Parábola de la buena moneda

Como escribió Julio Camba en «Una partida de póquer», no hay tratado que exponga la Ley de Gresham de forma más clara que la célebre copla
«Gitana te pasa a ti
lo que a la farsa monea
que de mano en mano va
y ninguno se la quea...»

Aunque el genial colaborador de ABC parecía desconocer que la había escrito su contemporáneo Ramón Perelló, autor de «Mi Jaca», «La bien pagá» y otras muchas canciones que inmortalizaría doña Concha Piquer, Camba glosó bien la citada Ley: «La farsa monea -por lo que no debemos entender tan sólo los duros falsos, sino todos los valores dudosos o inseguros- está constantemente en circulación, porque aquellos que la reciben procuran deshacerse de ella sin perder tiempo, mientras que la moneda buena es siempre cuidadosamente acaparada por sus poseedores». Así pues, «la moneda mala acaba siempre por desplazar a la buena».

Aunque esa ley monetaria la enunció por primera vez el astrónomo Copérnico, se atribuye a Thomas Gresham, quien en el siglo XVI explicó a la joven Reina Isabel I cómo sus antecesores habían envilecido la moneda al rebajar su contenido en metal (debasement). La Ley se aplica cuando una norma o hábito social otorgan idéntico poder liberatorio a dos o más monedas de contenido metálico o «valor intrínseco» distinto, lo que tiene un inevitable corolario: las monedas «buenas» dejarán de circular, pues los comerciantes y particulares se las quedarán -para fundirlas- y utilizarán las «malas» para pagar.

Para atisbar cómo la Ley no sólo se aplica a la moneda, conviene expresar de forma más general la condición para que pueda darse: que dos productos de distinta calidad sean tenidos por equivalentes, ya sea porque una norma así lo exija o porque la gente no sea capaz de advertir las diferencias. Así, si las empresas y Administraciones atribuyen el mismo valor a una titulación académica con independencia de la calidad del centro que la otorgó, la «titulitis» degradará la enseñanza universitaria y desincentivará la formación de calidad. De forma parecida, si la calidad profesional de un diputado no influye sobre sus perspectivas de reelección -porque las listas electorales son cerradas- ni en el contenido de sus funciones políticas -en un régimen con disciplina de partido, el ejercicio del voto es una función asequible para cualquiera-, será difícil, -salvo en el caso de políticos vocacionales o de diputados que aspiren a conquistar el poder desde la oposición- que se mantengan en el Parlamento estadistas o políticos de talla que aspiren a ejercer cierta influencia social.

Las metáforas monetarias tienen solera. Ya en el siglo V antes de Cristo, en su comedia «Las Ranas», Aristófanes las invocó para exponer la tendencia a que el político malo desplace al bueno: «Nuestra ciudad hace lo mismo con los hombres y con el dinero. Tiene hombres honrados y de valía. Tiene también monedas de oro y plata pura, ¡pero no las usamos! Circulan las de cobre y baja ley. Lo mismo pasa con los hombres de vida intachable y buena fama, que son arrumbados por los de latón».

A principios del siglo XX, en «La necesidad del escepticismo político», el filósofo británico Bertrand Russell repetiría la metáfora del comediante ateniense: «La Ley de Gresham se aplica tanto a la política como a la moneda: un hombre que aspire a fines más nobles (que encender las pasiones del electorado) será expulsado, salvo en esos momentos especiales (revoluciones, sobre todo) en que el idealismo se encuentra aliado con algún movimiento poderoso de egoístas pasiones. Además, como los políticos están divididos en grupos rivales, aspirarán también a dividir el país, salvo que tengan la suerte de unirse en una guerra contra otra nación. No podrán prestar atención a nada que sea difícil de explicar, o que no entrañe división (entre naciones o dentro de ellas), o que disminuya el poder de los políticos como grupo». Así pues, la complejidad de las grandes cuestiones políticas, sus múltiples vicisitudes y el poco tiempo que el elector medio podrá dedicarles no le permitirán discernir con facilidad entre el político honrado que propugna soluciones sensatas y el demagogo que atiza las bajas pasiones, cambia de discurso a su conveniencia y vive de la impostura.

Si Aristófanes y Russell trasladaron a la política una metáfora monetaria, otro gran intelectual, el periodista estadounidense Walter Lippman, se valió del mito de la caverna de Platón para exponer en su célebre libro «La Opinión Pública» el que denominó «problema básico de las democracias»: la Opinión Pública influye de forma decisiva sobre el Gobierno y el Poder Legislativo; pero se alimenta de informaciones secundarias que seleccionan y elaboran los medios de comunicación, sin reflejar siempre bien la realidad. Aunque lo ignore, el ciudadano no ve la realidad exterior, sino tan sólo las sombras que los medios de comunicación proyectan en su hogar. Por eso, la calidad de la Opinión Pública y de la vida democrática dependerá de la profesionalidad con la que los medios desempeñen su crucial tarea.

Por desgracia, la dificultad del lector, oyente o televidente para discernir si una noticia u opinión es cierta o está desfigurada suscitará el problema que George Akerlof , Premio Nobel de Economía en 2001, llamó «asimetría informativa»: si somos incapaces de averiguar la calidad de un coche de segunda mano ¿cuánto debemos estar dispuestos a pagar por él? El miedo a que nos engañen nos impedirá ser muy generosos; pero eso desanimará a quienes hubieran querido vendernos un buen coche; y hará que, salvo que surjan mecanismos que mitiguen la asimetría informativa -garantías, responsabilidad por vicios ocultos...-, los productos de calidad desaparezcan y el mercado se envilezca. Por eso, salvo en países muy cultos e institucionalmente desarrollados, el periodismo de calidad tendrá dificultades para sobrevivir, porque las asimetrías informativas entre comprador y vendedor serán difíciles de corregir. Por un lado, el riesgo de que los gobernantes abusen de sus prerrogativas hará arriesgada la interposición de órganos administrativos o Comisiones que -como complemento de los Tribunales- controlen la calidad de los servicios, como ocurre con los fedatarios públicos, los emisores de valores o los intermediarios financieros. Por otro lado, los mecanismos asociativos o corporativos de auto-control, cuando existan, serán a menudo poco eficaces, pues quien se atreva a censurar la calidad o falta de ética de algún medio o profesional deberá arrostrar las más graves represalias. Y, en fin, el control de calidad por los usuarios no será fácil: si nunca llegan a saber lo que ocurrió de verdad o tienen una memoria falible ¿cómo podrán darse cuenta de que alguien les engañó?
La clave de la calidad de nuestra opinión pública, de nuestros medios de comunicación y, a la postre, del sistema constitucional que mañana festejaremos está en una ciudadanía bien formada, exigente, capaz de discernir y castigar la mentira, la desmemoria o la doblez de cuantos, desde la política, la Administración o el sector privado, ejercemos funciones en las que han depositado su confianza. No debemos escandalizarnos de que escruten nuestras palabras y nuestras obras, y pongan a prueba su coherencia y buena ley con el mismo ahínco que aquel prudente tendero que Julio Camba describió en «Psicología crematística»: «Coge el duro y lo arroja sobre el mostrador con una violencia terrible. La prueba resulta bien; pero al tendero no le basta. Con un ojo escudriñador y terrible, examina detenidamente las dos caras del duro. Luego vuelve a sacudirlo y, por último, lo muerde. Lo muerde con tal furia que debe de mellarlo. Y el duro triunfa».

Manuel Conthe