¿Para qué necesitamos la ciencia?

Ningún gobierno que se precie admitirá públicamente su falta de confianza en la ciencia y los beneficios que de ella se pueden derivar. Sin embargo, es en los momentos de crisis cuando aparecen las medidas exactas del valor de las cosas. En este sentido, en España hemos aprendido mucho en los últimos años acuciados por la necesidad y hemos puesto, o habría que decir se nos ha puesto, “cada cosa en su sitio” de las que realmente importan.

En un informe de finales del siglo pasado, preguntada la sociedad estadounidense por la persona más influyente del pasado siglo XX respondió, mayoritariamente, no con el nombre de un político, militar, religioso, deportista, empresario, actor o cantante… sino con el nombre de un científico, Albert Einstein. Esta respuesta, aunque seguramente no se hubiese dado en nuestro país, no está tan lejos de lo que pudiera esperarse ya que la ciudadanía española sí reconoce al científico como una profesión esforzada que merece todo su respeto. En algunas de las encuestas realizadas, la población española sitúa al científico justo detrás del médico entre las profesiones socialmente más valoradas.

Que el ciudadano norteamericano, o el alemán o japonés, por poner otros ejemplos, tenga tan alta estima por la ciencia puede entenderse simplemente considerando el bienestar que esa ciencia produce en sus respectivos países e incluso los puestos de trabajo que generan y, en definitiva, la riqueza que produce para el país, sin contar aspectos más sutiles tales como el prestigio internacional que supone y su relación directa con el avance tecnológico del país. Nuestros ciudadanos no han percibido en toda su extensión lo que la ciencia puede llegar a motivar a un ciudadano con aspectos más palpables y materiales. ¿Es esto achacable a nuestros científicos? Pues seguramente en parte, pero solo en parte.

Los científicos, como muchos otros colectivos fundamentalmente públicos (en España la mayor parte de la investigación se hace en organismos públicos), están sujetos a decisiones que no dependen de ellos y que, sin embargo, impactan directamente en su profesión y su proyección futura.

La calidad de la ciencia de un país debe ser decidida por sus ciudadanos y, naturalmente, en una democracia equivale a decir por aquellos que los representan, es decir por nuestros políticos. Aquí conviene recordar que, aunque hoy tan denostados en muchas ocasiones, en su ausencia solo está el abismo. Un país debe decidir que ciencia quiere pero, además, sabiendo que una ciencia de calidad es cara. Pero no basta con tomar la decisión y poner el dinero encima de la mesa, además, se precisa que la gestión de esos recursos se haga de manera ejemplar y eficaz. En este sentido los profesionales de la gestión y de la ciencia son los que deben de marcar el camino a seguir. No es tan difícil y hay ejemplos de países que realizan una buena gestión de su ciencia, sin dificultar el camino del científico con burocracias excesivas, con logros que los sitúan en la élite mundial de los países más avanzados.

Es probable que ya muchos lectores hayan identificado a algunos de estos países de nuestro entorno próximo, como Alemania (29 premios Nobel en química y 21 en física), Reino Unido (26 y 16), Francia (7 y 10), Suiza (6 y 3), Italia (1, y 4) etc. Sorprende positivamente que un país relativamente pequeño como Holanda haya conseguido 3 y 7 premios Nobel, respectivamente. Y ¿cuantos en España? Pues ninguno, habiendo solo dos en ciencia y, más concretamente en fisiología y medicina con Ramón y Cajal (1906) y Severo Ochoa (Universidad de Nueva York, 1959). Entonces ¿qué es lo que nos diferencia de nuestro entorno? Pues sencillamente se puede decir que “tradición”, si, tradición científica, que es mucho y que equivale a decir confianza en la ciencia “a toda costa”, especialmente en los momentos difíciles y de crisis. Fue Albert Einstein quien dijo que “en los momentos de crisis la imaginación es más importante que el conocimiento”. En este sentido, la ciencia tiene mucho de conocimiento, pero me atrevería a decir que tiene mucho más de imaginación.

Las crisis se resuelven no solo con viejas recetas que sumen a la ciudadanía en la oscuridad más absoluta que representan el paro y la escasez como motivos deshumanizantes que anulan la personalidad. La ciencia se ve en los países de nuestro entorno como origen de riqueza y empleo y, por tanto, en los momentos de crisis se hace una apuesta decidida hacia adelante como un motor más de la economía… Esta falta de tradición, de concepto y de visión son las que nos diferencian de nuestro entorno y son las que nos llevan a esta situación de falta de consolidación de un sistema español de ciencia a la altura de las circunstancias y homologable con nuestro entorno, en donde los premios Nobel son solo la punta del iceberg del sistema.

Los científicos tenemos la gran responsabilidad en estos momentos de crisis de hacer una gestión impecable de los fondos que recibimos de la sociedad y también de otras fuentes de distinta naturaleza (fondos europeos, empresas privadas, etcétera). Esto supone hacer también una ciencia de calidad que suponga un esfuerzo cotidiano por alcanzar metas a las que otros si llegan. Pero, además, tenemos la obligación de mostrar esta ciencia y su interés a nuestros conciudadanos. Sin embargo, es la sociedad a través de sus gobiernos e instituciones la que debe decidir que ciencia quiere. Pero sin olvidar que la ciencia no sabe de atajos y que un parón como el producido con esta crisis nos pasará una factura muy elevada que nos llevará años pagar en términos económicos y humanos. Los responsables de los ciudadanos deben de saber a qué juegan cuando se produce un parón que afecta no solo a los proyectos científicos, sino, aún más importante, a nuestros jóvenes que se ven desamparados en su propio país y obligados a quedarse a hacer su ciencia en aquellos países que sí saben apreciar su valía y formación.

Por favor, no jueguen más con las convocatorias oficiales y generen un stress y un desasosiego en la comunidad científica que lleva a una desmoralización y desmotivación. Los científicos, cuyas jornadas laborales no saben de relojes, necesitan estímulos y, en este sentido, el mejor de ellos es conocer las reglas del juego, las fechas de convocatorias en becas y proyectos y su resolución en tiempo y forma. El reclamado pacto de estado por la ciencia y una carrera científica definida permitiría poner los cimientos de una verdadera tradición científica en nuestro país y evitaría las fluctuaciones tan negativas propias de los diferentes gobiernos.

Estamos en el final de la cuenta atrás. Es hora de que, por fin, nuestros representantes en gobiernos e instituciones encuentren la respuesta definitiva a una pregunta simple: ciencia ¿para qué?

Nazario Martín es catedrático de química de la Universidad Complutense de Madrid y Premio Jaime I de Investigación Básica 2012.

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