Para que "la bruja mala del cuento" no pueda volver

“No ahorcamos a nadie por robar caballos, sino para que no se roben caballos”, precisaba ya en el siglo XVII Lord Halifax. Que nadie pretenda encuadrar el debate sobre la prisión permanente revisable en el ámbito de la venganza. Estamos hablando de la justicia, o sea, del punto de encuentro entre la punición de los delitos, la reparación a las víctimas, la protección de las personas –especialmente las más débiles- y la reinserción de los delincuentes. Si el único fin del Código Penal fuera este último, en vez de cárceles existirían aulas especiales e incluso convenios con la Universidad a Distancia para que los criminales pudieran reinsertarse -o "resocializarse", como acaba de decir Zapatero- sin necesidad de salir de casa.

Para que la bruja mala del cuento no pueda volverNo pensaba dedicar mi Carta de hoy a este asunto porque un nuevo paso por el Teatro de La Abadía me ha trasladado, de la mano y por la voz de José Luis Gómez, desde la actualidad de Unamuno a la de Azaña. La sorprendente vigencia de la “pasión española” del que fuera presidente de la República se manifiesta tanto en relación con la cuestión catalana como, más genéricamente, a propósito del nivel de violencia verbal en el ámbito político; y hay que reflexionar sobre el porqué. Pero, en medio, se cruzó el jueves, con febril urgencia, el debate parlamentario en el que los padres de las víctimas sufrieron in situ una cruel derrota que no puede dejar indiferente a nadie. Estoy seguro de que el “demonio de la soberbia” permitirá a Azaña aguardar una semana más en el limbo de la memoria. A cambio habrá más españoles cabales que cuando me lean hayan visto la función.

De hecho, esa violencia verbal también impregnó, de manera dos veces penosa, el debate sobre la prisión permanente revisable. Fue todo un símbolo que, a la vez que la Guardia Civil daba la rueda de prensa explicando los pormenores del éxito de la 'operación Nemo' –así bautizada en homenaje al niño que se sentía "pescaíto"-, los políticos no sólo fueran incapaces de ponerse de acuerdo en el tratamiento penal que merecen criminales de la presunta calaña de Ana Julia, sino que se comportaran bronca y desastradamente delante de quienes más han sufrido los zarpazos del mal. Así se entiende que las fuerzas de seguridad sean la institución mejor valorada por los españoles –quién lo hubiera dicho al final del franquismo- y los partidos políticos, la peor.

De todas las intervenciones, la que más repulsión intelectual me produjo fue la del curilla que habló en nombre del PNV, invocando sus “valores humanistas” y su sentido “civilizatorio” (sic) para justificar la iniciativa de derogar la primera medida con algún rigor punitivo de la democracia. ¿Cómo no asociar esa disposición a primar la protección de los derechos del delincuente con la nauseabunda indiferencia de ese partido cuando los etarras presos zapateaban sobre el dolor de las víctimas –“sus lágrimas son nuestras sonrisas”, De Juana dixit-, a la espera de aprovechar los resquicios de una legislación estúpida para, al cabo de equis años, pavonearse ellos mismos ante los domicilios o comercios de los huérfanos y viudas?

El caso de los integrantes del comando Madrid es muy didáctico para explicar cómo debe funcionar la prisión permanente revisable. Bien excarcelado estuvo –y sigue estando- Soares Gamboa, a pesar de que contribuyera a intentar asesinarme a la salida de un partido de baloncesto, porque demostró su arrepentimiento activo al colaborar con la policía y la justicia, declarando contra sus excompañeros. En la cárcel deberían seguir pudriéndose, en cambio, hasta el último día de su vida, todos los perseverantes en la infamia, empezando por el propio De Juana, que saldó veinticinco asesinatos con sólo dieciocho años de cárcel y siguiendo por todos los beneficiarios de la anulación del chapucero parche que, en la práctica, supuso la doctrina Parot.

En la cárcel murió el año pasado Charles Manson, cuando iban a cumplirse 38 años del día en que mató a Sharon Tate; y en la cárcel siguen Mark David Chapman, cuando van a cumplirse otros 38 años del día en que mató a John Lennon, y Sirhan Bishara Sirhan, cuando van a cumplirse nada menos que 50 años del día en que asesinó a Robert Kennedy.

El modelo penal en vigor en España, que el jueves defendieron en solitario el PP y Cs, concede más oportunidades de reinserción a los asesinos de niños o adolescentes como Gabriel, Mari Luz, Diana Quer, Sandra Palo, Marta del Castillo o los hijos de José Bretón, de las que han tenido los criminales que mataron en Estados Unidos a estas celebridades adultas. Felizmente abolida la pena de muerte, nadie puede negar el carácter democrático, civilizado y racionalista de la cadena perpetua, como sin eufemismos y ambages defendía hace tres semanas en EL ESPAÑOL el fiscal Fungairiño. La única salvedad es que su mantenimiento esté sometido al control periódico de los tribunales.

