Para Túnez, un presidente atípico

La elección de Kaïs Saïed a la presidencia de la República de Túnez no sólo es emblemática de la actual situación del país magrebí, sino de una aspiración de todos los pueblos del arco sur del Mediterráneo. En primer lugar, su nombramiento como mandatario ha tenido lugar en un contexto de democracia pluralista real, efectiva, sin coacción autoritaria o mafiosa alguna. En este sentido, es el principal acervo de la revolución democrática de 2011: Túnez sigue demostrando que la ruptura política introducida en aquel año se ha esculpido como una de sus señas de identidad fundadora.

Segundo, se pone de relieve que la reivindicación central del pueblo tunecino, es la de un sistema político basado en la transparencia, la fusión estrecha entre las capas dirigentes y el pueblo, la honestidad como categoría clave en la conducción de los asuntos públicos. El nuevo presidente, sin poseer un aparato político detrás, ha hecho campaña desde su propio despacho privado, tejiendo redes en la profundidad de la sociedad, movilizando jóvenes y menos jóvenes, apelando sobre todo a su carisma tranquilo de jurista especializado en derecho constitucional, ampliamente reconocido en las tertulias de televisión en las que participa desde hace años. Podría pensarse, en principio, que ha recurrido a una retórica populista, prometiendo el paraíso, para fulminar a sus adversarios políticos, a golpe de demagogia. Ha sido más sutil. Se ha presentado como outsider, un desconocido políticamente hablando, ajeno al sistema de identificación política imperante. Y se ha limitado a denunciar la impotencia de todos los partidos, sus respectivos alejamientos de los problemas cotidianos de la ciudadanía, y a proponer una política justa, basada en la formulación permanente de la verdad. Para todo ello, promete, eso sí, una “revolución legal”.

Ahora bien, esta actitud, si pretende prosperar y tener posibilidad de éxito, tenía que adaptarse al sentido común ampliamente compartido por un pueblo cansado de fracasos estos últimos ocho años, pero que rechaza, en cualquier caso, el retorno al autoritarismo político o ideológico.

El perfil de Kaïs Saïed corresponde, casi idealmente, al modelo del hombre sabio (es decir, reconocido por sus competencias profesionales), éticamente limpio (incorruptible, unánimemente respetado por el pueblo, las clases medias bajas y quienes no disponen de influencias para proyectarse en una sociedad competitiva despiadada) y apolítico, en la medida en que no es profesional de la política, no vive de ella; pero, sobre todo, después de tantas batallas dentro de la sociedad civil en torno del sistema de costumbres, es partidario del conservadurismo religioso no político, y eso es lo que lo distancia de los islamistas del partido Ennahdda, que irrumpió en el espacio tunecino como fuerza político-religiosa. Dicho de otro modo, el nuevo dirigente se proclama creyente, conservador, pero no pretende imponer su visión del mundo. Es, en este sentido, garante del legado laico de Habib Bourguiba, el fundador del Túnez moderno.

En realidad, su conservadurismo se inscribe directamente en la línea media, mayoritariamente compartida, de un modernismo-tradicionalista, oxímoron característico del actual momento de transición que experimentan los tres países magrebíes. Él sabe que cambiar los usos es siempre más difícil que cambiar las políticas. Desarrolla, bajo esta orientación, una visión bastante crítica hacia Europa y, posiblemente, aunque de manera más tímida y desconfiada, respecto a Francia. Pues ni el conjunto europeo ni el expaís “protector” han adoptado aún medidas serias ni eficaces para ayudar a Túnez desde 2011, sólo promesas regularmente reiteradas y sistemáticamente olvidadas.

Queda ahora por saber si ese perfil de mandatario que acaba de acceder al poder puede cambiar las coordenadas de la política tunecina e inspirar al resto de los países de la región. El sistema constitucional tunecino no otorga poderes ejecutivos importantes al presidente; es el Parlamento la institución que juega el papel central. Ahora bien, hay que tener en cuenta que los últimos comicios no han atribuido una mayoría suficiente a ninguno de los partidos concurrentes: los islamistas de Ennahdda siguen conformando la fuerza hegemónica , pero el conjunto de los partidos laicos, divididos, les supera. Esta situación indica la necesidad de un gobierno de coalición, que no podrá, obviamente, definir orientaciones sociales esenciales para la gran mayoría de la población.

El candidato vencido, Nabil Karoui, hombre de negocios acusado por la justicia tunecina de la comisión de delitos relacionados con la corrupción pública, cuyo partido ha logrado, no obstante, un buen resultado en el Parlamento, bloqueará cambios significativos. En otras palabras, los partidos del “sistema” no aceptarán que la presidencia desempeñe un papel efectivo; sin apoyo parlamentario, el presidente se quedara encarcelado en una presidencia retórica. Tendrá, desde luego, que aliarse con los islamistas de Ennahdda, que han facilitado masivamente su elección. Sin sus votos no habría podido vencer, y son muchas las personas que se preguntan si su éxito como candidato “apolítico” no sería, de hecho, una maniobra islamista. En esta hipótesis, será un presidente conservador que apoyará las propuestas conservadoras de los islamistas.

Puede también intentar crear un partido a partir de su victoria, según el modelo francés de Emmanuel Macron. Pero la experiencia demuestra que no es fácil, y, de hacerlo, tendrá que asumir los costes de la política real, es decir, un partido jerárquico con profesionales de la política, que se volverá inevitablemente partido del sistema, arrojando todas las consecuencias de dicha transformación. Lo que, precisamente, ha venido criticando duramente durante su campaña electoral. En todo caso, tiene cuatro años para solucionar este dilema. Desde luego, apoyarse sobre un movimiento de opinión no podría resistir, a la larga, frente a la amenaza de partidos que pueden fácilmente dividir esta corriente. La creación de un aparato mediador entre sus ideas, sus promesas y las aspiraciones, las esperanzas del pueblo, es, en realidad, imprescindible.

De momento, nada asegura que esta elección pueda cambiar la situación del país. Es una elección “patada” del pueblo contra las élites dominantes, un grito de hartazgo. El nuevo presidente descubrirá la realidad de las batallas políticas y de los intereses opuestos y mezclados, tendrá que posicionarse en función de esa realidad y no de la postura moral alejada de la política que le permitió ganar. Su magisterio será juzgado en función de esta realidad.

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas y director del Instituto estudios para el mediterráneo y el Atllántico (IECMA).

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