Parad el mundo, que nosotros nos subimos

Cada día buscamos en el periódico cómo de malo será lo que nos espera. Tratamos de descifrar curvas y datos para entender de una vez cuál va a ser la magnitud de este desastre y cuál será su duración. Sin embargo, algo está pasando al mismo tiempo que este horror. Un cambio en la con-ciencia que no sabemos medir ni mostrar en un gráfico y que, sin embargo, se asoma cada tarde a los balcones. Y grita y aplaude. Un cambio que es bueno.

A pesar de todo, parecemos felices, saludando emocionados a los vecinos de balcón a balcón. Por primera vez en mucho tiempo, tenemos conciencia de los otros, de todos los otros, del esfuerzo de muchos y de la fragilidad de tantos. Como mujer, he aprendido la solidaridad con otras mujeres y he gritado fuerte al lado de muchas y contra muchos. Como madre, mis hijas me han dado lecciones sobre la solidaridad con la tierra y he gritado también con ellas: “Nos estáis robando nuestro futuro”. Reconozco que me había acostumbrado a aplaudir y gritar siempre contra otros. Por eso es tan emocionante cuando retumban las calles vacías, llenas de aplausos cada noche. Cuando sentimos que la solidaridad ha de ser de todos con todos, que no queda otra y que además no hay otra manera, ni con el virus ni con lo demás.

El Covid-19 ha venido cargado de tristeza. Pero también ha llegado para despertarnos una nueva conciencia, la de ser con los otros. Y creo, además, que estábamos deseando que este cambio llegara. Llevábamos demasiado tiempo anestesiados, formando parte de un sistema que se equivoca demasiado a menudo en lo fundamental. Teníamos ganas de hacer lo correcto, de formar parte de una sociedad capaz de reaccionar ante la adversidad y de anteponer, si es preciso, la fragilidad al dinero, los cuidados a la producción.

Nunca antes hemos estado tan aislados, tampoco nunca tan unidos. Y aunque todo parece derrumbarse alrededor, nos reconforta sentir que no estamos solos. Y que estamos todos. Este cambio en la conciencia ciudadana no es menor y sus consecuencias solo el tiempo las dirá. Pero auguro que van a pasar cosas nuevas y buenas. Porque cuando una sociedad es solidaria como la nuestra lo está siendo, entonces sentimos que formamos parte de algo más grande y más importante que nosotros mismos. Y eso nos da valor para afrontar la vida. Para afrontar también la enfermedad y hasta este virus. Incluso para ser mejores. Sinceramente, no creo que después de esto volvamos a ser tan pusilánimes ante el dolor y la necesidad ajenos.

Este cambio en la conciencia es además transversal porque el movimiento solidario desatado por el Covid-19 es el primero que no se deja a nadie fuera: incluye a cualquier ciudadano de los cero a cien años. Por fortuna, los niños se están enterando de todo y ellos también están aprendiendo algo fundamental en estos días sin cole. Una lección que es nueva y que habíamos abandonado de toda exigencia curricular, tan preocupados como estábamos de que los coles fueran bilingües y de que hubiera o no un pin parental. Nuestros niños están conociendo una solidaridad activa y decidida capaz de cambiar las cosas para proteger a los más débiles. Saben que el problema es el virus, pero se sienten parte de la solución. Porque, esta vez, los mayores no estamos haciendo como si no se pudiera hacer nada. Y esta lección no van a olvidarla. Crecerán sabiendo que la conciencia puede (y debe) estar conectada con la acción.

Muchos trabajadores nos hemos encerrado en casa para proteger a nuestros mayores y cuidar de esos niños a quienes estamos llenando de tiempo y de sentido. En la era millennial nos hemos convertido, de la noche a la mañana, en ciudadanos capaces de sacrificarnos por quienes antes lo hicieran por nosotros. Así, en esta triste parada del mundo, estamos tomando conciencia de que no viajábamos solos. España está en estado de alarma porque creemos que el ritmo de una sociedad no lo marca solo el que más corre, también el más débil, el más frágil, el que ni siquiera puede correr.

Aunque no todo se ha parado. Muchos y muchas están redoblando esfuerzos ahí fuera, los que ni siquiera pueden permitirse el lujo de quedarse en casa, de hacer lo posible por no contagiarse.

Gracias a ellos, el Covid-19 ha hecho una excelente distinción entre el valor y el precio de las cosas. Los más valiosos vuelven a ser los que cuidan y los que educan, si es que debemos distinguir entre ambas cosas. Sanitarios y cuidadores primero; pero también camioneros, tenderos, basureros, periodistas… Una selección de profesiones a las que casi habíamos perdido el respeto y de las que recordamos ahora su valor.

Es imposible medir el sacrificio inmenso que está haciendo este país. Aún así, es posible que vengan tiempos peores. Recuerden al menos que nos van a pillar siendo mejores.

Nuria Labari

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *