Para frenar el calentamiento global, ¿llegó la hora de la ciencia ficción?

¿Recuerdan Snowpiercer?

En el delirante thriller de ciencia ficción del director coreano Bong Joon-ho, un intento de rediseñar el clima y detener el calentamiento global sale terriblemente mal. El planeta se congela. Solo sobreviven los pasajeros de un tren que rueda sin parar. Los de primera clase comen sushi y beben vino. Los de tercera clase comen gelatina de cucarachas.

Es necesario que los científicos empiecen a analizar esto. En serio.

En los últimos meses, las noticias sobre el clima se han vuelto alarmantes. En diciembre, los científicos quedaron sorprendidos al descubrir que las temperaturas en algunas partes del Ártico habían aumentado hasta 20 grados centígrados por encima de sus promedios históricos. En marzo, otros reportaron que el hielo marino en el Ártico había caído a su nivel más bajo. Las mayores temperaturas oceánicas ya han matado grandes tramos de la Gran Barrera de Coral australiana.
Seamos honestos. Las probabilidades de que pudiéramos frenar o detener estos procesos con más paneles solares y turbinas eólicas parecían poco realistas incluso antes de la elección del presidente Trump. Son aún menos probables ahora que Trump se está dedicando a destruir la estrategia del presidente Barack Obama para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.

Ahí es donde entra en escena la ingeniería climática.

El mes pasado, académicos de las ciencias naturales y sociales interesados en el cambio climático se reunieron en Washington para discutir una agenda de investigación sobre la posibilidad de enfriar el planeta disparando aerosoles hacia la estratosfera o blanqueando las nubes para reflejar la luz del sol hacia el espacio. La estrategia, hicieron notar, podría ser indispensable para prevenir las desastrosas consecuencias del calentamiento global.

Los aerosoles podrían ser subidos a jets militares y liberados en la atmósfera a una gran altitud. Las nubes del mar podrían hacerse más reflexivas rociándolas con una fina niebla salina, extraída del océano.

La prioridad inmediata es reducir las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero para cumplir, y con suerte superar, las promesas hechas en la cumbre climática de París en diciembre de 2015. Sin embargo, como me dijo Janos Pasztor, quien dirige la iniciativa Carnegie sobre la gobernabilidad de la geoingeniería del clima (C2G2 por su sigla en inglés): “La realidad es que podríamos necesitar más herramientas incluso si alcanzamos estos objetivos”.

El dióxido de carbono que la humanidad ha emitido durante décadas está produciendo cambios en el clima más rápidos y profundos de lo que se esperaba hasta hace poco. A menos que se descubra alguna tecnología que pueda reducir el CO2 a un costo razonable —algo improbable para el futuro previsible, según muchos científicos— permanecerá allí durante mucho tiempo, calentando la atmósfera aún más durante décadas.

Además, el mundo no está reduciendo las emisiones con la velocidad suficiente para impedir que la temperatura mundial alcance niveles catastróficos. Esto reduciría el rendimiento de las cosechas y diezmaría la producción de alimentos en muchas partes del mundo; inundaría las ciudades costeras; produciría sequías en grandes tramos del planeta, y, literalmente, mataría de calor a millones de personas, la mayoría de ellas pobres.

Resolver el imperativo climático requerirá reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a cero, idealmente durante este siglo, y probablemente extraer una parte. No obstante, la geoingeniería solar podría ser un complemento crítico para la mitigación y le daría tiempo a la humanidad para desarrollar la voluntad política y las tecnologías que le permitieran lograr la descarbonización necesaria.

Ahora que Trump aleja a Estados Unidos —el segundo emisor más grande del mundo después de China— de sus compromisos de mitigación, la geoingeniería parece aún más atractiva.

“Si Estados Unidos comienza a retroceder o no avanza a la velocidad suficiente en términos de reducción de emisiones, cada vez más personas comenzarán a hablar sobre estas opciones”, dijo Pasztor, también ex secretario general adjunto de las Naciones Unidas.

Aunque muchos de los académicos reunidos en Washington expresaron sus dudas sobre las tecnologías de geoingeniería, hubo un consenso casi unánime sobre la necesidad de invertir más en la investigación, no solo sobre enfriar la atmósfera, sino también en torno a los potenciales efectos secundarios en la química de esta, así como en los patrones climáticos de diferentes regiones del mundo.

