Para la Europa potencia

Entre 2008 y 2012, la Unión Europea ha discurrido al borde del colapso por causa de la crisis financiera de las subprimes americanas y europeas. El problema, de liquidez bancaria, se transformó en una suerte de “caída libre” mundial del sistema económico. Sin embargo, la solidez del conjunto franco-alemán rescató a Europa. El largo ciclo que definió y reforzó esta política europea se fraguó a finales de los años ochenta, pero se detuvo drásticamente en 2012 por los efectos de un rígido acervo de austeridad impuesto por Alemania y sus aliados. La hegemonía alemana se asentaba sobre dos pilares: la supremacía industrial, lograda en los años noventa y en una dominación monetaria con el euro fuerte en los años 2000. Se impuso la aceptación rígida de los criterios de convergencia, en especial, la regla del 3% de déficit público, que impide cualquier estrategia contra-cíclica en caso de cambio de coyuntura (lo que ocurrió en 2008). Con el euro sobreevaluado para Francia, Italia, España e infraevaluado para Alemania, se dispararon espectacularmente las exportaciones teutonas…

La situación se tornó insostenible para los países del sur con la crisis de 2008; la política de austeridad provocó un cataclismo social. Fue el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, quien, a partir de 2012, salvó del derrumbe el edificio europeo al poner en marcha una medida contracíclica de creación monetaria, que se enfrentaba a los tratados defendidos agriamente por el Bundesbank. Pero, pese a una coyuntura favorable en aquella etapa (bajada de los precios del petróleo y de las materias primas), el crecimiento económico de la zona euro entró en un periodo de letargo del que todavía no ha salido y no saldrá mientras siga prevaleciendo la misma política de estabilidad.

Recuerdo aquí que el mismo presidente de la Comisión en 2000, Romano Prodi, calificó los criterios de Maastricht de “absurdos”...

Ahora, con la nueva Comisión, se hace hincapié sobre la transición ecológica, la política medioambiental. Pero está claro que la presidenta, Úrsula von der Leyen, se encontrará de lleno ante una Europa turbulenta con varias fisuras (económica, monetaria y geopolítica). El telón de fondo es inquietante, con la recesión que se aproxima (la Comisión no prevé un crecimiento en los dos próximos años que supere el 1%), el agotamiento de la política expansiva del BCE y la falta de acatamiento real de la política de austeridad (aumento vertiginoso de las deudas en los países del sur europeo, incluso de Francia, que acaba de superar ¡el 100%!). Por otra parte, emerge con fuerza el rechazo social al orden neoliberal, sobre un suelo de empobrecimiento de las clases medias, de precariedad como regla en los mercados de trabajo y en los servicios públicos, y, para colmo, el arraigo duradero de los partidos de extrema derecha. A este estado de cosas, se suman otras: Europa debe afrontar la salida calamitosa de Reino Unido, el retorno del proteccionismo norteamericano, la batalla contra los GAFA (Google, Apple, Facebook, Amazon) para el control de los datos y la inteligencia artificial, sin olvidar las cuentas pendientes de los desacuerdos intereuropeos sobre la gestión de la inmigración y de los refugiados.

En los programas económicos presentados en los últimos comicios europeos, las fuerzas conservadoras optaron por no cambiar nada. El conjunto socialdemócrata, bajo sus diversas formas, defendió un ideario tímidamente neokeynesiano, abogando por el relanzamiento de la economía pero sin definir previamente una agenda comprometida y factible. Los dos grandes grupos acabaron, pues, por apoyar el plan de la nueva Comisión, cuyo eje vertebrador para los cinco próximos años se centra en medio ambiente.

Todo el mundo entiende que el actual modelo productivo necesita una metamorfosis verde que requiere trastocarlo en profundidad. Es una labor a largo plazo, de parámetros complejísimos, cuya finalidad no está consensuada.

Pero poner sobre la mesa el desafío verde no debe servir para ensombrecer los problemas estructurales de gestión de la economía que el conjunto europeo debe solucionar con urgencia. La política macroeconómica de la Comisión no responde ya a las necesidades de la nueva época, porque el ciclo monetarista sobre el que se basaba desde finales de los años noventa provoca daños sociales que amenazan el mismo proyecto europeo. Limitar la estrategia económica a la política de competencia y de reducción de los déficits es un mantra liberal que impide estructuralmente la construcción de programas de interés general europeo.

En otras palabras, el dilema de fondo sigue siendo el de la reorientación económica: o bien Europa favorece una política de crecimiento sostenible que pueda generar empleo (no precario) y bienestar social, avanzar en políticas comunes, o bien se diluirá dentro de la globalización en crisis. La política “verde” no debe ocultar la necesidad de una verdadera política de crecimiento.

Avanzar en la construcción europea significa elaborar colectivamente un proyecto político, más allá de lo económico-comercial. Lo ideal sería una refundación de los tratados europeos, pero nadie se atreve a apoyarla por temor a abrir la caja de Pandora entre los europeos o por la reacción de los mercados. La vía alternativa utilizada hoy por Emanuel Macron, que descansa sobre la implementación de medidas concretas para la defensa común (aumento del presupuesto europeo, creación de polos industriales), la flexibilización de los criterios de convergencia para relanzar el crecimiento, y el pilotaje parcial de la política del BCE, no prosperará sin un acuerdo con Alemania.

Con todo, el momento es favorable. Alemania atraviesa un periodo difícil; su tejido industrial pierde terreno; sus exportaciones, aunque importantes, se ralentizan; su modelo ordoliberal está cuestionado tanto por la socialdemocracia como por los verdes. Se mantiene temporalmente la “Gran Coalición”, pero se desvanece el gran consenso de la prosperidad alemana. España, Francia, aliados con los países que entienden la necesidad de transformación, pueden contribuir a escribir una nueva página en la historia del sueño europeo. No será fácil, pero, sea como fuere la alternativa, está claro que la única manera de avanzar es, en adelante, en el campo de la voluntad política. Se trata, en suma, de saber si Europa quiere existir en sí misma, es decir, no solo ejercer como un espacio económico regional, sino devenir en actora estratégica en el orden mundial. Cuestión que no es abstracta, pues atiende a un sistema planetario dominado por grandes naciones homogéneas y potentes: EE UU, China, Rusia, y, en el futuro, la India y Brasil. Europa no es una nación, es un ente que solo ha buscado homogeneizarse comercialmente; ahora bien, ha llegado el momento de tomar conciencia de que necesita, si no quiere diluirse en la globalización, una estrategia económica que beneficie realmente a sus poblaciones y una presencia política mundial que no sea solo retórica.

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas. Último libro: Acompañando a Simone de Beauvoir. Mujeres, hombres, igualdad. Ed. Galaxia Gutenberg, 2019.

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