Parece que no aprendemos

Ya lo decía el otro: la historia de España es un cuento muy triste, porque siempre acaba mal. Y tenía razón. Siempre acaba mal porque siempre empieza demasiado bien y nos confiamos. Muy listos, desde luego, no somos. Oscilamos entre un pesimismo negro, tremendamente crítico con nosotros mismos, y un triunfalismo ramplón y simplista que a algunos les reconforta, pero que no dice mucho de nuestro cociente intelectual colectivo. Una cosa es rebatir las calumnias de la leyenda negra y otra muy distinta pretender que la nuestra es una historia panglosiana, la mejor de las historias posibles.

Hoy parecemos abocados a uno de esos finales desastrosos a los que nos arrastra ese optimismo ingenuo, con tonos de triunfalismo, que se apodera de nosotros casi siempre que vivimos un cambio de régimen político. Ocurrió con las repúblicas, la primera y la segunda, ocurrió con la Restauración canovista; antes había ocurrido con las Cortes de Cádiz, con el Trienio Liberal y con el reinado de Isabel II. Y nos está ocurriendo ahora, tras tanto enorgullecernos de una Transición que teníamos por modélica y que exhibíamos como ejemplo para el mundo. Suena como una jeremiada, pero de verdad parece que no aprendemos.

Igual que en la primavera de 1931, entre 1976 y 1978 transitamos de la dictadura a la democracia en un arrebato de optimismo y euforia, a pesar de que tuvimos que arrostrar en ambos casos una terrible crisis económica que parecía capaz de hacernos naufragar. Sin embargo, el optimismo triunfó; todos parecíamos dispuestos a ceder un poco para lograr el bien de todos. Y se logró. Pero el optimismo que nos salvó también nos cegó ante realidades muy duras que no quisimos tomar en consideración en el ambiente de avenencia fraternal que predominó entonces. Nos negamos a reconocer que no todo el mundo era bueno. En particular, quisimos creer que los nacionalistas entreverados de separatismo eran honrados y leales porque habían sido perseguidos por el régimen franquista como el resto de los demócratas; suponiendo, naturalmente, que la democracia de ellos fuera la misma que la nuestra. Como también supusimos que los comunistas eran demócratas porque eran de los que más sufrieron la persecución franquista. Y así nos ha ido.

En aquel clima de exaltación beatífica no se nos ocurrió imitar a los alemanes de la postguerra e ilegalizar a los partidos que rechazaran principios básicos de la Constitución, tales como que ésta «se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» o que «el castellano es la lengua española oficial del Estado» (arts. 2 y 3). Hasta tal extremo quisimos congraciarnos con los nacionalistas que permitimos que los redactores de la Carta Magna nos dejaran un título VIII, sobre la organización territorial, que es un verdadero galimatías, que ha permitido a los nacionalseparatistas campar por sus respetos, que todo el mundo sabe que está muy mal concebido, que casi nadie sabe qué hacer con él y que los que saben apenas se atreven a decirlo. Tampoco se nos ocurrió privar de representación en el Congreso a partidos que no alcanzasen un porcentaje sustancial del voto nacional, dando así cómoda entrada a participar en la gobernación del país a partidos a quienes el solo nombre de España repele o repugna. Y tampoco planteamos la posibilidad de ilegalizar a partidos cuya ideología propugnara un régimen dictatorial o totalitario, fuera éste de derechas (fascista) o de izquierdas (comunista). Como todo el mundo es bueno, estas exclusiones se antojaban algo totalitarias en sí mismas. Y así nos va.

Pero no se acaban aquí nuestros errores, ni mucho menos. Lo peor fue que el espíritu delicuescente con los nacionalistas continuó, incluso aumentó, después de aprobada la Constitución. Los gobiernos y los jueces se mostraban dispuestos a interpretar las leyes de la manera más favorable para el nacionalismo, que cada día se tornaba más separatista en vista de la paciencia con que se toleraban sus tropelías y violaciones de la legalidad. En su ingenuidad, incluso un buen amigo mío llegó a proponer en serio que entrara Jordi Pujol en el Gobierno de España, incluso que se le hiciera presidente. Hoy, según están las cosas, quizá no pareciera una idea tan disparatada como me pareció a mí entonces; o al propio Pujol, por cierto. A él, en todo caso, se le dejó irse de rositas del embrollo de corrupción que dejó con su engendro de Banca Catalana; así pudo verse claramente que sí había un fet diferencial. Pujol tenía en España, como los ingleses en la China del siglo XIX, extraterritorialidad: ni con Pujol ni con los ingleses iban las leyes locales. Esto es lo que han conseguido en España los separatistas. La ley española no sólo no va con ellos, sino que, con el actual Gobierno, se amolda a ellos.