Se sabe que el control de la radiación solar puede enfriar la atmósfera, pero los temores de que la investigación de campo se lleve a cabo como un despliegue de la tecnología a gran escala han limitado la investigación al modelado de sus efectos por computadora y experimentos a menor escala en laboratorio.

De manera crítica, apuntaron los académicos, la agenda de investigación debe incluir un debate abierto e internacional sobre las estructuras de gobierno necesarias para desplegar una tecnología que afecte, de golpe, a todas las sociedades y sistemas naturales en el mundo. En otras palabras, la geoingeniería no debe ser abordada como ciencia ficción, sino como una parte potencial del futuro que podría existir en tan solo unas décadas.

“Actualmente sigue siendo un tabú, pero uno que se está derrumbando”, dijo David Keith, un célebre físico de Harvard y organizador del cónclave.

Los argumentos contra la geoingeniería son en cierto modo similares a los que se hacen contra los organismos genéticamente modificados y los llamados alimentos Frankenstein: que equivale a alterar la naturaleza. Pero hay razones más prácticas para preocuparse ante el despliegue de una tecnología tan radical. ¿Cómo afectaría al ozono en la estratosfera? ¿Cómo cambiaría los patrones de precipitación?

Además, ¿cómo podría el mundo ponerse de acuerdo sobre el uso de una tecnología que afectará a los países de distintas maneras? ¿Cómo podría el mundo poner en una balanza el beneficio mundial de una atmósfera que se enfría ante una enorme perturbación de la temporada de monzones en el subcontinente indio? ¿Quién daría el primer paso? ¿Estados Unidos estaría de acuerdo con este tipo de tecnología si conllevara una sequía en el Medio Oeste de ese país? ¿Rusia permitiría que se usara si se congelan sus puertos del norte?

La geoingeniería sería lo suficientemente barata para que incluso un país de medianos ingresos pudiera desplegarla unilateralmente. Algunos científicos han estimado que el control de la radiación solar podría enfriar la tierra rápidamente con una inversión de tan solo cinco mil millones de dólares al año, más o menos. ¿Qué pasaría si el gobierno de Trump dedicara únicamente en la geoingeniería los esfuerzos de Estados Unidos para combatir el cambio climático?

Al final, no funcionaría. Si los gases de efecto invernadero no se eliminaran de la atmósfera, el mundo se calentaría en un instante en cuanto se acabaran las inyecciones de aerosol. Aún así, la tentación de combatir el cambio climático a bajo precio mientras se continúa explotando los combustibles fósiles podría ser difícil de resistir para un presidente que prometió revivir el carbón y ha mostrado poco interés en la diplomacia mundial.

Como señaló Scott Barrett, un economista ambiental de la Universidad de Columbia presente en la reunión de Washington: “El principal desafío para el despliegue de la geoingeniería no es técnico. Es sobre cómo regularemos el uso de esta tecnología sin precedentes.”

Estas consideraciones éticas deben ser tomados en cuenta para cualquier programa de investigación sobre el manejo de los rayos del Sol. Tal vez los investigadores no deberían aceptar dinero de un gobierno estadounidense que niega la opinión científica sobre el clima, para evitar deslegitimar la tecnología ante el resto del mundo.

La gente debe tener en cuenta la advertencia de Alan Robock, un climatólogo de la Universidad de Rutgers, quien argumentó que el escenario más pesimista para un despliegue de la geoingeniería culmina en una guerra nuclear.

Sin embargo, sería un error detener la investigación en torno a esta nueva herramienta tecnológica. La geoingeniería podría terminar siendo una mala idea por varias razones, pero solo podremos saberlo si investigamos más.

La mejor manera de pensar en las opciones que tenemos es ofrecer un balance de riesgos. Por un lado están las desventajas que podría significar el uso de la geoingeniería; puede que sean preferibles a la perspectiva de un cambio climático radical. Pensando en términos de fantasías delirantes de ciencia ficción, no necesariamente tendremos que decidir entre barras gelatinosas de cucaracha o un futuro feliz de energía renovable barata. La elección más probable será entre bocadillos de cucaracha y un mundo distópico y ardiente.

Eduardo Porter writes the Economic Scene column for The New York Times. Formerly he was a member of The Times’ editorial board, where he wrote about business, economics, and a mix of other matters.

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