¿Para qué sirve el ejército de EE.UU.?

Donald Trump acaba de aumentar un 9 por ciento el gasto militar de Estados Unidos; el presupuesto del Ejército estadounidense es ahora tres veces mayor que el de China y ocho veces el de Rusia. Su potencia de fuego es equivalente a la de las fuerzas de Europa, Rusia y China juntas; los soldados estadounidenses están hoy repartidos por 800 bases en todo el mundo. ¿Tendrá Estados Unidos tantos enemigos? ¿Estarán su territorio y sus medios de comunicación más amenazados que nunca? La respuesta es no. Creo más bien que la potencia militar de EE.UU. está animada por una dinámica interna que escapa al control de los dirigentes políticos y a cualquier autocrítica. Para entenderlo es indispensable recordar un hecho histórico: EE.UU. nació de la guerra contra los ingleses, y desde entonces nunca ha dejado de estar en guerra. Es una nación esencialmente marcial. Ya en 1801 el presidente Jefferson lanzó la primera ofensiva exterior contra Trípoli, en Libia, desde donde los piratas árabes atacaban la flota mercante de Estados Unidos.

Este militarismo, que el pueblo estadounidense siempre ha apoyado, solo se suspendió entre 1920 y 1940, un paréntesis aislacionista en el peor momento, pues permitió que Hitler y Stalin avanzaran sin oposición. Para legitimar este poder militar estadounidense, generalmente se alegan tres argumentos: defender el territorio de Estados Unidos proyectando sus fuerzas lo más lejos posible (Afganistán, Irak, Yibuti); garantizar el libre comercio (de ahí que la Séptima Flota esté en el Pacífico, frente a las costas de China); y proteger al mundo libre de las amenazas totalitarias. Pero estos tres nobles motivos no resisten el análisis. ¿Protegerse del enemigo, ayer comunista, hoy islamista, realmente exige una guerra interminable en Oriente Próximo, en Afganistán, y otra que se está fraguando en el África subsahariana? No se puede reescribir la historia, pero estas guerras antiterroristas, además de destruir países enteros, generan nuevas legiones de terroristas en potencia en lugar de aniquilarlos. El ejército de Estados Unidos nunca logrará una victoria decisiva contra enemigos esquivos; no más que en Filipinas en 1902, en Vietnam en 1975 o en Corea en 1953. El presidente francés Jacques Chirac, al negarse en 2003 a participar en la guerra de Irak, consideraba que el terrorismo debía ser combatido, en el propio país y en el extranjero, por medio de operaciones policiales y no de invasiones en las que, inevitablemente, los Ejércitos quedan atrapados. Y tenía razón.

La primera coartada de estas guerras sin fin no supera el escrutinio histórico. La segunda, tampoco. Estados Unidos no garantiza realmente el comercio internacional, porque no tiene ningún obstáculo. No se puede comparar a China con los piratas berberiscos de Trípoli, ya que los chinos son los primeros beneficiarios del comercio mundial. El mercado mundial no necesita un gendarme en un momento en que nadie lo amenaza, aparte de las fanfarronadas del propio Donald Trump. La tercera justificación es la más seria: proteger el mundo libre. ¿Pero en nombre de qué y contra quién exactamente? ¿Rusia? Su presupuesto militar es equivalente al de Italia. Putin no tiene medios para reconstruir la Unión Soviética; solo puede infiltrarse en la web y aprovechar las vacilaciones estadounidenses, como en el caso de Siria. Ninguno de los regímenes autoritarios de hoy tiene la voluntad o la capacidad de extender su dominio ideológico o geográfico. En el horizonte no hay ningún Stalin, ni un Mao, ni siquiera un Castro; es el momento de que los países se replieguen. Es más, EE.UU., al participar en guerras locales, apoya a regímenes antidemocráticos; unirse a Yemen, junto a Arabia Saudí, contra una revuelta tribal respaldada por Irán, no contribuye a proteger el mundo libre ni a defender los valores occidentales. Arabia Saudí está tan alejada de nuestros valores occidentales como Irán. Antes, cuando el Ejército estadounidense intervenía para reemplazar un régimen totalitario con un régimen más democrático (como en Corea, Vietnam, Japón, Nicaragua o Irak), podíamos aceptar la coherencia de sus intervenciones. Pero, Barack Obama primero, y Donald Trump después, han renunciado por completo a imponer la democracia, de modo que el argumento esencial del intervencionismo militar estadounidense se derrumba. Y lo que es peor, los estadounidenses, su presidente y los ciudadanos, se han vuelto tan cínicos que ni siquiera es seguro que el Ejército estadounidense vaya a intervenir para salvar a Taiwán o Corea del Sur de sus vecinos. Solo Israel seguirá protegido en cualquier circunstancia, porque para los estadounidenses Israel es más que un Estado.

En verdad, el dominio casi absoluto de Estados Unidos en la innovación militar ya no requiere guerras permanentes, a las que los estadounidenses no parecen poder resistirse; su poder disuasorio, al que se podrían añadir algunos drones asesinos en caso necesario, sería suficiente por sí mismo para lograr iguales o mejores resultados con un coste humano inferior. Pero el complejo militar-industrial estadounidense, desde que el presidente Eisenhower lo denunciara en 1960, es más influyente que nunca y dicta la política exterior de Estados Unidos. Ningún presidente, ningún Senado, se opone, y el ejército de EE.UU. es más popular que las instituciones políticas. El presidente, por ley, es el jefe de los Ejércitos; finge mandarlos cuando en realidad los sigue. Trump igual que sus predecesores.

Guy Sorman

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