Para salir del laberinto de Oriente Medio

Han trascurrido dos años desde que Barack Obama fue elegido Presidente de los Estados Unidos. Dice mucho en su favor –y en contraste con su predecesor inmediato– que, desde su primer día en el cargo, intentara avanzar hacia una resolución del conflicto entre israelíes y palestinos.

Dos años después, ¿son unas buenas intenciones lo mejor que puede ofrecer la nueva política de Obama? Al fin y al cabo, ningún resultado de valor han tenido. Peor aún es que, en vista de que las gestiones de Obama para imponer una moratoria permanente a la construcción de nuevos asentamientos en la Ribera Occidental han fracasado, las negociaciones directas entre las partes en conflicto hayan encallado.

Las buenas intenciones cuentan poco en la vida... y menos aún en la política. Lo que importa, por encima de todo, son los resultados.

El Presidente George W. Bush creía que sólo debía tener en cuenta uno de los dos papeles de los Estados Unidos en Oriente Medio, a saber, la alianza con Israel. No tuvo tiempo para el otro, el de mediador fundamental entre israelíes y palestinos, durante los ocho años de su presidencia. Todas sus iniciativas fueron encaminadas a apaciguar al público internacional. Todos sabemos en qué acabo todo ello.

Desde el principio, Obama quiso hacer las cosas de forma diferente, aplicar una política activa en Oriente Medio, pero hasta ahora los resultados no son demasiado diferentes de los de la presidencia de Bush. En los dos casos, la paralización triunfó sobre los avances.

En vista de ello y de la intransigencia de ambas partes, muchos se retirarían y procurarían olvidar totalmente el conflicto, pero no es tan sencillo, porque la continuación del conflicto (que es a lo que equivaldría “olvidarlo”) no sólo prolongaría lo que es una tragedia tanto para los palestinos como para los israelíes, sino que, además, sería demasiado peligrosa para la región. Lo más grave es que la oportunidad de conseguir una solución con dos Estados desaparecería para siempre, porque las realidades en el terreno no volverán a permitirlo.

Para los israelíes, significaría la ocupación permanente de Jerusalén Oriental y la Ribera Occidental y, por tanto, contar con una mayoría árabe, que erosionaría los cimientos de su Estado –la democracia y el imperio de la ley– y, por tanto, su legitimidad. Semejante posibilidad es la mayor amenaza que Israel afronta a medio plazo, por lo que una solución con dos Estados resulta decisiva para sus intereses.

Naturalmente, desde la perspectiva de los dirigentes israelíes, el status quo, sin terror ni ataques con cohetes, no es precisamente negativo, pero no durará. Además, la situación estratégica del país se esta deteriorando a cada año que pasa, porque la redistribución del poder y la influencia mundiales de Occidente a Oriente ha de debilitar por fuerza la posición de Israel.

Para los palestinos, la situación es opresiva y para Gaza es un absoluto desastre desde el punto de vista humanitario. Están internamente divididos entre Al Fatah y Hamás, bajo la ocupación israelí en Jerusalén Oriental y la Ribera Occidental, aislados del mundo exterior en Gaza, desamparados en los campamentos de refugiados de la región y rechazados por sus vecinos árabes. En esas circunstancias, la pérdida de la perspectiva de dos Estados sería una receta para mayores indignidades y sufrimientos más profundos.

Pero, si bien los israelíes y los palestinos comparten un interés fundamental en la solución con dos Estados, tienen intereses muy diferentes, por lo que quieren decir cosas muy distintas cuando se refieren a las mismas cuestiones.

Para Israel, la seguridad es la prioridad máxima; para los palestinos, lo que más importa es el fin de la ocupación israelí. Israel no puede permitirse el lujo de una segunda Gaza en la Ribera Occidental y en Jerusalén Oriental; para los palestinos, un Estado con una permanente presencia militar israelí sería inútil.

Tal vez el error fundamental de Obama fuera el de conceder importancia fundamental a un asunto importante, pero menor: la paralización de la construcción de nuevos asentamientos. Una paralización indefinida de las construcciones provocaría el fin inmediato del gobierno de coalición del Primer Ministro Benyamin Netanyahu en Jerusalén, sin que Israel ni Netanyahu recibieran nada tangible a cambio. Debería haber estado claro que Netanyahu no prorrogaría la paralización.

La pregunta decisiva que los Estados Unidos deben formular tanto a Netanyahu como al Presidente palestino, Mahmoud Abbas, es la de si estarían dispuestos –aquí y ahora– a negociar en serio sobre el estatuto final. De ser así, se abriría una salida del conflicto, aparentemente insoluble, entre la seguridad israelí y la necesidad de un Estado palestino.

La fórmula podría ser ésta: un acuerdo amplio sobre el estatuto final ahora (teniendo en cuenta todas las cuestiones pendientes, incluida Jerusalén Oriental como capital de Palestina); aplicación del acuerdo en fases predeterminadas durante un período más largo; y supervisión del proceso mediante un mecanismo basado en la presencia en el terreno de un tercero (encabezado por los EE.UU.). Así los palestinos contarían con una garantía sobre las fronteras de su Estado, su capital y el punto final predeterminado de la ocupación israelí.

Podrían aprovechar ese tiempo para crear, con ayuda internacional, instituciones estatales eficaces, abordar el desarrollo económico y cerrar la brecha entre la Ribera Occidental y Gaza. Con esa nueva base permanente, podrían encontrar una solución para los refugiados palestinos y hacer avanzar la causa de la reconciliación entre Al Fatah y Hamás.

Israel tendría la garantía de que un acuerdo sobre el estatuto final y la creación de un Estado palestino no pondría en peligro su seguridad y de que su retirada de los territorios palestinos sería gradual, a lo largo de varios años, y supervisada en el terreno por un tercero. Entonces el país tendría unas fronteras claras e internacionalmente reconocidas, lo que le permitiría poner fin permanentemente al conflicto con sus vecinos árabes.

Si bien la situación en Oriente Medio parece actualmente sin salida, un nuevo intento que se centre en los aspectos esenciales, y no en otros menores, merece apoyo. La otra opción es la pérdida de la solución con dos Estados y la perpetuación de un conflicto terrible y terriblemente peligroso.

Joschka Fischer, ministro de Asuntos Exteriores y Vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005. Fue un dirigente del Partido Verde Alemán durante casi veinte años. Traducido del inglés por Carlos Manzano

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