Para que la justicia valga un pito

Por José Luis Requero, magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial (EL MUNDO, 10/06/06):

En la España constitucional el terrorismo ha recibido un tratamiento delictivo, no militar. A diferencia de los propios terroristas, el Estado no ha hablado de enemigos, ofensivas armadas, prisioneros, etcétera, sino de presunción de inocencia, proceso con todas las garantías, condenas, reinserción, legalidad, tipicidad o acción de los jueces. No se ha aplicado la lógica bélica -acabar con el enemigo o lograr su rendición- sino que, desde el Estado de Derecho, se ha optado por penalizar toda la actividad terrorista, investigarla, llevar al autor ante los tribunales, juzgarle y, en su caso, hacerle cumplir la condena.

Pero el terrorismo no es un delito más; ni siquiera es equiparable al crimen organizado que se basa, al fin y al cabo, en un ánimo de lucro de variadísimas manifestaciones. El terrorista es un delincuente político, ideológico, en el sentido de que su víctima es, sobre todo, el Estado; busca arrumbar el sistema constitucional o también, como en el caso de ETA, la consecución de objetivos territoriales. Significa esto que contra el terrorismo, aparte de la acción policial y judicial, se emplean para su final -y ejemplos no faltan- soluciones políticas. Esto no deja de ser un contrasentido, pues los Estados no pactan con delincuentes, pero en una guerra sí cabe contactar con el enemigo para el fin de las hostilidades, su rendición, armisticio, etcétera.

En este contexto la función de los tribunales ha sido clara. Hace años, ante la queja de un presidente del Gobierno de su falta de compromiso antiterrorista, el entonces presidente del Tribunal Supremo le recordó que la función del juez no es perseguir terroristas, sino juzgar en Derecho -mediante un proceso con todas las garantías- a quien viene acusado de un delito, y en función de las pruebas de cargo que presente quien acusa, condenará o absolverá. Su función es hacer presente el Estado de Derecho en esa lucha, lo que supone trasladar buena parte de la responsabilidad a la pulcritud y eficacia de la investigación policial; a la diligencia acusadora del fiscal y a la eficacia de las leyes para proteger al Estado y sus ciudadanos.

Cuando la ley es buena, cuando la Policía se ve apoyada e investiga con eficacia, cuando hay decisión política, cuando el concepto de terrorismo abarca todo el entramado empresarial, mediático y político que lo apoya, el terrorista cae, se suceden las condenas y se desbaratan no sólo comandos, sino también su retaguardia y su logística. Y si la ley permite que la condena judicial sea dura, el terrorista de 20 o 30 y tantos años -que sabe que permanecerá en la cárcel hasta la tercera edad- se lo piensa, máxime si es un terrorista consustancialmente cobarde como el vasco, que ni es visionario ni fanático.

De ser esto así hay que concluir que lo político en esta lucha, llegado el caso y desde la decisión de combatirlo, eliminado cualquier tipo de flirteo con unas bandas llevadas a una situación límite, sería hablar de cómo, cuándo y de qué forma abandonan una actividad objetivamente fracasada, si es que antes no han sido policialmente liquidadas. A diferencia del resto de los delitos, el terrorista -salvo que degenere en un medio de vida gansteril- puede tener un fin, cabe plantearse su erradicación si los objetivos políticos que lo animan devienen inviables y el terrorista sólo atisba el callejón sin salida de la cárcel.

En 2004, el holding ETA estaba en una situación límite: Batasuna, ilegalizada; sus organizaciones satélites y su logística, desbaratadas; los comandos eran detenidos lo mismo que sus dirigentes, lo que impedía su reorganización; la reforma penal les plantaba ante el cumplimiento efectivo de 40 años de cárcel y el apoyo y refugio internacional, inexistente. En estas estábamos cuando el nuevo Gobierno anuncia que negociará con ETA, pero no un fin exigido desde la autoridad del Estado. Estamos en un extraño tuteo en el que se percibe que no está haciendo camino al andar, sino en fase de ejecución de un habilísimo y ladino plan ya pactado no se sabe desde cuándo, cómo, dónde y entre quiénes pero que precisaba un vuelco electoral. El apoyo de las fuerzas parlamentarias serviría de red ante un hipotético fracaso; el éxito, baza electoral.