Nuestra miopía con el separatismo ha sido asombrosa. No parecíamos darnos cuenta de que la benevolencia, en lugar de apaciguar sus espíritus, los exaltaba. El separatismo, especialmente el catalán, está movido por intereses económicos muy simples. Los separatistas quieren mandar ellos solos en Cataluña para explotar ellos solos al sufrido pueblo catalán, tanto a los no separatistas como, sobre todo, a los separatistas de a pie que, cegados por la pasión nacionalista, llevan ya más de una generación dejándose esquilmar por sus amados líderes. Éstos saben que el camino hacia la total separación es largo (aunque Sánchez Pérez-Castejón lo está acortando sensiblemente). Pero los duelos con pan son menos. Mientras se puedan conseguir del Gobierno de España carretadas de dinero que, de un modo u otro, encuentran su camino hacia el bolsillo de los amados líderes, la opresión de España es menos insoportable. Además, resulta extremamente satisfactorio embolsarse ese dinero mientras se acusa a los pardillos españoles de explotar a Cataluña. Y el truco ha dado un gran resultado: cuanto más se les vilipendia, más generosos se muestran los gobiernos españoles con los «oprimidos» separatistas. Es como una pescadilla que se muerde la cola: cuantas más transferencias, más insultos; y cuantos más insultos, más transferencias.

Hasta cuando los partidos constitucionalistas (entonces el PSOE lo era a medias) tuvieron que aplicar al Gobierno catalán el art. 155 de la Constitución a resultas de su rebelión en 2017, lo hicieron con miedo, dudando mucho; y cuando por fin se decidieron, tras decir el Rey lo que Rajoy no se atrevió a expresar, quedaron como murmurando: «¡Huy lo que hemos hecho!"» y suspendieron su aplicación en un plazo absurdamente breve.

Pero si ya estaban cómodos los separatistas antes (aunque quejumbrosos porque el Gobierno español les hubiera aplicado la ley, aunque suavemente), con Pedro Sánchez en el poder están en la gloria. Gobiernan España por persona interpuesta. Son indultados, modifican el Código Penal a su conveniencia, se les trata con respeto mientras se injuria a los constitucionalistas. No es que se haya perdonado a los separatistas: se les ha felicitado. Pero todo les parece poco: quieren amnistía, referéndum, más dinero, etc. Es muy posible que consigan la independencia de hecho, pero dejen un pie dentro de España (Estado libre asociado), con dos objetos: seguir cobrando del «Estado explotador» y seguir apoyando al PSOE, que sin Cataluña desaparecería del mapa. Y no es que amen al PSOE: es que si éste dejara de gobernar podrían (¡horror!) reducirse las transferencias.

El Estado español lleva 45 años cediendo ante los separatistas. En ese tiempo la opinión separatista en Cataluña ha pasado de la insignificancia a representar en torno a un 40% de la población, habiendo crecido desmesuradamente las exigencias y el sentimiento de agravio: los «agraviados» quieren nuevo estatuto, que sería el cuarto, quieren que la ley española, de la Constitución para abajo, se amolde o deje de aplicarse definitivamente en Cataluña, quieren referéndum, independencia, más dinero... Y ahora nos dice Pedro Sánchez que todas sus cesiones y las pleitesías que les rinde se deben a su deseo de «mejorar la convivencia». Es decir, que tras 45 años de cesiones, con el resultado que estamos viendo, la solución es ceder mucho más aún. ¿Cree Sánchez que hemos olvidado que en 2017 afirmaba que Puigdemont y sus cómplices habían cometido «delito de rebelión»? ¿Recuerda este señor que en 2004 su partido accedió al poder al grito de «¡España se merece un Gobierno que no mienta!»? ¿Qué es lo que España se merece hoy? ¿Un Gobierno que sí mienta?

¡Qué razón tenía Jaime Gil de Biedma!

Gabriel Tortella es economista e historiador. Coautor entre otros libros de 'Cataluña en España. Historia y mito' (Gadir)

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