Parsifal o la gran belleza

Friedrich Nietzsche, energúmeno exigente donde los haya, sólo concedió su admiración y respeto a un creador contemporáneo, Richard Wagner, pero tras años de amistad se la retiró por componer Parsifal, donde, según el exaltado filósofo, Wagner había traicionado sus principios, rindiéndose al cristianismo.

Lo que Nietzsche confundió en ese momento sigue sin entenderse un siglo más tarde. Wagner no se convirtió al cristianismo, sino que, en una tesitura plenamente nietzscheana, vislumbró al superhombre cristiano y le llamó Parsifal, el caballero que, en busca del Grial, alcanza durante su viaje un estadio superior de evolución que le hace ver la realidad cambiada por su capacidad suprasensorial de percepción.

En resumen, Wagner entró o cayó –según los gustos– en el misticismo y Parsifal es el arquetipo del cristianismo místico que podría existir en el futuro. Nietzsche, que pregonaba el superhombre, debió haberlo captado, pero su trascendencia era sólo de la voluntad, no de la consciencia. Se quedó en la acción cuando Wagner volaba hacia la mística.

Parsifal es una de las obras de arte más excelsas que jamás se haya compuesto. Se la puede calificar de sublime y parangonar con la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, La Tempestad de Shakespeare o el Hermes de Praxíteles. Lo sublime va más allá de la belleza, incluyendo un escalofrío sobrecogedor ante las fuerzas elementales de la naturaleza. Nietzsche no llegó a captarlo y se refugió en las obras de Berliotz, para luego enloquecer.

Lo malo es que lo que Nietzsche no logró ver será difícil que lo vean nuestros contemporáneos sepultados por el tsunami de feísmo dirigido contra la gran belleza. Una conjura de necios se ha propuesto enmendar la plana a Wagner desnaturalizando sus obras por medio de lo que puedan cambiar. Ni la música ni las palabras han sido atacadas; pero ya que no podemos alterar lo que se oye, “modernicemos” lo que se ve.

¿Quién se negará a modernizar algo si con ello se mejora?, pero ¿y si empeora? Kubrick, en 2001: Una odisea en el espacio, usó El Danubio azul para unir dos naves espaciales y a Zaratustra para un eclipse, logrando sugerir emociones nuevas. Pero los escenógrafos no son Kubrick y en lugar de mejorar la emoción estética buscada por Richard Wagner, la destruyen por los ojos.

No es lo mismo que Parsifal entre en un templo románico como Sant Pere de Roda a que entre en una mina de carbón; no es lo mismo Montsalvat que Auschwitz, ni causa el mismo efecto que Lohengrin entre montado en un cisne que sobre una gallina (como el de Lepe que se va a Madrid en el AVE).

Apoyados en la indestructible belleza de la música de Wagner, en la enorme calidad de las orquestas y directores actuales, en las voces de los cantantes, una porción de diseñadores ególatras y engreídos, sin respeto ni imaginación, se permiten tergiversar el sentido de la obra, dañando los efectos estéticos buscados por el autor. No hay que olvidar que Wagner teorizó por escrito sobre la obra de arte total, hacia la cual experimentó con las incipientes iluminaciones de focos ideados por Fortuny Jr. La obra de arte total wagneriana llegó con el séptimo arte, pues en el gran cine se unen música, voces, paisajes, escenografías, argumentos: todas las artes tienen cabida en una buena película.

A mis doce añitos tuve el privilegio de ver y oír Parsifal en el Liceu (desde el quinto piso, por cierto), interpretado por la compañía y orquesta del Festival de Bayreuth con Windgassen como protagonista. Entonces, los nietos de Wagner habían comenzado el proceso de abstracción del decorado y la escenografía para sustituir los románticos y cursis papeles pintados del siglo XIX por volúmenes creados por la luz. El efecto fue tal que me condenó a ser de por vida un buscador de la gran belleza.

Cada vez más difícil en los últimos tiempos: una conjura de necios formada por directores de los teatros de ópera temerosos de no ser lo bastante modernos, de escenógrafos megalómanos que pretender enmendar la plana a Wagner, de directores de escena progres partidarios de que las óperas discurran en manicomios, parvularios o, como mínimo, en ambulatorios, de que Lohengrin sea epiléptico y Anfortas nazi, se han confabulado para modernizar sin capacidad estética unas obras cuyas emociones los depasan porque son incapaces de sentirlas. Este asalto general de feísmo contra la belleza sólo pueden pararlo los directores de los teatros, pero parece que ese es el eslabón más débil en la cadena; de otro modo, no asistiríamos a los disparates que pasan por representaciones artísticas. ¡Qué difícil es conseguir la gran belleza! Solo se vislumbra ya, como dice Jep Gambardella en la gran película de Sorrentino, en breves destellos efímeros bajo el tedio de la vulgaridad.

Luis Racionero

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