Para revitalizar la economía de Egipto

Unos dos años después de la revolución de Egipto desde la base, la economía del país padece una preocupante caída en espiral. Un número cada vez mayor de personas, dentro y fuera del país, está empezando a culpar a la propia revolución por descarrilar una economía que estaba creciendo, reduciendo su deuda exterior y manteniendo un cómodo colchón de reservas internacionales.

La de culpar a la revolución es una actitud equivocada ante los infortunios económicos actuales de Egipto. Sin embargo, su atractivo para algunos es comprensible, en vista de que la situación económica del país ha seguido empeorando a lo largo de los últimos meses. El crecimiento es anémico, el desempleo es elevado y la nueva inversión se ha reducido dramáticamente, todo lo cual complica unas condiciones financieras, sociales y políticas ya difíciles. El resultado es una amenaza cada vez mayor de varios círculos viciosos a un tiempo.

Las alteraciones de la oferta interna están alimentando ahora la inflación y agravando los problemas de un presupuesto nacional cargado de subvenciones. También han agravado la debilidad de las finanzas externas, lo que ha contribuido a una acusada disminución de las reservas internacionales, que sólo se ha contenido mediante préstamos excepcionales y depósitos procedentes del extranjero.

Un crecimiento insuficiente y una inflación mayor imponen una carga particularmente pesada a los más vulnerables de Egipto. Las redes públicas de seguridad no dan más de sí, pues demasiadas personas pobres están hundiéndose. Además, otras redes de apoyo –incluidas las oportunidades de obtención de ingresos en el sector del turismo, el sector no estructurado y el apoyo caritativo y familiar– están desplomándose bajo la presión de una pobreza en aumento.

El enorme conjunto de dificultades que aumentan vertiginosamente ha obligado a las agencias de clasificación crediticia a reducir drásticamente la de Egipto. También está desalentando a la inversión extranjera directa, como también el descrédito de las fuerzas de policía de Egipto. A consecuencia de ello, se han alterado otras fuentes de capital circulante y de capital de inversión, lo que multiplica las repercusiones de la fuga de capitales internos.

Todo ello no facilita precisamente la reconciliación política y la unidad nacional que Egipto necesita para completar los más difíciles de todos los ejes revolucionarios: los de desmantelar un pasado opresivo para construir un futuro mejor. De hecho, por haber padecido el país las disfunciones institucionales y políticas posrevolucionarias, la decadencia económica está alimentando, a su vez, esos factores desestabilizadores.

Para ser justos, hemos de reconocer que los gobiernos –primero el dirigido por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y ahora el de los Hermanos Musulmanes– han reconocido las dificultades. Sin embargo, sus reacciones se han quedado cortas, siguiendo una pauta bien conocida que comienza con la espera de un rebote endógeno y la aspiración a la independencia económica. Cuando no llega milagro alguno, optan por los controles de capitales y examinan la posibilidad de vender y arrendar activos, al tiempo que cortejan a quienes en tiempos consideraban los causantes de la perpetuación del antiguo orden.

Según la explicación inicial del gobierno posrevolucionario, el malestar económico de Egipto era temporal y autocorrector. Después de haber derribado de forma notablemente rápida y relativamente pacifica el régimen de Hosni Mubarak, que llevaba treinta años gobernando con mano de hierro, las masas revolucionarias de Egipto iban a abandonar las calles y dedicarse enteramente a conseguir la prosperidad económica y la justicia social. Sus esfuerzos al respecto irían apoyados por la reorientación de las instituciones públicas (y de la gobernación en sentido más amplio) para que, en lugar de beneficiar a la minoría privilegiada, se impusiera un espíritu de servicio a todos los ciudadanos del país.

Esa explicación reflejaba una (comprensible) exuberancia revolucionaria en lugar de las realidades en el terreno. Se tardan años en reformar las instituciones. No se pueden reorientan rápidamente las líneas de transmisión financiera. No se pueden substituir de la noche a la mañana las empresas desacreditadas. No es fácil organizar deprisa y corriendo unos partidos políticos creíbles. Y muchos de los que lucharon valientemente por la libertad tenían poca experiencia política, por lo que resultaba aún más importante que los dirigentes tuvieran una gran capacidad para canalizar la enorme energía de los egipcios –y sus reclamaciones de mayor justicia social– en una concepción compartida y un propósito común.

Los vacíos de poder resultantes fueron colmados por aquellos cuyas posiciones anteriores en la sociedad les brindaban una ventaja particular en el momento del levantamiento popular. Llegaron al poder con un conjunto de ideas y de procedimientos operativos que se debían poner al día en relación con el nuevo Egipto.

Mientras la economía padecía dificultades, el optimismo dio paso a una actitud más defensiva e insular en la que el valor más apreciado era la independencia. Esa explicación, acompañada de unos controles económicos subrepticios, se volvió más nacionalista. La lealtad se impuso por encima del mérito a la hora de hacer nombramientos decisivos, lo que volvió la gestión política aún más difícil.

Como ese planteamiento no ha ofrecido una mayor posibilidad de éxito, el país se ha visto obligado a volver a aplicar medidas que, al menos para la mayoría del público, están relacionadas con el antiguo régimen. El objetivo principal de la gestión económica ha sido el de conseguir un préstamo del Fondo Monetario Internacional, junto con otros intentos angustiosos de recaudar fondos, pero, a falta de una renovación normativa fundamental, lo máximo que se puede conseguir así son unos meses de relativa calma financiera, si bien a costa del futuro posterior.

Lo que Egipto necesita actualmente no lo pueden proporcionar sólo los préstamos del FMI y los arrendamientos de activos. Eso es lo malo. Lo bueno es que, por llevar más de 30 años siguiendo casos similares, yo puedo decir sin temor a equivocarme que Egipto tiene todos los componentes necesarios para restablecer la estabilidad económica y financiera: recursos, población, dinamismo, espíritu de empresa, situación geográfica y vínculos regionales y mundiales.

Egipto tiene también un arma secreta que aún no se ha utilizado: una generación de jóvenes que, después de años de alienación y represión, creen que pueden (y deben) influir en el destino del país. Algunos están haciendo ya una notable aportación en el terreno y granjeándose una admiración generalizada.

Egipto no es un país en el que los sectores económicos y ciertos segmentos de la población pueden tener éxito pese al Gobierno. Éste debe brindar el marco para volver a poner en marcha los motores de la recuperación económica y las políticas deben servir para acelerar el crecimiento brindando accesos al desarrollo a los jóvenes dinámicos, los pobres inquietos y la clase media sometida a presión.

Con esto volvemos a las vinculaciones entre economía, política y finanzas, que ahora están alimentando una caída perjudicial para los ciudadanos de Egipto y amenazando el futuro de sus hijos. Las reformas políticas apropiadas deben tener primacía; cuando así sea, el resurgimiento económico y financiero de Egipto sorprenderá a muchos por su vitalidad y rapidez.

Piénsese en un coche que puede y debe alcanzar grandes prestaciones gracias a su potente motor interno. Egipto puede lograr un crecimiento económico veloz y una salud financiera duradera. Sin embargo, sin unas medidas decididas y encaminadas a la consecución de avances y unidad políticos, seguirá en punto muerto y podría deslizarse a la marcha atrás.

Mohamed A. El-Erian is CEO and co-Chief Investment Officer of the global investment company PIMCO, with approximately $2 trillion in assets under management. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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