La reforma estatutaria de Cataluña, falsilla de las demás pero sobre todo de la vasca, parece parte de esa ejecución. Bajo un mar de apariencias y lenguaje evanescente, es un texto cargado de voluntarismo jurídico: según se aplique puede haber mesura o llevar de hecho a la autodeterminación; lo relevante es que ambas posibilidades serían jurídicas desde una imperante concepción manipulativa del Derecho. El rechazo inicial del plan Ibarretxe -apoyado por ETA- habría ido precedido de un paciencia y espere, que lo que busca vendrá por Cataluña. Mediante esa reforma encubierta de la Constitución, previsiblemente confirmada por el Tribunal Constitucional, se habría creado el hábitat para que ETA abandone su actividad, no por su derrota sino porque percibiría que la vía para hacer realidad sus objetivos estaría ya en el BOE; el Estado no pagaría precio político porque ya antes de su tregua se habría anticipado un pago depositado en las páginas del BOE.

¿En qué situación queda el Estado de Derecho? Estamos en el mundo de las apariencias y del fraude, porque, ¿qué diferencia hay entre un referéndum de autodeterminación y votar en referéndum un Estatuto que, según se aplique, puede llevar a esa misma autodeterminación?; ¿qué diferencia hay entre integrar a Navarra en el País Vasco y crear un órgano común que gobierne ambas comunidades?; ¿qué diferencia entre modificar la Constitución o aprobar un Estatuto que dice cómo debe aplicarse e interpretarse la Constitución?; ¿qué diferencia hay entre legalizar a Batasuna y que sus miembros formen un partido con otro nombre?

¿Qué diferencia hay entre derogar una ley o inaplicarla? A efectos prácticos poca -la ley no rige-, pero la diferencia es abismal: lo primero es coherencia, llamar a las cosas por su nombre; lo segundo es hipocresía, desprecio al Estado de Derecho.

Ignoro cómo acabaremos pero hay un mal que no es que esté hecho, es que está instalado. Es la convicción de que el poder carece de límites, que el Derecho y la ley no es el orden, sino la coartada; algo manipulable a lo que debe prestarse el juez, toda una seña de identidad de los regímenes totalitarios. Se quejaba Goebbels (Diario, anotación del 7 de marzo de 1942) de la ineficacia de los jueces para perseguir a quienes difamaban al Reich: «Nuestra Justicia se administra de una manera no nacional-socialista, sino burguesa. Así no hay nada que hacer». Y concluía: «Esta Justicia no vale un pito». Podría citar a dictadores de otra ideología y el resultado sería el mismo: el Derecho, la ley y los tribunales como instrumento del Poder.

Ultimamente se viene insistiendo en que los jueces deben ser sensibles al momento y aplicar -es decir, inaplicar- las leyes según la realidad social. Esto lo dice el artículo 3 del Código Civil desde 1974 con un sentido y alcance que conoce cualquiera que sepa algo de Derecho. Desde luego no es para que el Estado pacte con terroristas. Con este nuevo uso alternativo del Derecho se propiciaría una suerte de prevaricación de alto standing, tan querida por esos jueces, fiscales y, en general, juristas autodenominados progresistas que quieren que la Justicia valga un pito pues, de lo contrario, no hay nada que hacer. Y ojo, no defiendo un gobierno de los jueces, sino el respeto al Derecho y a la ley, es decir, las 11 primeras letras de la Constitución. Parece que hay fuerzas que no saben luchar contra el terrorismo: o caen en la guerra sucia o en «la paz sucia», como dice el director de este periódico.

Están ocurriendo vertiginosamente cosas gravísimas. Parece que la táctica es aplicar sobre la ciudadanía la máxima militar hit fast, hit hard (golpea rápido, golpea duro). El cúmulo de barbaridades que se suceden en poco tiempo, más las que se insinúan -pactar con terroristas, la hipótesis de gobernar con ellos en un tripartito a la vasca, anexionar Navarra, etcétera- lleva al ciudadano a un estado de shock, de insensibilidad; carece de tiempo de recuperación y reflexión. Quizás sea ese el objetivo: que no piense y asuma todo, también la indignidad.