Se trata, en definitiva, de poder discriminar a unos de otros delincuentes, precisamente de cara a una "resocialización" digna de tal nombre, en función de la conducta y actitudes de cada cual. Ya nuestro primer Código Penal, elaborado en 1822 por una ponencia en la que la voz cantante la llevaba mi admirado Calatrava, dedicó todo un capítulo con doce artículos -del 144 al 156- a "la rebaja de las penas a los delincuentes que se arrepientan y enmienden" y su primera disposición era que "por medio del arrepentimiento y de la enmienda el condenado a trabajos perpetuos podrá, después de estar en ellos diez años, pasar a la deportación; y por el mismo medio podrá obtener, al cabo de otros diez años, algunos o todos los derechos civiles".

Junto a los principios de Beccaría sobre la proporcionalidad de las penas, en aquel texto, tan avanzado a su época, confluye -según el historiador del Derecho Antón Oneca- la influencia de su contemporáneo Bentham, en relación a la necesaria ejemplaridad de los castigos. "La prevención general es el fin principal de la pena y también su razón justificativa", sostenía el filósofo británico. "Una pena real que no sea aparente se perderá para el público. El gran arte es aumentar la pena aparente sin aumentar la pena real". He ahí el valor conceptual de la prisión permanente revisable.

Más desaforado que el portavoz del PNV, pero al menos sin su tufo jesuítico, estuvo el representante del PSOE Juan Carlos Campo que, en el tono más inapropiado imaginable, dejó a las familias al borde del llanto, al presentarlas como marionetas “utilizadas” por la derecha. Como ellos mismos se encargaron de subrayar, ha ocurrido lo contrario: han sido estos padres admirables, rotos por el dolor, quienes, sacando fuerzas de flaqueza y con la tenacidad de los sherpas, han ido subiendo la montaña de la recogida de tres millones de firmas que luego han presentado a los políticos.

Ha sido esa movilización popular desde la base la que, en concreto, ha hecho cambiar de actitud a Ciudadanos, pasando en la práctica de querer derogar la prisión permanente revisable a respaldarla. “Las personas se hacen grandes cuando se reconocen los errores”, dijo paladinamente el padre de Marta del Castillo, contraponiendo la flexibilidad del partido de Rivera con el atrincheramiento del PSOE. He ahí la diferencia entre quienes representan la “nueva política”, capaz de oír la voz de la sociedad, y quienes hacen de sus siglas una fuente de autoridad inapelable. El PSOE era conocido en las Cortes de la República como "la minoría de cemento" y ahí parece seguir anclado. Difícilmente ganará así unas elecciones.

Tratando sin duda de denigrar de rebote a los demás padres, el diputado Campo elogió la templanza de la madre de Gabriel al solicitar “que no se extienda la rabia, que no se hable de la mujer detenida”. Pero se olvidó de que ese loable y ejemplar estoicismo ante el dolor de Patricia Ramírez, que tanto nos impresionó a todos, se basaba en una premisa: “La bruja mala del cuento ya no está... la bruja ha desaparecido... la bruja ya no existe”. Así es como termina Hansel y Gretel, pero con los niños sanos y salvos y la bruja dentro del horno en el que pretendía cocinarlos.

Nuestra civilización no debe quemar a ninguna bruja, ni siquiera a una capaz de estrangular durante cuatro minutos a un niño como Gabriel hasta producirle la muerte, después de haber cavado previamente su fosa y antes de proferir salvajes insultos contra su cadáver. Pero, si Ana Julia es condenada por asesinato -como todos esperamos que suceda-, su ausencia del espacio social debe ser permanente. O sea perpetuo, a menos que se produzca, al cabo de mucho tiempo, el milagro de la redención. Es decir, a menos que la expiación y el arrepentimiento la conviertan dentro de veinte años en otra persona, a ojos de los jueces. Mientras “la bruja” siga siendo “la bruja”, los padres de Gabriel, sus vecinos y amigos y el conjunto de los ciudadanos debemos tener la garantía de que el simple paso de los años, por largo que parezca, no le permitirá volver a "estar" allí un día, no le permitirá "existir" de nuevo para ellos, no le permitirá "reaparecer" con los brazos en jarras, como si nada hubiera ocurrido.

Al final todo se reduce a que los tribunales aquilaten el requisito imprescindible que Montaigne establecía para readmitir en la sociedad al delincuente: "No hay curación si no se descarga uno del mal. Si se pusiera el arrepentimiento en la balanza, habría de pesar más que el pecado". Y en este caso ya sabemos que el peso del "pecado" no es el de un "pescaíto", sino el de la más descomunal y emponzoñada ballena.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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