Parálisis en la ampliación de la Unión Europea

Por Mira Milosevich, profesora e investigadora del Instituto Universitario Ortega y Gasset (ABC, 30/09/06):

Hace unos días, José Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea, ha afirmado que, después de que Rumanía y Bulgaria se conviertan en estados-miembros de la Unión Europea (1 de enero del 2007), el proceso de ampliación debería paralizarse. Según Barroso, que subrayó que se trata de una opinión estrictamente personal, la UE debería solucionar sus problemas respecto al Tratado de Constitución antes de seguir adelante con el proceso de ampliación. El hecho de que el Tratado de Niza (diciembre de 2000) -que entró en vigor en febrero de 2003, un año antes de que la UE incorporase sus primeros países miembros de la Europa del Este (mayo de 2004)-, contemplara la necesidad de reformas institucionales cuando la UE llegara a 27 miembros, refleja que la paralización actual era algo previsto. La crisis institucional producida por el rechazo de Francia y Holanda al Tratado de Constitución es un problema añadido para quienes defienden la existencia de la UE. Por tanto, cabe preguntarse por qué se ha insistido y se insiste tanto en la ampliación de ésta, aunque los criterios para el ingreso sean cada vez más exigentes. Rumania y Bulgaria, por ejemplo, podrían ser castigadas con una participación limitada en los programas de ayuda si no culminaran las radicales reformas judiciales y económicas que se les imponen como requisito. ¿Ser miembro de la UE es lo mismo para un miembro de la vieja Europa que para uno de la Europa del Este?

Puede que en la insistencia en la ampliación haya algo de sentimiento de culpabilidad, porque, en 1945, en Yalta, los por entonces máximos representantes de Occidente, Churchill y Roosevelt, entregaron a Stalin la Europa del Este, asumiendo que era mucho más conveniente pagar así a la Unión Soviética por su ayuda en la derrota del nazismo que exponerse a un nuevo dominio de Alemania en Europa. Desde el colapso del comunismo, la ampliación de la UE se presenta frecuentemente como una deuda histórica con los países que sufrieron cincuenta años de dictaduras comunistas, pero que desde siempre han pertenecido a Europa. Estas afirmaciones son hipócritas o reflejan una gran ignorancia.

No es cierto que los totalitarismos del siglo XX fueran el único factor que dividió Europa en dos. La existencia de Otra Europa no se debe siquiera a su larga pertenencia a los imperios ruso, austro-húngaro y otomano. La división en dos europas había ocurrido antes, en el siglo XVIII, en la época de la Ilustración. Por entonces, viajar a lugares remotos era algo más que una moda o una búsqueda de aventuras. Era una de las maneras más eficaces de huir del «malestar cultural», que, como todos los intelectuales de la época pensaban, predominaba en el occidente europeo. Entre 1769 y 1791, varios viajeros occidentales (el conde de Sègur, Jon Ledyard, el franciscano Alberto Fortis, Johan Gottfried Herder...), no buscaron a los primitivos en las Américas, como algunos ilustrados, sino que visitaron las tierras de lo que hoy llamamos Europa del Este, describiendo sus pueblos como «civilizaciones jóvenes». Pero nadie antes de Herder, el padre del romanticismo alemán, había denominado a este territorio «zona de bárbaros». Herder fue el primero de los modernos en definir a los eslavos como «bárbaros». Desde entonces, la Europa del Este es más una metáfora para los occidentales que un territorio geográfico.

Si para la UE su ampliación significa pagar una deuda histórica y contribuir a la democratización de los vecinos en interés de su propia seguridad, para los países de la Europa del Este ser miembro de la Unión Europea, o candidato para una futura incorporación, no implica solamente cumplir una serie de condiciones políticas y económicas que les dé derecho a reclamar toda la ayuda posible para su atascada economía agraria e industrial. Se trata de mucho más, aunque no exactamente de cumplir un sueño, como suele decirse. Para estos países, Europa ha sido siempre una mezcla de ilusión y obsesión. Ilusión por ser reconocido como país democrático, lo que pocos de ellos han sido a lo largo de su historia. Obsesión perversa de formar parte de un club donde sabes que te desprecian.

Mientras los ciudadanos de la vieja Europa rechazan su Constitución, los recién integrados se quejan de lo duro que es vivir bajo la continua presión de las instituciones europeas, y los que no son miembros, como los pueblos de los Balcanes, temen quedarse relegados al papel de los «últimos bárbaros». Parece que los países que tienen mayor entusiasmo por la UE son los que aún no son miembros de la misma. Este hecho es un síntoma claro de un problema mayor: la ampliación ha sido más una herramienta de la política exterior de la UE que un proceso político, económico, social y cultural con una evolución histórica coherente. No es posible superar dos siglos de división de Europa en treinta años. La ampliación de la UE ha contribuido, sin duda alguna, a la consolidación de la democracia en los países ex comunistas, como lo hizo en España, pero ¿qué beneficio ha traído a la UE? Aparte de agudizar problemas ya existentes, como el mantenimiento de un costoso aparato burocrático o una continua crisis de identidad, la falta de una política común exterior o de defensa, la ampliación le ha traído a la Unión Europea problemas nuevos, como porosidad de fronteras, inmigración anárquica, nacionalismo, infiltración de mafias y decepción de los antiguos miembros. ¿Es suficiente tener una UE solidaria? No, pero suena muy bien.