¿Para cuándo la segunda revolución de la Justicia?

Aunque los políticos no quieran reconocerlo, la verdad histórica es que los siglos XX y XXI han visto nacer y morir multitud de reformas parciales de las leyes reguladoras de la Administración de Justicia, especialmente tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978, y constatado también que en realidad toda la organización judicial sigue montada sobre los cimientos establecidos por las leyes derivadas de la lejana Revolución de 1868. Hace pues más de un siglo y medio que no se ha procedido a una reformulación de la Justicia española, a pesar de que la sociedad rural y agrícola del XIX, hace ya tiempo que se ha transformado en urbana, industrial y de servicios, se ha integrado en la UE e ingresado en la globalización.

Es obvio que el desarrollo social y económico del país requiere una Administración de Justicia de nueva planta, cuya edificación exige un tiempo no inferior al de dos legislaturas, lo que presupone un pacto entre los partidos mayoritarios que, por cierto, no aparece como prioridad en las preferencias que sus líderes vienen manifestando. Esta necesidad inaplazable tiene como ejemplos a imitar los países más evolucionados de la UE, países ejemplares en su nivel de igualdad social y de desarrollo económico al que sin duda ha contribuido el buen funcionamiento de sus juzgados y tribunales.

Para cuándo la segunda revolución de la JusticiaSiguiendo el ejemplo de esos países, una revolución que actualice la vieja estructura de la Administración de Justicia requiere un proceso reposado, con una fase previa a cualquier propuesta legislativa que podría concretarse en la elaboración de un "libro blanco" por teóricos y prácticos del sector -profesores universitarios, jueces, magistrados, fiscales, abogados...- que, sin contaminación partidista y con competencia técnica, planteen los problemas y las posibles soluciones de la organización territorial y funcional del Poder judicial en general y de los distintos órdenes jurisdiccionales en particular: civil, penal, contencioso-administrativo, social y militar.

Sobre una base tan valiosa podrían los políticos elaborar los correspondientes anteproyectos y proyectos de ley con el mayor grado de consenso posible, principalmente una en gran parte nueva Ley Orgánica del Poder Judicial y otra ley procesal penal que se llamaría Ley de enjuiciamiento penal y sustituiría a la hoy vigente de 1882, tan parcheada, previas las modificaciones constitucionales correspondientes.

¿Y cuáles son los principales problemas a delimitar y resolver? En primer lugar la composición del órgano de gobierno del Poder Judicial, en la actualidad dominada por mayoría de magistrados y jueces -doce sobre veinte miembros-, cuando la Administración de justicia la protagonizan, en los mismos términos de necesidad, también los fiscales, abogados, letrados -antiguos secretarios-, etcétera. La eliminación de esta mayoría suprimiría el corporativismo que viene viciando el Consejo General del Poder Judicial y distorsiona su adecuado funcionamiento, particularmente en su función disciplinaria.

En este mismo punto tercia otra modificación constitucional necesaria: la supresión de la prohibición a jueces y fiscales de pertenecer a partidos políticos, no sólo por ser una realidad ajena a otros países del entorno, sino porque este pretendido remedio ha sido peor que la enfermedad que se trataba de evitar, pues la existencia de las asociaciones judiciales, vinculadas ideológicamente con partidos políticos, convierten en ilusoria tal independencia, por otra parte innecesaria, privándola además de transparencia.

La segunda cuestión a plantear y resolver es la organización de los juzgados y tribunales en el ámbito territorial. La existencia de un Tribunal Constitucional -superior al Poder Judicial-, de un Tribunal Supremo estatal y de Tribunales Superiores de Justicia en cada autonomía -o Estado federado o sucedáneo- parece incuestionable. De Audiencias provinciales con o sin secciones desplazadas a núcleos urbanos próximos a la capital, también. Pero la persistencia de los partidos judiciales y de los juzgados unipersonales de primera instancia e instrucción parece totalmente cuestionable.

