Para cuando haya que dialogar

Desde Catalunya es muy difícil distinguir entre los que, desde España, analizan el desafío político soberanista catalán con criterios erróneos o incompletos, pero de buena fe, de los que lo hacen cínicamente y con interpretaciones “de guerra”, faltando intencionadamente a la verdad. Y, entre la buena fe de unos y la mala sombra de otros, se extienden todo un montón de miradas confusas, perplejas e irritadas, con lo cual se impide la formación de una perspectiva crítica bien fundamentada de lo que es el actual despertar del independentismo, una dificultad de comprensión acentuada por la rapidez con la que se ha producido el cambio de horizonte en Catalunya y que, desde fuera, más que un despertar, puede sugerir un proceso de obnubilación colectiva o de adoctrinamiento masivo. Pedir ahora un esfuerzo de comprensión mutua -no digo ponerse de acuerdo- es un ejercicio tan ingenuo que entra de lleno en el ridículo. Pero, a pesar de su previsible inutilidad, creo que hay que hacerlo, ni que sea porque en el futuro no se pueda decir que no se intentó.

En primer lugar, hay que observar que esta radical desconexión de miradas no es consecuencia inmediata de una supuesta naturaleza confusa o incomprensible de los hechos que la han provocado, sino de la explícita voluntad política de hacer imposible el diálogo. Es decir, para justificar la negación total y absoluta a poder hablar de una consulta catalana “legal y acordada” lo que se ha hecho por parte española es desarrollar un relato que no tan sólo justifica la negativa con argumentos jurídicos, sino que recurre a la dimensión moral, con acusaciones de manipulación, de prácticas propias de una dictadura e incluso del nazismo a fin de que el no gubernamental sea irreversible. Es decir, no tan sólo ha justificado la posición del Gobierno de Rajoy, sino que ha querido impedir cualquier posible cambio de criterio. A estas alturas, la mera apertura del diálogo ya sería interpretada como una derrota cobarde y traidora.

Es cierto que el punto inicial del desencuentro era muy relevante desde una perspectiva estatal, y que no se debe banalizar la dificultad. Para el proyecto nacional unitarista español, siempre receloso de cualquier diversidad interna que no sea meramente folklórica, que una parte del territorio plantee la posibilidad de ser consultado sobre su independencia es un golpe muy duro. Es un golpe al proyecto, a la autoestima y, en cierta manera, un síntoma de fracaso histórico. Por parte catalana, se habían propuesto hasta cinco vías jurídicamente posibles -si había voluntad política- para hacer la consulta, incluso aceptando la revisión de fecha y pregunta e insistiendo en la voluntad en hacerla de manera acordada y legal. Sin embargo, tal como he hecho notar en otras ocasiones, el problema no era el riesgo de un sí a la independencia, sino que un no tampoco no era aceptable, en la medida en que trasladaba la decisión a los propios catalanes y eso era reconocerles una capacidad de decisión inconcebible. Era absurdo imaginar, pues, una estrategia de seducción por parte del Estado que, de aplicarla, ya habría supuesto aceptar que había un otro distinto, objeto de atención.

Más allá de estas razones políticas de fondo que explican porque se ha boicoteado todo diálogo, lo cierto es que, además, se han cometido graves errores en el análisis de los hechos. Y de estos errores, hay dos que considero especialmente relevantes: el supuesto de la manipulación colectiva y el supuesto de una efervescencia emocional irracional e incontrolada. Con respecto al de la manipulación colectiva, que sería consecuencia del adoctrinamiento escolar o mediático, resulta del todo insostenible a la vista de varias consideraciones. Una, la sociedad catalana es extraordinariamente abierta y compleja. Lo avalan las tasas de inmigración; la capacidad exportadora; el nivel de sus universidades y la atracción de recursos y científicos para la investigación avanzada; la demanda turística, o la universalidad de su creación cultural. Dos, el mercado comunicativo catalán está penetrado de manera masiva por el español, particularmente si se trata de audiencias televisivas, que son las de más impacto. Y tres, con respecto a la escuela, el supuesto adoctrinamiento, de existir, sólo podría afectar una parte de la población de menos de 30 años, un grupo, por otra parte, socializado en su tiempo de ocio en espacios y mercancías masivamente no catalanas.

Con respecto a la supuesta naturaleza emocional del soberanismo, que es una manera sutil de deslegitimar las movilizaciones populares, también habría que hacer algunas puntualizaciones. Primero, hay que saber que las grandes movilizaciones han sido posibles como resultado de un buen trabajo organizativo pero sobre todo de un debate llevado a cabo de manera constante y al por menor en todo tipo de ámbitos: miles de conferencias, mesas redondas y seminarios por todo el país en los que se aportan datos y se debaten argumentos racionales. En segundo lugar, si todo se redujera a un impulso emocional habrían tenido razón los que, repetidamente, han anunciado que el suflé estaba a punto de bajar. Pero la tozuda duración en el tiempo lo desmiente. Además, no recuerdo que se utilizara la componente emocional de otras manifestaciones -por los asesinatos de Blanco y Lluch, por la guerra de Iraq o las convocadas por los obispos españoles- para menoscabar su valor.

Si no es a partir de un previo reconocimiento de la evidencia de los hechos actuales o de los que puedan suceder en el futuro, no habrá diálogo posible. Mientras, el juego actual de mentiras, no tengo ningún tipo de duda, está al servicio de impedirlo. Decir la verdad será el primer síntoma de posibles diálogos.

Salvador Cardús i Ros

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