Parlamentarismo y Estado de partidos

Decía Borges que hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos. Algo de lo anterior ha sucedido con la Tribuna de Guillermo Gortázar “Solo el parlamentarismo puede salvarnos” que replica una anterior mía “Delenda est parlamentarismo” en donde, por mi parte, se criticaba la forma de gobierno de los regímenes parlamentarios, aspecto éste que Gortázar entiende equivocado. El artículo de Gortázar se centra en cuestiones que, la mayoría de ellas, no han sido planteadas por mí. También da la razón, sin embargo, a alguna de mis tesis. Siendo, finalmente, yo quien está de acuerdo con determinadas reflexiones suyas. Así que el debate, en lugar de un choque de trenes, se ha convertido en algo fructífero e interesante. Sigamos, pues, brevemente con él.

Empezando por las divergencias. En ningún caso entre mis conclusiones está, como afirma Gortázar que “el Parlamento es parte del problema y no de la solución”. Todo lo contrario, mi análisis censura una forma determinada de gobierno, el parlamentarismo, no la institución parlamentaria. Así, en EE.UU. hay un Parlamento -el Parlamento más poderoso del mundo-, pero no hay parlamentarismo, sino presidencialismo. El Parlamento es imprescindible para la existencia de una verdadera democracia. No así el régimen parlamentario que, a lo sumo, es solo una de las posibles formas de organizar un sistema representativo, y no precisamente la mejor.

La voz “parlamentarismo” o “régimen parlamentario” no se refiere a la existencia de Parlamento, sino a la concreta relación entre ejecutivo y legislativo, que se articula mediante una serie de mecanismos: la investidura, la moción de censura, la cuestión de confianza, la disolución anticipada del Parlamento por el gobierno, el banco azul -la presencia cotidiana de los ministros en el Parlamento que tienen la facultad de hacerse oír en las cámaras- etc. Esta relación consiste en que el gobierno emana del Parlamento (investidura), se integra en él (banco azul) y depende de él (puede ser derribado por una moción de censura). Esta dependencia mutua o fusión de poderes, que es la esencia del parlamentarismo, es exactamente lo contrario a la separación de poderes.

De ahí la importancia de “los valores ilustrados de la Revolución francesa” señalados en mi artículo y que Gortázar considera como “un ejemplo no válido”: cuando fueron precisamente esos valores ilustrados los que propiciaron primero la independencia de los EE.UU. en 1776 y, después, junto a otros acontecimientos políticos, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Documento que, en su artículo XVI, determina: “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”.

Desde ese momento, la separación de poderes es esencial para poder hablar de Constitución, de libertad y de democracia. Ya lo había señalado Montesquieu con anterioridad: “Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura el poder legislativo está unido al poder ejecutivo, no hay libertad”. De ahí la importancia de la existencia de una separación de poderes desde su origen (desde su elección), ya que su finalidad es crear límites al ejercicio de éstos y marcar una división entre quien legisla, quien aplica la ley y quien gobierna. Aspectos estos que no se cumplen en un régimen parlamentario.

Como Gortázar ha publicado sobre esta cuestión, creo que él no confunde ambos conceptos (Parlamento y parlamentarismo), pero sí introduce un matiz difuso al aceptar mi diagnóstico respecto a la conversión de determinados modelos parlamentarios en la forma oligárquica actual de “Estados de partido”. Gortázar salva dos ejemplos para él parlamentarios: “el modelo de la monarquía parlamentaria por excelencia es el Reino Unido y en las repúblicas, los Estados Unidos”. Una excepción que puede ser correcta respecto a su no configuración como “Estados de partido”, pero no por la existencia de un Parlamento.

En ambos casos, lo anterior es así porque en la tradición jurídica anglosajona no existe diferencia entre el Derecho público y el Derecho privado. El Derecho es un todo previo que no es estatal. Así, el equivalente anglosajón al Estado de Derecho continental es el Gobierno bajo el imperio de la ley. Allí ni el Estado crea el Derecho, ni los partidos políticos pueden ser parte del Estado. Es la jurisprudencia quien crea el Derecho y los partidos políticos son parte de la sociedad, nunca del Estado.

Además, como muy bien ha señalado Antonio García Trevijano, el concepto de “Estado de partidos” surge después de la II Segunda Guerra Mundial en Alemania, siendo su creador el jurista Gerhard Leibholz, magistrado de su Tribunal Constitucional, quien consideró a los partidos políticos como órganos estatales ya que reciben financiación del Estado y son parte del mismo. Bajo este patrón, que es nuestro modelo del 78, los partidos deben actuar dentro de los límites impuestos por la Constitución. No forman parte de la sociedad civil ni tienen que ver, por tanto, con la libertad política. Este modelo estatal de partidos es absolutamente imposible en los EE.UU. y, por el momento, también en el Reino Unido.

Coincido plenamente con Gortázar respecto a lo señalado por él de que son los regímenes totalitarios los que eliminan el poder independiente del Parlamento, con la salvedad, por mi parte, de que yo entiendo que el Estado de partidos, al ser un instrumento oligárquico, también tiende al totalitarismo. En un doble sentido: por una parte, al hacer imposible la libertad política del pueblo a través de una elección directa del gobierno; y, en segundo lugar, al introducir las ideologías de los partidos dentro del Estado, lo que produce lo que ya identificó Fréderic Bastiat en 1850 como el “despojo legal”, leyes moralizantes que persiguen al disidente e invaden el espacio privado de las personas.

Respecto a la “tradición antiparlamentaria en Europa y en España”, simplemente recordar que la figura del “cirujano de hierro” fue reclamada por Joaquín Costa en 1902 ante un régimen, como fue el de la Restauración de 1876, (constitucional no parlamentario) que, por mucho que se quiera rescatar ahora, era pura ficción: ni los partidos eran partidos, ni el Parlamento era Parlamento, ni las elecciones eran elecciones. De ahí que el golpe monárquico del general Primo de Rivera en 1923, auspiciado por Alfonso XIII (el rey perjuro según Rafael Borràs) no fuera más, desde su origen hasta su finalización, que una actuación de la monarquía a favor de sus intereses.

Para terminar, reflexiona con acierto Gortázar sobre la necesidad de realizar reformas profundas en el régimen del 78. Ahí estamos de acuerdo. Somos muchos los que las llevamos propugnando, algunos incluso antes de la aparición de los episodios que precipitaron la abdicación de Juan Carlos I. Por ejemplo EL ESPAÑOL, que tan amablemente nos ofrece su espacio para debatir sobre estas cuestiones, situó en la “división de los poderes del Estado” (separar el Ejecutivo del Legislativo) una de sus 30 obsesiones fundacionales (un jefe del Ejecutivo elegido directamente por los ciudadanos tendría un mandato claro para gobernar pero no para legislar a su gusto. De la misma forma, los parlamentarios tendrían independencia para aprobar leyes y fiscalizar al Gobierno, pero no para determinar su gestión. Es el sistema de equilibrios y contrapesos, habitualmente republicano pero compatible con la Monarquía).

Que el parlamentarismo es parte del problema y el presidencialismo parte de la solución es evidente para quien quiera verlo. De cualquier forma, éste continuará siendo uno de los debates intelectuales del momento, y Guillermo Gortázar, sin duda, es una de las personas más preocupadas por el mismo. Bienvenidas sean todas sus aportaciones.

Javier Castro-Villacañas es abogado y autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).

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