Paro: ¿un problema para mucho tiempo?

La EPA del último trimestre de 2014, que se publicó ayer, arroja una cifra de paro de 5.457.700 personas, 477.900 menos que en el mismo trimestre del año anterior, con una reducción de la población activa próxima a 44.000 personas en el ejercicio, lo que ha conducido a un aumento del empleo en 433.900 personas durante 2014. Esos valores constituyen un importantísimo éxito del Gobierno actual. Gracias a las reformas que ha emprendido, la economía española es ahora capaz de crear un volumen elevado de empleo incluso con tasas relativamente reducidas de crecimiento del PIB. Tales resultados son el fruto combinado de tasas interanuales positivas de crecimiento del PIB, aunque todavía modestas, de una reforma laboral muy importante y de algunas reducciones en las cotizaciones sociales de los salarios más bajos.

Paro: ¿un problema para mucho tiempo?Pero si en un año el empleo computado por la EPA ha aumentado en 433.900 personas, a ese ritmo tardaríamos más de diez años en pasar desde 5.457.700 al entorno de un millón de parados, cifra equivalente a un 4,3% de la población activa y muy próxima a la del 4%, nivel de paro inevitable en las economías avanzadas (paro «friccional»). Incluso suponiendo tasas interanuales de crecimiento del PIB próximas al 3%, no lograríamos probablemente ese objetivo de solo un millón de parados hasta entrados los años veinte de este siglo. Demasiado tiempo para un problema tan extenso, angustioso y desintegrador socialmente como el paro, cualquiera que sea su auténtica y siempre discutible cuantía. Acelerar ese proceso no va a resultar tarea fácil. La primera y más importante de las medidas necesarias es la de alcanzar tasas elevadas de crecimiento del PIB. Resultaría indispensable, por tanto, persistir con firmeza en las políticas que han llevado al éxito de hoy, políticas que no son compatibles ni con aumentos relativos del gasto público ni con niveles impositivos más elevados, especialmente en los tributos que recaen sobre la renta o el patrimonio, por sus efectos desincentivos.

Tampoco con una «renegociación» de nuestra deuda pública, como algunos están propugnando, pues eso nos cerraría las puertas de las indispensables financiaciones futuras. Esa «renegociación» sólo se consideraría no estigmatizante para España si consistiese en una rebaja porcentualmente igual y simultánea de los nominales de la deuda de todos los países del planeta («hair cut»), lo que parece irrealizable.

La segunda medida para acelerar el empleo tendría que consistir en una reducción drástica de las cotizaciones sociales a cargo de las empresas. Esas cotizaciones constituyen un auténtico y perturbador impuesto sobre el empleo, además de un tributo anticuado en su regulación, pues se exigen mediante tipos nominalmente muy elevados que recaen sobre «bases tarifadas» por categorías profesionales casi sin atender a la cuantía efectiva de los salarios percibidos. Mientras más altas sean esas cotizaciones, menor será el empleo y de ahí que deban reducirse de forma apreciable para aumentarlo. En España las cotizaciones recaudan proporcionalmente más que en otros muchos países, aumentando nuestros costes de producción, reduciendo nuestra competitividad y fomentando vigorosamente la economía sumergida. Por eso los organismos internacionales han recomendado reiteradamente que reduzcamos las cotizaciones para recuperar pronto un nivel aceptable de empleo y para mejorar nuestra capacidad de competir nacional e internacionalmente.

Sin embargo, reducir las cotizaciones no resulta fácil porque financian el sistema público de pensiones. Para evitar la quiebra de tal sistema, esa reducción tendría que venir compensada por el aumento de otros ingresos fiscales o por una drástica reducción de gastos públicos aplicada a esa finalidad. El Gobierno ha hecho desaparecer ya más de 2.000 organismos y empresas públicas con ahorros acumulados de más de 18.000 millones de euros. Sin duda podrían realizarse otras reformas en este ámbito, como la supresión de Diputaciones y la reducción de Ayuntamientos, pero despertarían intensas pasiones locales además de ofrecer serias dificultades a la vista de los artículos 140 y 141 de la Constitución.

