Por Arcadi Espada (EL MUNDO, 24/06/06):
Querido J:
La verdad del mundo está en los diarios regionales. Soy un gran consumidor de ellos, con la excepción lógica de los de mi región. Los diarios regionales son para turistas y antropólogos, incluso accidentales, y también para novelistas de crímenes y sólo tienen interés (y siempre transitorio) no por lo que dicen, sino por algo mucho más elevado que es el significado de lo que dicen. La otra mañana me llamó de Madrid una persona incluida en una de esas categorías para leerme la portada de un regional de aquí. Se trataba de una portada importante porque anunciaba en exclusiva la renuncia de nuestro presidente. La exclusiva tenía poco empaque misterioso: un hermano del portavoz del Gobierno es el director del periódico. Por cierto, que recordarás que ese periódico se obstinó, cuando lo dirigía un periodista deportivo, en distinguir entre el periodismo de investigación y el de filtración. Me perdonarás, pero, dado el riguroso clericato que profeso, no puedo resistirme a los pellizcos de monja.
Descontada la noticia, lo más llamativo de la portada era el sumario que acompañaba a la información. Te lo transcribo: «El éxito del Estatut abrió camino a una decisión madurada desde hace meses». Has leído bien. El éxito abrió camino. Pura neolengua, si no fuera tan vieja. Lo que me sorprende es que dado el cinismo de establecer que el postrero y definitivo fracaso del presidente es un éxito, se anduvieran con ese inesperado y pudoroso remilgo de madurada. ¡Quiá! Maragall madurado, qué oxímoron. Tomada era lo suyo. Pocas horas después de leer el periódico, vi a Maragall por televisión. Su despedida. Dijo que la decisión había sido madurada desde hace tiempo. Estarás de acuerdo en que se trata de una delicada prueba de la existencia del complejo político-mediático regional. Al principio de la legislatura el mismo periódico y el mismo político volvieron a coincidir.
Eran los tiempos del socavón del Carmelo. Permíteme que te lo cuente una vez más. Un día el periódico publicó un editorial donde se nombraba, acaso por vez primera en la prensa catalana, un guarismo: el 3%. Aunque rápidamente se hizo popular, casi nadie sabía entonces que el 3% era el porcentaje que los constructores pagaban, supuestamente, a los políticos por la adjudicación de obra pública. La mañana en que publicaba eso el periódico, Maragall afrontaba el Pleno sobre el socavón. Y fue en aquella sesión donde se produjo el instante inolvidable, cuando el presidente dijo en alto, dirigiéndose al jefe de la oposición: «Ustedes tienen un problema que se llama 3%», y el jefe de la oposición entendió y amenazó con boicotear el Estatuto si Maragall no retiraba el problema, y Maragall entendió y retiró.
El éxito del Estatuto abrió camino, dice muy madurado el periódico. El Estatuto ha sido el único proyecto de Maragall, su único fracaso y la única razón de su renuncia. Su gestión no tiene más argumentos. Hasta el último segundo intentó, comprometiendo la estética y la ley, que se produjera en el referéndum una participación más que digna, triunfante. Una participación que le permitiese aparecer en la noche electoral desafiante, con el único bagaje de sí mismo. Los socialistas catalanes sólo querían librarse de él y el presidente del Gobierno no digamos. Su única posibilidad era transformar el referéndum en el plebiscito. Es decir, la consulta sobre una ley en la consulta sobre un hombre. A cada paso de la campaña su partido recordaba, del modo más sesgado posible, lo contrario: que no estábamos ante un plebiscito. Pero Maragall insistió en esa idea como pudo, hasta el último momento, desafiando, incluso, la autoridad de la Junta Electoral, que no encontró ajustada a derecho su voluntad de dirigirse a los ciudadanos en el último día de campaña y que lo va a multar ahora, por tramposo.
