Para edificar una morada colectiva

Ciertos muertos merecen tener porvenir. Merecen proyectarse de manera destacada sobre el futuro. Son ancestros que siguen hablándonos y que son capaces de escucharnos. Siguen emitiendo luz sobre el acontecer presente, con sus escritos y con la memoria de su trayectoria. Joaquín Ruiz-Giménez, por ejemplo. Dejó tras de sí una obra cuya potencialidad no ha sido suficientemente reconocida, ni explorada, ni tenida en cuenta.

No está España sobrada de figuras prominentes y de referentes cívicos que ofrecer a las jóvenes generaciones como para silenciar a una figura como la de Ruiz-Giménez. De su noble lucha a favor de las libertades públicas y de una mayor igualdad social en nuestro país dan reiterado testimonio las páginas de la revista Cuadernos para el diálogo, de cuya fundación se cumple ahora el 50º aniversario. Ni está nuestro país sobrado de impulsos políticos, sociales y culturales orientados a la ejecución de cambios necesarios y al ejercicio de una intensa pedagogía democrática como los desarrollados desde las páginas de Cuadernos para el diálogo durante los 15 años de su existencia, de octubre de 1963 a finales de 1978. Se ha cumplido, además, este año el centenario del nacimiento de Ruiz-Giménez, acaecido en agosto de 1913 en Hoyo de Manzanares (Madrid).

La irrupción de Joaquín Ruiz-Giménez al frente de Cuadernos para el diálogo en el castigado y cerrado horizonte de la vida pública española, en el otoño de 1963, supuso la apertura de una importante rendija de esperanza en el espeso ambiente de opacidad de aquellos años. Ya en el primer número, en el texto de apertura que explicaba la razón de ser de la nueva publicación, aparecía de manera inequívoca el espíritu humanista y tolerante que la animaba y los propósitos ambiciosos de cambio político encaminado a “edificar una morada colectiva, integralmente humana” en la que cupieran todos los españoles, fueran de la ideología que fuera, tanto si eran de “esta amada y dura tierra nuestra” como de “allende las fronteras y los mares”, apelación significativa a los exiliados y emigrados.

El propio lenguaje de aquel texto era una brisa de aire fresco en la agostada España de la época: “Nacen estos sencillos Cuadernos para el diálogo con el honrado propósito de facilitar la comunicación de ideas y de sentimientos entre hombres de distintas generaciones, creencias y actitudes vitales, en torno a las concretas realidades y a los incitantes problemas religiosos, culturales, económicos, sociales, políticos (...) Se niegan a ser coto patrimonial de un grupo y, más aún, trinchera de un club ideológico o de una bandería de presión…”. Pocas líneas más adelante, la revista calificaba su propósito como “sugestiva empresa de transformar el silencio resentido, el monólogo narcisista o la polémica hiriente en alta y limpia comprensión de los hechos concretos y de las razones ajenas, y en fecunda invención o ensayo de nuevas fórmulas de convivencia”.

Joaquín Ruiz-Giménez fue un político e intelectual católico. Intelectual, en el sentido que adquiere esta palabra a partir del siglo XVIII, cuando a la identidad del intelectual como pensador o creador se agrega su acción para ejercer sobre la sociedad un magisterio debelador de las injusticias y crítico con el poder establecido. Ruiz-Giménez, catedrático de Universidad, exembajador y exministro de Educación, tras su fallido intento de reformar el régimen franquista desde dentro, siguió el camino de aquellos intelectuales que, especialmente en Francia, hicieron de la opinión pública un arma poderosa con la que obtener cambios políticos. Pareció atender aquella recomendación que Voltaire hiciera a D’Alambert: “Es la opinión la que gobierna el mundo y le corresponde a usted gobernar la opinión”. Y lo hizo a través de las páginas de la revista que fundó, empresa que se propuso, y lo logró, formar ciudadanos para la democracia.

