Para acabar con el debate público español

Nadie sabe exactamente qué traducción práctica tendrán las medidas que la coalición de Gobierno ha incluido en el así llamado «Plan de Acción por la Democracia», si bien puede darse por sentado que el objetivo principal del mismo es intimidar a los periodistas que tratan de cumplir la función que les atribuyen la teoría de la democracia y las constituciones vigentes. Esta no es otra que fiscalizar a quienes detentan el poder, con el fin de proporcionar a los ciudadanos la información necesaria para que puedan -si quieren- formarse un juicio político, contribuyendo de paso a crear las condiciones necesarias para que se desarrolle un debate público cuyos ingredientes indispensables son la libertad de información y el respeto al pluralismo. Ya es casualidad que el Gobierno que con mayor empeño ha contribuido a degradar nuestra conversación pública sea quien ahora dice querer limpiarla de toda impureza.

Para acabar con el debate público español
Ulises Culebro

Para medir la distancia entre el lenguaje que emplea el Ejecutivo y su praxis política, nada mejor que fijarse en cómo ha presentado ante los ciudadanos el concierto fiscal catalán. Acordado entre PSC y ERC con la anuencia de Moncloa, que paga así el precio fijado por los separatistas para investir a Salvador Illa, el concierto ha sido objeto de toda clase de distorsiones ante la opinión pública. No se trata ya solamente de que la mismísima ministra de Hacienda niegue el tenor literal del pacto avalado por su partido; es que ni siquiera ante el Comité Federal del PSOE se avino Pedro Sánchez a dar explicaciones. Así que rige la opacidad, pese a que nos encontramos ante un plan que de llevarse a cabo haría reventar las costuras del texto constitucional y obligaría a la mayor parte de los españoles a sufrir recortes en la prestación de servicios públicos o a pagar más impuestos, aunque muy probablemente las dos cosas a la vez, mientras contribuyen a pagar las pensiones de los residentes en Cataluña.
Fue así significativa la reacción de los ministros al anuncio realizado por Alberto Núñez Feijóo en compañía de los presidentes autonómicos del PP. Sentado ante un atril delante de sus barones, el líder de la oposición dijo que su partido rechazaba el concierto fiscal y cualquier otro acuerdo de financiación que no contase con el concurso simultáneo de todas las comunidades autónomas. Ya fuera un discurso interesante o fallido, lo que toca en una sociedad democrática es un debate razonado sobre las propuestas hechas por las distintas formaciones políticas, aunque no sean ellas las únicas que plantean demandas o formulen reivindicaciones. El caso es que los miembros del Gobierno se dedicaron a ridiculizar a Feijóo por considerar que había escenificado el acto como si se creyera presidente del Gobierno. Patxi López dio el tono en X: echando mano de un meme bien conocido, su tuit ponía una foto de Sánchez al lado de otra de Feijóo y decía que uno es el presidente de verdad y el otro, aquel que te trae Ali Express.

Un cínico dirá que una propuesta semejante no puede presentarse abiertamente a los españoles, porque una mayoría se sentirá inclinada a rechazarla; de ahí que el Gobierno opte por la disimulación, la mentira o la chanza. Y, probablemente, sea el caso. Pero entonces hay que elegir: uno puede optar por el realismo sucio, ateniéndose al principio de que todo vale y abandonando cualquier pretensión de defender los principios constitucionales y las normas no escritas que definen a la democracia liberal; o puede denunciar un estilo de hacer política cuyo primerísimo objetivo consiste en entorpecer el debate público mediante la degradación del lenguaje institucional, y el recurso habitual a la mentira. Lo que no se puede es salir guapo en todas las fotos, aunque a la vista está que son muchos los que lo intentan. Y, por otro lado, no les va tan mal.