Si está en tu mano, lee la entrevista que el diario Avui le hizo el 9 de junio. No hace falta que te aventures en el diario: encontrarás la entrevista, destacada, en la página presidencial. Ahí declara el presidente que esperaba una alta participación. Estaba convencido, y así se lo había dicho a sus íntimos, que podía rozarse el 70%. Si se trataba de una estupidez, era una estupidez fundamentada. Una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, realizada a finales de mayo, había situado en un 72,6% la suma de las personas que irían, con toda seguridad, a votar (51,1%) y las que, probablemente, votarían (21,5%). La estupefacción de Maragall y del complejo político-mediático catalán al comprobar que se abstuvo más gente de la que votó fue inolvidable. Anduve aquella noche por algunos paisajes del establishment ciudadano: no daban crédito. Hasta tal punto se mostraba insuficiente su habitual sistema de mentiras que tuvieron que recurrir al histórico calzón quitado que simboliza el pequeño sumario del diario regional que te he transcrito. «Ha sido un éxito», empezaron a decir, como borrachos que se aguantan con un pie.
Los técnicos socialistas estaban más serenos: si Maragall, con un proyecto personal en el que había comprometido su prestigio y para el que habían puesto en marcha todos sus recursos sentimentales y todas sus añagazas, no había sido capaz de conseguir el 50% de participación, qué iba a suceder en las autonómicas. Algo no muy diferente a lo que había sucedido siempre. La catástrofe de los socialistas catalanes, y de una cierta y ya imposible Cataluña, se había producido gracias a la abstención: fue un escaso 61% de participación y una inhibición de los votantes metropolitanos lo que dio la primera victoria, y ya todas las victorias, a Jordi Pujol. La abstención ha sido siempre la cruz socialista y ahora iba a crucificar a Maragall.
Quizá sepas que la entrevista del Avui que te comentaba se hizo famosa por otra afirmación de Maragall: «Para ser presidente de la Generalitat es importante donde hayas nacido». Lo peor de esa frase está en el verbo. Es quiere decir continúa siendo. El verbo, aliado con la circunstancia. Porque la constatación histórica salía de la boca del presidente, catalán de Sant Gervasi, y se producía cuando el cordobés Montilla empezaba a aparecer como plausible candidato. Es decir, la frase adoptaba un inmediato valor de contraataque retórico. Lo importante, sin embargo, y para esto que nos ocupa, es que induce a creer que, ¡al menos el 9 de junio!, Maragall no tenía madurado su abandono. Porque le admito defectos, pero no creo que sea un canalla, capaz de descalificar al compañero cordobés cuando ya no habría batalla que librar. Si decía que era importante haber nacido catalán era porque continuaba luchando. Aunque fuera con malas artes: el fragor siempre atenúa las exigencias morales.
Estos días, amigo mío, he evocado al Maragall de los saltos como sueños en las fuentes de Montjuïc, aquella noche de 1986 en que volvió de Lausana con la antorcha olímpica. ¿Recuerdas, a su lado, la hosca cara de Pujol, aquél fastidio envidioso que simbolizaba una época? Maragall tenía entonces poco más de 40 años. Todo lo que le rodeaba, a excepción de Pujol, era nuevo y estaba bien hecho. Parecía claro e inminente que ese hombre joven acabaría deshaciéndose del viejo, y del baldón nacionalista. Pero Pujol iba a durar muchos años. Diecisiete años más. El prendimiento nacionalista de la sociedad catalana era tan intenso que un año después de la nominación olímpica, en unas elecciones municipales a cara de perro en las que nació la miserable calumnia de que Maragall era un borracho, el alcalde olímpico ganó por un pequeño puñado de votos. Era Barcelona, y no Cataluña. Era la realidad y no la patria. Ganó de milagro.
Debimos de verlo entonces, porque era el momento. Aunque no creo que lo viera nadie. Quizá Maragall podría ganar alguna vez las elecciones autonómicas; pero nunca vencería al nacionalismo. Así fue y así ha sido.
Sigue con salud.
A.