
Una mañana, hace poco, me levanté temprano y desde mi pórtico observé la hilera de árboles altos que rodean la parte trasera de nuestro patio. El insistente toc-toc-toc de un pájaro carpintero hizo que me levantara de mi silla y dejara a un lado el periódico y la taza de té. Mientras buscaba de dónde provenía el sonido, el destello negro, rojo y blanco del pájaro carpintero recorrió nuestro patio para posarse en lo alto del roble de mi vecino. Mi corazón dio un salto al ver a esta hermosa criatura salvaje: la alegría inundó mi sistema límbico y me llenó de una sensación muy agradable. La maravilla de la naturaleza se mostraba frente a mi puerta.
Aproximadamente una hora después, mi hija Cary revisaba las noticias en su celular y me llamó a gritos. Cuando entré a su habitación, estaba leyendo un artículo que señalaba la existencia de un declive total de la fauna de insectos en la Tierra. Lo leyó mientras lloraba con el rostro desencajado, las terribles predicciones de la evaluación científica: el final de las abejas, mariposas, hormigas y libélulas podría significar el inicio de una devastadora crisis de extinción animal. Ella se sentía una testigo impotente ante lo que parecía ser otro paso potencial hacia la espiral descendente de la biosfera de nuestro planeta.
El ritmo acelerado de las noticias sobre el cambio climático y la degradación ecológica es profundamente desmoralizante. La Tierra está en mal estado y las tendencias no son alentadoras: el pasado julio fue el mes más caluroso registrado desde que existen datos al respecto.
Sin embargo, el gran problema con las malas noticias sobre el medio ambiente es que conducen fácilmente a la resignación y, después, a la pasividad. Tomemos como ejemplo a Paul Kingsnorth, el exactivista ambiental británico quien ha dicho que la magnitud del “ecocidio” que enfrentamos es tal, que tenemos que aceptar la realidad de que ya no hay esperanza. “No vamos a evitar que esto suceda”, dijo a The New York Times hace unos años. Un grupo de académicos y activistas publicó recientemente un libro con un título emblemático: “La naturaleza está de luto”. No es extraño que encuestas recientes hayan detectado que mucha gente declare estar experimentando “ansiedad ecológica”. Si ya estamos en el punto de no retorno con la naturaleza, ¿por qué tomarse la molestia de intentar salvarla?
Pero tal vez sea equivocado creer que este es un momento especialmente oscuro o que ya estamos contemplando el abismo. De hecho, históricamente, la mayoría de los sucesos son percibidos por quienes los viven como momentos de crisis. Por ejemplo, en septiembre de 1962, cuando Rachel Carson nos habló del flagelo de los pesticidas en su libro “Primavera silenciosa”; o marzo de 1979, cuando un reactor en Three Mile Island se fundió parcialmente; o abril de 2010, cuando la plataforma Deepwater Horizon derramó petróleo en las profundidades del Golfo de México. Esas son solo tres de las decenas de crisis que han conmocionado a la gente con conciencia ambiental en el último medio siglo.
Tenían razón de conmocionarse en todos los casos. Pero recordemos que, por cada historia oscura, hay una buena noticia olvidada o que pasamos por alto. En septiembre de 1962, el águila calva había disminuido a menos de 500 parejas en Estados Unidos por las razones expuestas por Carson en su libro. Hoy hay más de 9,700 parejas, y se les puede ver volando sobre nuestro vecindario en los suburbios de Washington. A las águilas calvas les sucedieron cosas malas como el DDT, la caza furtiva y la pérdida de su hábitat de alimentación; y después cosas buenas como la Ley de Especies en Peligro de Extinción, un plan exitoso de recuperación de especies, la mejora de los ríos y la recuperación de las zonas piscícolas.
Debemos tomar en serio estos triunfos ambientales y no solo fijarnos en las malas noticias. Celebremos la recuperación de nuestros bosques, que después de dos siglos de destrucción han vuelto a cubrir miles de hectáreas de tierras agrícolas improductivas. El aire de la ciudad de Nueva York es sustancialmente mejor hoy que en la década de 1950. El agua en el río Potomac está mucho más limpia hoy que en 1947, cuando Louis Halle escribió su clásico libro de la naturaleza “Primavera en Washington”. Algunas cosas realmente buenas le han sucedido a nuestro medio ambiente durante el último medio siglo, porque los seres humanos tomamos conciencia y realizamos acciones para establecer incentivos legales y regulatorios que cambiaron el comportamiento de la sociedad.
¿Le están pasando cosas malas a nuestro medio ambiente? Sí, por supuesto. ¿El cambio climático es una amenaza sustancial y creciente? Ciertamente. ¿Sobrevivirá la biosfera de la Tierra tal como la conocemos? Una cosa es segura: necesitamos creer que así será para poder actuar con toda nuestra capacidad de ciudadanos preocupados.
Todos deberíamos pasar más tiempo fuera de las ciudades para respirar aire fresco, escuchar los cantos de los pájaros y el croar de los sapos, y saborear la naturaleza. El antídoto para las historias deprimentes —aunque verdaderas— que transmiten los noticiarios es la abundante alegría de la naturaleza que nos rodea. La naturaleza no está muerta e incluso nuestros jardines nos lo dicen, si estamos dispuestos a prestar atención.
Solo las acciones colectivas, lideradas por personas valientes que trabajan con organizaciones y agencias inteligentes y bien financiadas, pueden realizar los esfuerzos necesarios para evitar que nuestra Tierra esté en peligro. Hemos ganado este tipo de batallas antes y podemos ganarlas nuevamente, incluso si las amenazas parecen más grandes que nunca. Con una inoculación del elixir mágico de la naturaleza, podemos comprometernos en espíritu con nuestros bosques y vida silvestre, nuestras bahías y mares, y nuestra atmósfera. El pesimismo y la desesperación no son las mejores opciones.
Bruce Beehler es ornitólogo y naturalista. Es autor de 12 libros, el más reciente es “Natural Encounters: Biking, Hiking, and Birding Through the Seasons.”.