Como católico, Ruiz-Giménez siguió una evolución muy interesante y, desde luego, muy singular en aquella España, uno de cuyos pilares era el nacionalcatolicismo, de tintes muy reaccionarios. Muy influenciado por el Concilio Vaticano II, se lanzó a una valiente actuación pública comprometida con los problemas de un país herido por los atropellos y la cerrazón de la dictadura. Era su condición de creyente la que nutría su compromiso de actuar pública y arriesgadamente para cambiar la realidad política y social de España. Él mismo lo confesó en alguna ocasión: “De no ser por mi fe, yo sería un burgués; para mí sería mucho más cómodo mantenerme alejado de todo compromiso y de toda lucha social y política”.

Convencido de que los cambios políticos se logran a partir de los cambios en la opinión pública; sabedor, sin embargo, de que una dictadura no es un régimen político basado en la opinión, sino en la imposición y la manipulación de los medios de expresión, creó Cuadernos para el diálogo, instrumento que a lo largo de 15 años generó aperturas del pensamiento crítico y de reflexión, frente al discurso oficial del régimen, inmovilista, cerrado, monolítico y alejado de las realidades de la sociedad.

Es oportuno recordar que en las páginas de Cuadernos para el diálogo puede encontrarse un afán por analizar y debatir críticamente, pero con ponderación y sin tremendismos, que puede seguir siendo un modelo a la hora de enfrentar los problemas actuales, el inquietante incremento presente de las desigualdades sociales y de las injusticias, y los malos modos de muchos responsables políticos. Allí no solo se exponían y defendían valores y principios democráticos que no pasan, sino que se acogían corrientes de pensamiento que con frecuencia no coincidían con la línea fundacional de la revista. Aquellos debates, rigurosos, respetuosos con las formas plurales de ver los problemas nacionales, siguen siendo un ejemplo para los actuales momentos en que, como ha señalado Muñoz Molina, “el eje de la vida política española no es el debate educado en las formas y riguroso en las ideas, sino el mitin político, en el que las formas son ásperas y con frecuencia brutales y las ideas no existen o quedan reducidas a consignas y exabruptos, y el adversario al guiñapo de una caricatura”.

Es cierto, sin embargo, que la España de 2013 es muy distinta a la España de los años sesenta y comienzos de los setenta del pasado siglo. Entonces éramos un país subdesarrollado (“en vías de desarrollo” lo calificaba el franquismo), con una renta per capita que no llegaba a los 500 dólares; y hoy, a pesar de los pesares, la renta per capita se aproxima a los 30.000 dólares (si bien en retroceso). Entonces vivíamos atenazados por una dictadura y hoy vivimos en una democracia, por imperfecta y deteriorada que esté —que lo está— y por mucho que se haya rebajado el nivel del debate político. Quiere decirse con todo ello que hoy estamos en condiciones y circunstancias, por sombrío que nos parezca el actual horizonte, notablemente mejores de las de aquellos años en que todo era más difícil.

Al releer determinados textos publicados en las páginas de Cuadernos para el diálogo encontramos, además de ese espíritu de buscar siempre puntos de encuentro con las posiciones opuestas, conceptos y propuestas que siguen siendo estimulantes. Por ejemplo, si releemos la Meditación sobre España. Fin de vacación. Los problemas políticos españoles a examen, que Ruiz- Giménez redactó durante las vacaciones del verano de 1967 en Palamós (localidad catalana en la que pasaba los veranos con su familia), encontramos reflexiones aplicables a nuestra inquietante realidad de hoy: “Tenemos el deber moral de dialogar con franqueza, sin prejuicios ni estrecheces de ánimo, con quienes tienen la responsabilidad más directa —pues la responsabilidad global es de todos los ciudadanos— de afrontar las cuestiones básicas de la realidad social y política y de poner en juego ideas, energías, esperanzas… en la fundamental empresa de reestructurar la convivencia civil sobre pilares de libertad, de justicia, de solidaridad, de amor… Una empresa que solo puede resultar fructífera si es auténticamente colectiva y radicalmente transformadora”. En ese largo texto, ambicioso y programático, como en otros muchos publicados en Cuadernos para el diálogo, Joaquín Ruiz-Giménez nos sigue hablando con palabras de ayer que hoy, cuando se hace imprescindible renovar la vida pública y abordar de otra manera la convivencia civil, siguen siendo necesarias.

Félix Santos, escritor y periodista, fue director de Cuadernos para el diálogo de 1968 a 1976.

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