Parálisis e implosión

Es cosa evidente que, en contra de lo que afirma, el señor Mas no quiere que se celebre un referéndum digno de ese nombre, pues de otro modo no habría planteado su petición en los términos en que lo ha hecho. A mi juicio, como ya sostuve (perdóneseme la inmodestia de una autocita) en un artículo publicado en El País en febrero del año pasado, no lo ha querido nunca, pero menos ha de quererlo ahora, cuando, además del temor de abrir así camino a un debate racional sobre la independencia, corre el riesgo de que ese referéndum eche sombras sobre la manifestación en urnas del pasado día 9 de noviembre.

La razonable sospecha de que han sido siempre esos temores los que lo han llevado a exigir la celebración de un referéndum en la forma en que lo ha hecho debería haber convencido al Gobierno, y con él a la mayor parte de los partidos presentes en la Cortes Generales, de que era preferible poner los medios para llevarlo a cabo. Como se sabe, no ha sido así y el referéndum ha quedado atrás.

Cerrada esa vía, antes o después, Catalunya habrá de ir a las urnas para elegir un nuevo Parlamento. La noción de elecciones plebiscitarias es más bien oscura y, con los datos que en este momento tengo, parece improbable que, se entienda como se entienda, lo sean las próximas, pero también es seguro que la posición respecto de la independencia ocupará un lugar importante en los programas electorales y en la motivación de los electores.

Quienes ya resueltamente la quieren o la combaten, quizás más aquellos que estos, se esforzarán por conseguir el apoyo del resto, es decir, de la mayoría de los catalanes, apelando al sentimiento y a la razón. También probablemente más a aquel que a esta. Pero también se darán razones; como la experiencia enseña y es propio del economicismo rampante que nos abruma, abundarán las económicas, pero en primer lugar estarán inevitablemente las jurídicas, y más precisamente las constitucionales, pues este debate está ya abierto desde hace algún tiempo entre dos posturas bien definidas. La de quienes niegan la conveniencia de reformar la Constitución porque una Constitución española, sea cual sea su contenido, no puede (o para otros, en Catalunya y sobre todo fuera de ella, no debe) dar satisfacción a las pretensiones del catalanismo político; no sólo a las del independentismo, que eso va de sí, sino tampoco a las de quienes hasta ahora han creído poder verlas cumplidas sin salir de España. Y frente a ella la de quienes sostienen (sostenemos, podría decir, si esto importara algo) por el contrario, que hay que reformar la Constitución no sólo para satisfacer esa esperanza y frenar el avance del independentismo, sino para remediar los defectos que, en este y en otros campos, se perciben ahora en el texto en el que, desde hace ya cerca de cuarenta años, se enmarca nuestra política.

En lo que toca al contenido de la reforma hay posturas distintas tanto en el mundo académico como en el político. Pero la “federal” abanderada por el PSOE es sin duda la más importante, siquiera sea (y no es poco) porque parte del que es (todavía) uno de los dos partidos sin cuyo apoyo no cabe reforma alguna. Me temo, sin embargo, y lo digo con dolor, que sus probabilidades de éxito son cada vez menores. En parte, claro está, por la tenaz oposición del Gobierno, de su partido y de los demás, que junto con él, consideran inaceptable una reforma de este género. Pero en buena parte también por la falta de decisión de los socialistas para acometerla.

Una reforma que pretenda introducir cambios de alguna importancia en el sistema de división territorial del poder, sea cual sea el número de artículos de la Constitución afectados, ha de seguir un complejo procedimiento a lo largo de dos legislaturas sucesivas. La primera para aprobar el “principio” de la reforma, y la siguiente para desarrollarlo; en ambos casos por mayoría de dos tercios de cada unas de las Cámaras. Pero no sólo requiere el apoyo de dos legislaturas sucesivas, sino también, dos intervenciones sucesivas del cuerpo electoral. La primera, en las elecciones que dan paso de una a otra legislatura, en las que, cabe suponer, los distintos partidos incluirán en sus programas las propuestas sobre el desarrollo del “principio”; la segunda, en el referéndum final sobre el texto aprobado en las Cortes.

En consecuencia, para reformar la Constitución en la próxima legislatura (entre el 2016 y el 2020), el “principio” debería ser aprobado por las Cortes en el curso de esta, y difícilmente podrán hacerlo si nadie se lo propone, una propuesta que si se inicia en el Congreso, como es habitual y razonable, ha de ser apoyada por dos grupos parlamentarios, o una quinta parte de los diputados. El PSOE supera ese porcentaje, pero no parece dispuesto ni a actuar por sí solo ni a recabar el apoyo de otro grupo parlamentario. Se limita a pedir, una y otra vez, la creación de una subcomisión en el seno de la Comisión Constitucional del Congreso, no para que esta haga una proposición de reforma, para lo que carece de competencia, sino para dar ocasión a que los partidos hablen de ella y eventualmente se pongan de acuerdo sobre un texto que pudiese recoger el apoyo de dos grupos o setenta diputados. Algo, en definitiva, para lo que no es necesario ni una comisión, ni una subcomisión ni órgano alguno.

No es fácil comprender las razones que han llevado al PSOE a no hacer directamente la proposición de reforma e insistir en esta rebuscada vía; tal vez, cabe pensar, el deseo de asociar desde el comienzo al PP, no para asegurar el éxito de la empresa, sino para no correr el riesgo de que este use en provecho propio la previsible reacción “españolista” frente a la iniciativa. Pero es por el contrario evidente que con esta actitud, los socialistas dejan esa iniciativa en manos de los populares, cuya aversión por la reforma es bien conocida.

Las fuerzas políticas que dominan la política nacional habrán prestado así un doble servicio al independentismo catalán: primero, al negarse de plano a la propuesta de hacer un referéndum legal y puramente consultivo; ahora, al no acometer la reforma de la Constitución. Una nueva y grave manifestación de esa parálisis galopante que puede terminar con la implosión de nuestra democracia constitucional y devolvernos a un pasado del que creíamos haber salido. A la vieja política de darnos una nueva Constitución en lugar de reformar la que tenemos. A la apertura de un “proceso constituyente”, que es ya el objetivo explícito de un poderoso partido político emergente, obstinado en presentar como nuevo este regreso a lo viejo.

Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional; expresidente del Consejo de Estado.

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