Es posible que, a la larga, la solución financiera para las pensiones públicas tenga que venir por un cambio desde el actual sistema de reparto al de capitalización nocional, pero mientras tanto -e, incluso, durante la transición a ese nuevo sistema- resultarán necesarios algunos ingresos compensatorios que tendrían que buscarse por ahora en un ámbito distinto. Desde luego el primer cambio en las cotizaciones debería ser el de modificar su estructura para que sus bases se aproximasen al valor efectivo de los salarios y permitiesen una reducción de sus tipos nominales de gravamen. Recaudarlas simultáneamente con la retención de los ingresos por trabajo del IRPF ahorraría, además, cuantiosos gastos de gestión, no sólo para la Administración pública sino también para las empresas.

Pero tampoco esos cambios, valiosos para la eficiencia y la equidad pero no tan importantes desde el punto de vista recaudatorio, resultarían suficientes. Se necesitarían, además, ingresos adicionales que coadyuvasen a la financiación del sistema público de pensiones y reforzasen su estabilidad. El mejor candidato para esa tarea sería el IVA y por eso la tercera medida para acelerar el empleo tendría que consistir en un aumento del IVA que compensase una importante reducción de unas cotizaciones modernizadas. Ese aumento no afectaría a los incentivos para trabajar ni para invertir como lo haría un aumento en el IRPF, Sociedades, Patrimonio o Sucesiones y, además, nuestras exportaciones se verían fuertemente favorecidas, al reducirse sus costes de producción gracias a las menores cotizaciones y no soportar mayores impuestos, al estar exentas del IVA. Las importaciones probablemente tenderían a disminuir, porque pagarían el IVA al mismo tipo incrementado que la producción nacional, como lo hacen hoy, pero competirían con unos productos nacionales con menores costes al soportar unas cotizaciones sociales más reducidas. El apoyo recaudatorio del IVA -uno de los impuestos más potentes del sistema tributario- daría mayor estabilidad a la financiación de las pensiones públicas, asegurando mejor su futuro. Con el cambio ganarían las empresas exportadoras y las que utilizan personal y perderían los importadores y los que utilizan en mayor proporción bienes de capital. El efecto del aumento del IVA sobre el nivel general de precios podría ser prácticamente nulo, al reducirse simultáneamente los costes de producción por la caída de las cotizaciones.

No resulta popular propugnar un aumento del IVA, sobre todo en épocas electorales y aunque venga compensado por una disminución de las cotizaciones en igual cuantía. El Gobierno se ha opuesto reiteradamente a esa propuesta, debido quizá a experiencias y compromisos anteriores. Pero la sociedad española sabe que el paro es el primer problema de la nación y que constituye un auténtico drama para quienes lo soportan. El aumento del IVA, disminuyendo en igual cuantía unas cotizaciones modernizadas, debería entenderse como un cambio necesario y de coste global prácticamente nulo para acelerar la reducción del paro. Por eso tal propuesta debería sopesarse una vez pasadas las múltiples citas electorales de este año y aunque los intereses afectados, el populismo y la demagogia organizasen campañas bien orquestadas en su contra, como es habitual en estos casos.

Otra posibilidad es no hacer nada, esperando que, al cabo de bastantes años, el crecimiento de la producción terminase por situar el desempleo en niveles puramente friccionales. Pero el paro exige de soluciones urgentes, pues constituye el semillero principal de muchos de nuestros males sociales. Más IVA y menos cotizaciones darían estabilidad a la financiación de las pensiones públicas, mejorarían nuestra posición en los mercados nacionales e internacionales y, sobre todo, acelerarían la reducción del paro. Un camino que ya han recorrido con éxito otros países de nuestro entorno.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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