Parlamento adolescente

Es, con toda seguridad, una de las citas más manidas de la historia, pero no por ello menos cierta. Me refiero a aquella que se atribuye a Antonio Gramsci: “La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. Esto es, precisamente, lo que le ocurre a nuestro sistema parlamentario.

La incapacidad de los partidos para llegar a un acuerdo que permita la formación de gobierno, la situación de bloqueo que el país vive desde hace ya casi un año y la apariencia de inestabilidad y fragmentación que presenta el Congreso, han generado ante la opinión pública la percepción de que nuestro sistema político está en crisis.

Y ciertamente lo está, aunque no en un sentido fatídico. Lo que estamos contemplando es el tránsito del parlamentarismo español a la edad adulta. Se trata de un viaje largo y accidentado, en el que el viejo modelo de gobiernos robustos apoyados en mayorías parlamentarias del PP o del PSOE completadas con partidos nacionalistas se resiste a morir, para ceder paso al nuevo modelo configurado por los ciudadanos en las urnas.

Esta configuración dotaba a los ejecutivos de un poder extraordinario que, lejos de hallar fiscalización y escrutinio en el Parlamento, encontraban en las Cortes un apoyo más para ejercer el mando. El proceso de concentración de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) en manos del Gobierno, del partido que lo sostiene y, en última instancia, de quien tiene la facultad de presidir ambos, ha fulminado todos los mecanismos internos de equilibrio y hecho desaparecer las delgadas líneas rojas que garantizan el principio de separación de poderes. Si unimos a esto el proceso de fragmentación del poder del Estado desde el punto de vista vertical (Estado central y autonomías) con procesos soberanistas que amenazan su misma pervivencia, obtenemos la foto de la crisis política que atravesamos, descrita en feliz expresión por el profesor Blanco Valdés como “Gobierno creciente, Estado menguante”.

Pero el pasado 20 de diciembre algo cambió. Ese día los ciudadanos eligieron poner fin al sistema de amplias mayorías parlamentarias que permitía gobernar sin sentarse a dialogar, negociar y pactar con el otro. En aquella ocasión, como después, el 26 de julio, los españoles decidieron que ya no sería posible gobernar de espaldas a la mitad de país. Y, ahora, corresponde a los políticos la tarea de recoger el mandato de los ciudadanos y ponerlo en práctica.

Sin embargo, en el nuevo escenario descubrimos a la mayoría de los partidos desorientados. Los actores se desenvuelven con rigidez en este entorno cambiante, se muestran torpes, a menudo buscan el conflicto, montan broncas y traslucen ansiedad. Todo esto ha generado no pocas complicaciones: el Ejecutivo ha desatado un conflicto de atribuciones al entender que, por estar en funciones, no puede estar sujeto a control parlamentario, cuando, por pura lógica democrática, tanto más habría de estarlo en estas circunstancias. Además, el Gobierno no parece entender bien cuál es el papel que desempeña la Presidencia del Congreso, que pretende tener más a su servicio que al de todos los ciudadanos a los que la Cámara representa. Por otro lado, parte de la oposición permanece instalada en una concepción estética de la política, que nos mantiene ocupados en debates estériles, como el de si el ministro Guindos comparece en Pleno o en Comisión, cuando lo relevante son las explicaciones al Parlamento por el caso Soria y la asunción de responsabilidades políticas por tamaño fiasco.

El diagnóstico es problemático, pero no es grave: nuestro Parlamento es un adolescente que trata de adaptarse a las rápidas transformaciones que se operan en él, y todos los signos que observamos no son sino tribulaciones propias de su tránsito hacia la madurez.

Porque el nuevo Congreso plural, lejos de suponer un retroceso que nos adentra en la peligrosa senda del desgobierno, es la constatación de que la democracia española se ha hecho adulta. La configuración multipartidista nos permitirá establecer una verdadera separación de poderes, en la que el Parlamento actúe como auténtico contrapeso al poder del Ejecutivo. Pero, para que esto tenga lugar, es ineludible que los partidos desbloqueen la situación.

No podemos trasladar a los votantes la tarea de resolver la gobernabilidad, olvidando que esta es una democracia representativa y que son los ciudadanos los que delegan, mediante el sufragio, el cometido de la formación de gobierno. No podemos condenar al país a un bloqueo indefinido, hasta que los españoles resuelvan por nosotros, en las urnas, los desafíos políticos que los partidos no somos capaces de abordar.

A los representantes políticos nos toca la responsabilidad de interpretar la decisión compleja que los votantes expresan en cada cita electoral. Claro, que solo los líderes fuertes tienen la capacidad de tomar decisiones difíciles y de explicarlas ante su electorado. Solo los fuertes dialogan, negocian y llegan a acuerdos.

No hay que temer al pluralismo parlamentario. La nueva configuración del sistema de partidos nos acerca a las viejas democracias de nuestro entorno, nos permite recuperar el Congreso como sede de la vida política nacional, obliga a retomar el diálogo y el acuerdo que protagonizaron nuestros mejores años como país, aquellos en los que nos ganamos la libertad y la democracia. Y no supone una condena a la inestabilidad y el desgobierno. Al revés. Contra el fatalismo también conviene recordar que nuestro sistema parlamentario ha demostrado ser dúctil y tener una gran capacidad para incorporar la discrepancia e integrar a las minorías.

Hace unos años, la desafección y la indignación acampaban en las plazas. Hoy, el surgimiento de los nuevos partidos ha permitido dotar de representación a muchos ciudadanos que se sentían privados de voz en las instituciones. Nunca antes el Congreso se pareció tanto a la España real. Basta con echar un vistazo a sus pasillos para contrastar el crisol de peinados, estilos, atuendos y colores que lo habitan. El Parlamento es ahora más joven y más plural. Ha sabido incorporar las actitudes y los valores de las distintas identidades, ideologías y aspiraciones generacionales de una sociedad madura, y el resultado es una muestra más representativa del país.

Pero el Parlamento no es la calle, ni el confortable grupo de amigos o colegas de partido donde el adolescente se siente fuerte. Ganar influencia política, y en último término ser útiles a los ciudadanos, pasa, inexorablemente, por abrazar el pragmatismo y abandonar la intransigencia Ha llegado la hora de que los partidos asuman las responsabilidades de un parlamentarismo maduro, que pueda encarar con determinación los dilemas del presente y afrontar con liderazgo los retos del futuro.

El resultado ha de ser la renuncia a las posturas maximalistas en aras de un posibilismo necesario, pues el diálogo y la búsqueda del entendimiento son hoy el único motor posible del cambio. El horizonte puede parecer complicado, pero nadie dijo que hacerse mayor fuera fácil.

José Ignacio Prendes es diputado de Ciudadanos y vicepresidente 1º del Congreso.

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