El partido judicial era una circunscripción territorial propia del siglo XIX, cuando los medios de transporte eran el burro, la diligencia o las propias piernas, y las cabezas de partido pretendían no estar a más de veinticuatro horas de su entorno; pero hoy día, al igual que los hospitales están en los centros urbanos existiendo sólo centros de salud o similares en otros núcleos de población menores, la nueva organización judicial -demarcación y planta- tendría que seguir ese ejemplo.

En tercer lugar la Administración de Justicia tendría que diseñarse conforme a un modelo empresarial de eficiencia, inspirándose en los vigentes en el norte y centroeuropa y siguiendo pautas de expertos en administración de empresas, que sin lugar a dudas llegarían a la conclusión de que debe duplicarse el número de jueces, eximiendo además a los actuales de funciones diversas a las de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado que la Constitución les impone, cediendo a otros funcionarios los Registros civiles y a los fiscales la instrucción de las causas penales.

Y resumiendo finalmente otros aspectos del necesario giro copernicano de la Justicia española, hay que aludir a los que afectan a la plena vigencia de los derechos fundamentales previstos en la Constitución: que supere las inercias decimonónicas de una Administración de Justicia administrada en nombre del Rey absoluto y por lo tanto de Dios, que no se podía equivocar -The King can do no wrong- y que exigía sacrificios a los súbditos, que van desde sufrir indebidas detenciones y prisiones sin indemnización, hasta hacerles esperar en los pasillos de juzgados y tribunales sin ni siquiera pedirles disculpas.

El legislador español y, sobre todo, nuestro Tribunal Supremo no han sabido/querido destruir estas inmunidades anacrónicas de la Justicia, y que los daños y perjuicios causados por el anormal funcionamiento de los juzgados y tribunales -dilaciones indebidas, por ejemplo- y por los errores judiciales -que deben considerarse "normales" y no "anormales" como se viene haciendo-, se reparen debidamente sin transferir la compensación a la justicia divina administrada en la otra vida.

Toda detención o prisión seguida de absolución en sentencia o anticipada en sobreseimiento merecen indemnización por daños materiales y morales, y no como ahora que sólo se reconoce si se funda en la "inexistencia del hecho", es decir, si responde por ejemplo a que el supuesto homicidio o asesinato no resulta ser tal porque aparece vivo el que se creía muerto. Pero es más, en Alemania no sólo merecen tal indemnización los errores judiciales que hayan generado privación de libertad, sino todas las absoluciones, indemnizando a los absueltos por todos los gastos y daños que el proceso les haya causado, al estimarse igualmente un error, una pretensión fallida.

Y, en fin, siguiendo en el orden jurisdiccional penal, es hora ya de que sean los fiscales los que, bajo la vigilancia de un juez imparcial, instruyan -investiguen- los hechos con apariencia de delito, controlando debidamente a una policía auténticamente policial -UCO, UDEF, UDYCO- que con la Agencia Tributaria son en muchos casos los verdaderos instructores, con los consiguientes fracasos en los juicios orales (en Malaya, de 95 acusados fueron absueltos 50 y los 45 condenados lo fueron en una cuantía muy inferior a la solicitada por el fiscal). El gasto público inútil que estos juicios generan, sumado al que supondría indemnizar a los absueltos, sin duda frenaría la querulancia -temeridad- de las acusaciones públicas y de la privadas, condenando a estas últimas a pagar a los absueltos los gastos de su defensa.

Nos duele a todos los profesionales de la Justicia que a los partidos políticos les importe tan poco este servicio público, tan esencial para dar efectividad a los derechos fundamentales de los ciudadanos y al progreso social y económico del país. ¿Por qué  no incluyen esta segunda revolución de la Justicia entre los puntos de necesario y urgente consenso? Sin duda deberían estudiar Historia y analizar lo que ocurrió a partir de la citada Revolución de 1868 para hacer una nueva construcción de la Administración de Justicia transcurrido casi  siglo y medio.

Luis Rodríguez Ramos es catedrático de Derecho penal y abogado.

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