, bien directamente no democráticas. ¿Cómo planificarían las autoridades educativas y sanitarias las necesidades de la inmigración sin conocer dónde residen las familias?

Además, el contrato de inserción parte de la falsa y poco democrática presunción de que el inmigrante, a diferencia del nativo, tiene que demostrar que comulga con determinados valores. Y estos solo pueden expresarse a través de las leyes. Cualquier otra medida, sea para nativos o inmigrantes, sería discriminatoria. Las leyes son nuestro contrato social, y son estas las que hay que respetar.
Entristece, porque parece como si la inmigración se hubiera colado de rondón por la puerta trasera del país. Y ello no es cierto, incluso para aquellos colectivos que entraron irregularmente. La inmigración responde a la necesidad de trabajo del inmigrante y a la demanda de trabajadores en la sociedad que lo acoge. Cierto que ahora este argumento pierde capacidad pedagógica. Pero ni desde los medios de comunicación ni desde la política debería aceptarse que se olviden las razones últimas del proceso. ¿O es que vamos a renunciar a la renta que la inmigración generó en los años de la expansión? ¿O es que no recordamos que una parte muy notable de los puestos de trabajo creados para nuestros hijos, con más calidad, mayores salarios y más estabilidad, expresaban el aumento de las necesidades económicas generadas por la inmigración? O, por último, ¿es que nos hemos olvidado de la caída de nuestra natalidad y de que, por ello, la inmigración ha suplido los hijos que no tuvimos?
En momentos de tribulación, decía el clásico, mejor no hacer mudanzas. Y ahora justamente estamos transitando por uno de esos momentos. Por ello, en estas turbulencias, conviene mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por sentimientos, más o menos bienintencionados, o por motivaciones políticas menos confesables. ¿Sabe el lector cuánta inmigración continúa hoy trabajando en España y sin la cual el país difícilmente funcionaría?: en el tercer trimestre del 2009, unos 3,2 millones (frente a los 15,5 millones de nativos), y más de 600.000 en Catalunya (por 2,5 millones de trabajadores del país). En la mayoría de los casos, la inmigración ha complementado nuestra estructura ocupacional, de forma que la competencia con los nativos ha sido marginal. Quiere ello decir que, incluso con el elevado nivel de paro actual, muchos nativos no estarían dispuestos a trabajar en determinadas ocupaciones, mayoritariamente desempeñadas por la inmigración. Como, por ejemplo, en el sector de la hostelería y la restauración, por no hablar del servicio doméstico o de la atención a nuestros mayores.
Es cierto que hay una difusa sensación de que la inmigración obtiene, antes que los nativos, algunas ayudas de nuestro poco generoso Estado del bienestar, básicamente vinculadas al sistema educativo (comedores, elección de centro...). Y también que algunas decisiones de las autoridades educativas, permitiendo el uso de ciertos símbolos religiosos, no ayudan a mantener un debate sereno. Pero, en estos difíciles momentos por los que atraviesa el país, conviene no olvidar que cerca del 40% del crecimiento de nuestra renta entre el 2000 y el 2007 se debió a los inmigrantes. Y que una parte de la hucha de la Seguridad Social también se debe a ellos.

Para bien o para mal, cuando comenzó a caer la tasa de natalidad, estábamos decidiendo que, más temprano que tarde, necesitaríamos ayuda exterior. Sería el colmo del cinismo que, ahora que tenemos problemas, procedamos como si el pasado no hubiera existido. Y, además, sería el colmo de la estupidez, porque, mal que le pese a quien sea, vamos a continuar necesitando de la inmigración en las próximas décadas. ¿O alguien en su sano juicio cree que las debilitadas cohortes de los nacidos a partir de 1975 van a financiar nuestras pensiones? A partir del 2015, los hijos del baby boom comienzan a jubilarse. Y, desde el 2020 en adelante, ese proceso se acentúa. No lo olvidemos.

Josep Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada de la UAB.