Cuando hablamos de la opinión pública democrática, conviene hacer algunas precisiones conceptuales. Estamos ante un fenómeno multiforme, que se desarrolla en un espacio de contornos imprecisos y depende de las tecnologías que en cada momento histórico han canalizado la expresividad pública. Sus protagonistas principales han de ser los medios de comunicación y los ciudadanos, ya sea individualmente considerados o asociados entre sí; la conversación versará sobre asuntos públicos, que son aquellos que conciernen a la colectividad: aunque la gente suba a las redes una foto de su desayuno. No hay un catálogo prefijado de asuntos públicos; hacer política consiste en buena medida en colocar unos temas en la agenda pública e impedir que otros pasen el corte. En ese contexto, los partidos políticos -especialmente aquellos con representación parlamentaria y no digamos los que han llegado a formar Gobierno- están obligados a justificar públicamente sus posiciones y a debatirlas entre sí. Cuanto más racional y fiel a las evidencias empíricas sea ese proceso, mejor para la calidad de una democracia. Y viceversa.
Ocurre que los procesos de formación de la opinión pública no conducen a decisiones políticas formales. En la esfera pública debatimos sin reglas, salvo aquellas que restringen la libertad de los medios de comunicación a fin de salvaguardar los derechos individuales, no pudiendo esperarse que las opiniones de ciudadanos y opinadores sean siempre, y en todo caso, respetuosas con la verdad factual o coherentes con las reglas de la argumentación racional. Todo lo contrario: la mayor parte de los ciudadanos opina sin preocuparse mucho de lo que dice ni de los fundamentos de lo que dice, reproduciendo a menudo lo que ha oído de su líder político u opinador de referencia. Y bien está que así sea, ya que no puede ser de otra manera: abandonen los filósofos analíticos toda esperanza. Ahora bien, debe igualmente reconocerse que hay esferas públicas más refinadas que otras, igual que existen sistemas mediáticos donde la dependencia del poder político es menor que en el nuestro. Si alguien cree que exagero, recuerden que la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa trajo consigo la inmediata destitución y reemplazo de Antonio Caño como director de El País.

En ese sentido, señalar a las redes sociales o centrar el debate en la cantidad de falsedades o bulos que por ella circulan es disparar en la dirección equivocada. Si las redes sociales han liberalizado el mercado de la opinión, hay que felicitarse: hoy son muchos más quienes pueden dar su opinión o asomarse a la arena pública para conocer la de los demás. Y aunque la mayor participación de los más dogmáticos aumenta la polarización, debemos congratularnos de que la pluralidad de fuentes informativas haga la vida más difícil a aquellos gobiernos y partidos que persiguen ocultar la verdad factual de lo que hacen o quieren hacer. ¡Imaginen a Pedro Sánchez en los tiempos del monopolio público televisivo! No: como demuestran a diario Óscar Puente y tantos otros políticos metidos a tuiteros, el problema está en la contaminación de los partidos democráticos, que han hecho suyos los malos modales (como dice el politólogo Benjamin Moffit) y el lenguaje tabloide (como decía la filósofa política Margaret Canovan) propios de los partidos populistas, y que intervienen a tiempo completo en las redes sociales de tal manera que pervierten el sentido de las herramientas institucionales de comunicación de las que disponen.

Es evidente que el Gobierno de Sánchez no ha inaugurado esta tendencia. El ascenso de Podemos durante la crisis financiera y el desarrollo del procés pueden considerarse sus hitos inaugurales; el resto de partidos no es ajeno a ella. Pero la insistencia con que el líder socialista carga contra los medios que no le bailan el agua, explotando el miedo histérico a las fake news con el objetivo de fijar una verdad oficial, aprovechándose para ello de la identificación sentimental de sus votantes pese al incumplimiento reiterado de sus promesas y de la peligrosidad que comporta su agenda iliberal, pertenece a otra categoría: la de quienes acabarían con el debate público si pudieran. Y bueno es saberlo.

Manuel Arias Maldonado es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Este otoño publicará (Pos)verdad y democracia (Página Indómita).

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