Para entender la insurrección de Brasil

Para entender la insurrección de Brasil
Buda Mendes/Getty Images

La insurrección del 8 de enero en la capital brasileña se debió a una combinación de factores: influyeron el delirio, la pasión, obstinación y resentimiento de los participantes, así como su falta de educación y desconocimiento de la política. Aunque ninguno de esos factores justifique lo ocurrido, pueden ayudarnos a entender su porqué.

Como el expresidente estadounidense Donald Trump, a quien tomó como modelo, el presidente brasileño que perdió las elecciones, Jair Bolsonaro, tejió la narrativa y creó las condiciones que llevaron a sus seguidores a atacar la sede del gobierno democrático. Mucho antes de perder la reelección en 2020, Trump había dicho a sus seguidores que el fraude era algo probable, sembrando así dudas sobre el proceso. Bolsonaro siguió sus pasos y sugirió a sus seguidores que si perdía las elecciones en 2022 sería porque las habían amañado en su contra.

En ambos casos, los presidentes en ejercicio prepararon el terreno para cuestionar los resultados de las elecciones y fomentar la indignación de sus seguidores. Y cuando de hecho perdieron, sus seguidores tenían un objetivo claro. Mientras que Trump finalmente movilizó a sus partidarios para cuestionar el proceso de certificación de los votos en el Senado estadounidense —cuyo funcionario a cargo era el vicepresidente Mike Pence—, Bolsonaro se centró en las máquinas de votación electrónica, a cargo del Tribunal Electoral Superior (TSE, por su sigla en portugués) que dirige Alexandre de Moraes, juez de la Suprema Corte.

Como Bolsonaro no contaba con evidencia concreta que demostrara la vulnerabilidad de las máquinas para votar, recurrió a un viejo adagio: «Si no puedes convencerlos, confúndelos». Muchos de sus partidarios ya apuntaban al TSE y a de Moraes antes de las elecciones. Cuando Bolsonaro perdió por un estrecho margen, incluso aunque a su partido le fue bien en las elecciones parlamentarias, el resultado pareció corroborar sus advertencias preelectorales sobre un golpe comunista en ciernes (al menos, en la mente de sus partidarios).

Luego, en las semanas posteriores a las elecciones, desde las redes sociales y otros canales se difundieron entre las bases de Bolsonaro informes falsos, distorsionados y exagerados de irregularidades electorales. Consumidos por la insatisfacción, muchos comenzaron a imaginar que aún estaban a tiempo de revertir los resultados.

El primer paso fue negar la legitimidad del gobierno recién elegido para justificar la suspensión de las normas habituales. Los eventos del 8 de enero fueron resultado de la creencia colectiva de los participantes —consecuencia de las señales que recibieron del expresidente y sus aliados— de que la violencia y otros comportamientos fuera de la ley estaban justificados para enfrentar un acto cuya «ilegalidad» era aún mayor.

Aunque todavía están por verse las implicaciones completas del 8 de enero, ya podemos rastrear algunos de sus efectos inmediatos. En primer lugar, es innegable que el bolsonarismo se perjudicó a sí mismo. Incluso si los ataques a los edificios gubernamentales fueron espontáneos, revelaron la incapacidad del gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha (aliado de Bolsonaro), para brindar una seguridad pública básica. Y si fueron premeditados, demuestran una inmadurez total por parte de quienes los planificaron.

Sea como fuere, la imagen del bolsonarismo quedó aún más manchada. Las demostraciones pacíficas futuras serán estrechamente controladas, y es probable que otros de los políticos principales que antes se alineaban con Bolsonaro no deseen puestos de liderazgo en la oposición oficial. ¿Bolsonaro busca liderar a la oposición contra el presidente Luiz Inácio Lula da Silva desde las instituciones políticas brasileñas o procura liderar un movimiento opositor callejero?

No puede estar bien con Dios y con el diablo. Para liderar a la oposición formal, Bolsonaro tendrá que condenar la insurrección sin ambigüedades; pero si se pone del lado de los sediciosos, fortalecerá la posición de Lula frente al Congreso. Después de todo, el 8 de enero unió a muchos parlamentarios del gobierno y la oposición, y Lula buscará desgastar el apoyo de los políticos de centroderecha que se están cuestionando sus vínculos con el expresidente.

El gobierno de Lula prometió una investigación exhaustiva de la insurrección, que incluirá su financiamiento y planificación. Cientos de personas fueron arrestadas y serán llevadas a juicio. Una cuestión apremiante es la respuesta que ofrecerá la oposición informal en las calles ahora que de Moraes reemplazó temporalmente a Rocha. ¿Podrían los aliados de Bolsonaro que lideran otros estados correr una suerte similar?

En gran medida dependerá de lo que hagan Lula, el ministro de defensa José Múcio y el ministro de justicia Flávio Dino en los próximos días. Si dejan que la indignación los guíe, se arriesgan a fortalecer la oposición en las calles. Deben decidir si se centrarán en los actos que infringieron la ley; si procuran atacar a sus enemigos de manera más amplia, solo perpetuarán el patrón de polarización y trivializarán aún más términos como «fascista» y «comunista». Pero si el gobierno garantiza que quienes cometieron actos criminales deban rendir cuentas, puede reforzar el mensaje de que los ataques a las instituciones democráticas, independientemente de que provengan de la izquierda o la derecha, enfrentarán rápidamente al imperio de la ley.

En términos más amplios, el 8 de enero nos muestra qué puede ocurrir cuando se entiende a la democracia como un mero proceso y no como un valor central. Ahora que el bolsonarismo se desprestigió a sí mismo, la democracia brasileña no corre riesgo inmediato, pero eso podría cambiar rápidamente si los brasileños no desarrollan su aprecio por los motivos y las formas en que funcionan los procedimientos de la democracia.

Thiago de Aragão, Executive Director of Public Affairs at Arko Advice, is a senior research associate at the Center for Strategic & International Studies. Otaviano Canuto, a former vice president and executive director of the World Bank and executive director of the International Monetary Fund, is a nonresident senior fellow at the Brookings Institution and a senior fellow at the Policy Center for the New South. Traducción al español por Ant-Translation.

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