Parlamentarismo democrático

I. Dentro de la necesaria separación de poderes, toda sociedad organizada como Estado dispone hoy día, al menos, de una asamblea o cámara para el debate y la aprobación de las leyes que han de regir la convivencia entre sus nacionales.

Quedan atrás épocas históricas en las que los pueblos eran gobernados solamente por una persona, una familia o un grupo social, aunque, en ocasiones, se acompañasen de un órgano constituido por miembros de confianza para su asesoramiento o consulta no vinculante.

Por otra parte, no auguramos un fructífero futuro para el modelo legislativo de corte totalitario basado en un partido excluyente, que elimina toda discrepancia y que subsiste gracias a una férrea disciplina.

Impulsados, pues, por el sentimiento de plantear y discutir opciones sobre el camino a seguir en busca de una sociedad más justa y libre, pensamos que cabe cuestionar algunos aspectos del actual sistema parlamentario. Ello se convierte en una necesidad intelectual, cuando no en una exigencia moral.

II. En este sentido, presentamos una objeción de fondo al vigente sistema de constitución de los órganos legislativos españoles, aunque la idea puede extenderse a otras naciones. Nos referimos, obviamente, al construido sobre la participación de los partidos políticos, parciales por su propia naturaleza y denominación.

La mera contemplación de la realidad nos muestra que los partidos políticos constituyen unas empresas cuyos orígenes, organización, cuadros dirigentes y fines sirven de modo preponderante a su propio beneficio. Cada cierto tiempo, los ciudadanos son llamados a pronunciarse sobre unos programas que desconocen, cuando no son modificados u olvidados por los máximos responsables de esas formaciones en atención a espurios objetivos coyunturales. De este modo, un partido político que se proclama inequívocamente nacional puede establecer acuerdos de gobierno con otro de corte independentista, a la vez que un grupo de aparente inspiración democrática puede pactar con uno reconocidamente autoritario. Paradójico sistema, de sobra conocido en la mayoría de los países del mundo e, inequívocamente, en la realidad española.

III. Mientras se articula o no una distinta modalidad de participación del pueblo en el poder político (en los cambios importantes, no es admisible la precipitación), pueden apuntarse reformas concretas que coadyuven a la mejora de la presente situación e insistan en aspectos válidos para propuestas futuras.

En primer lugar, los representantes elegidos han de ser seleccionados conforme a transparentes procedimientos y deben gozar de las mismas atribuciones. Dentro de los derechos intrínsecos al cargo, de los que no se debe disfrutar más allá de su tiempo de desempeño, todo parlamentario tiene el de actuar con absoluta libertad tanto en el uso de la palabra como en el acto de la votación. Produce sonrojo el hecho de que el portavoz de un grupo político indique el sentido de voto a los miembros de su formación. Es un claro ejemplo de deficiencia democrática en las cámaras legislativas.

Pero no es el único. En comisión o en pleno, a nivel nacional o autonómico, todo representante elegido democráticamente goza de inviolabilidad, no pudiendo ser sometido a proceso alguno por sus opiniones o pronunciamientos en el ejercicio de sus funciones. En consecuencia, disfruta de absoluta libertad de expresión, debiendo registrarse fielmente el contenido de sus intervenciones en la correspondiente acta, para su conservación de cara al futuro. Por tanto, la presidencia de la Cámara, a la que incumben labores de gestión y de dirección, no puede censurar el contenido de lo manifestado por los diputados y, mucho menos, hacer observaciones sobre lo que debe recogerse o no en acta. La libre expresión se completa con la obligada transcripción, absoluta y fidedigna. No puede aceptarse su limitación, por nimia que parezca.

Como sucede en cualquier órgano institucional, judicial o administrativo, de carácter público o privado, quien ocasionalmente ostenta la dirección no puede interferir en la labor de los fedatarios, que existen precisamente para dar fe con absoluta libertad y de modo exclusivo de todo cuanto acontece. Constituiría un grave quebranto en el funcionamiento de una cámara legislativa atribuir a su presidencia una función de censura; en ese supuesto, resultaría afectada la esencia democrática de tan importante institución. Cuestión diferente es velar por el buen orden de la sesión, lo que no suele plantear problema.

IV. Tampoco son insignificantes los aspectos materiales que facilitan el desempeño de su labor por parte de los parlamentarios electos. Todos tienen derecho a idénticos beneficios, servicios y prerrogativas. La discriminación (también, aquí) viola frontalmente el principio de igualdad.

No resultaría de recibo el diferente trato recibido por un miembro de una cámara legislativa en función de su adscripción ideológica, opiniones vertidas o independencia manifiesta. La aceptación (incluso, la tácita tolerancia) de distinta retribución económica o de desigual suministro de medios a cada representante constituiría una medida nada democrática. Con razonable fundamento, podría presumirse que se estaría persiguiendo la obtención de un concreto comportamiento por parte de la persona afectada, o que se trataría de una acción de represalia o castigo (piénsese, por ejemplo, en los diputados no adscritos). Y esto vale tanto para la denegación de un despacho a quien carece del mismo (supuesto que se nos alcanza inconcebible, aunque factible), como para el disfrute de reglamentarias dietas y asesores en idéntica proporción que los restantes miembros de la misma cámara.

V. Si se produjera alguna de estas infracciones, u otra de similar factura, sería difícil reconocer talante democrático a sus máximos responsables, al mismo tiempo que se percibiría claramente la pasividad de quienes la tolerasen sin manifestar de modo inequívoco su disconformidad. En otras palabras, el comportamiento ruin salpicaría a muchos.

A la corrección de sus deficiencias, pues, deben dirigirse los esfuerzos de las personas de profundas convicciones democráticas, con el respaldo en última instancia de los órganos judiciales y, por supuesto, con el amparo del Tribunal Constitucional.

José Martín Ostos es catedrático de Derecho Procesal.

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