Participación ciudadana y acción climática en Chile: un imperativo

Las recientes revueltas en Chile, motivadas por el aumento del precio del billete del metro, han producido un hecho inédito en la historia de las COP: que un país que ostenta la presidencia se vea obligado a cambiar la sede de la celebración. Estas manifestaciones populares se están reproduciendo en países vecinos como Bolivia, Colombia y Ecuador. Pero estas crisis sociales son también crisis ambientales.

Es significativo que el alza del precio del metro en Santiago haya sido la gota que colmó el vaso. Contar con un transporte público de calidad, limpio en términos ambientales y asequible es uno de los pilares fundamentales para hacer frente al cambio climático, ya que este es uno de los sectores principales de emisiones de gases efecto invernadero. Hay que tener en cuenta que, en Chile, como media, el gasto en transporte público mensual representa alrededor del 13% del salario mínimo, lo que reduce las posibilidades de acceso a los más pobres. Al mismo tiempo, esto genera un aumento en la demanda de transporte privado que, a su vez, provoca altos índices de contaminación del aire, lo que impacta en la salud de la ciudadanía.

Asimismo, en Chile hay grandes núcleos de contaminación que afectan a las comunidades con menos recursos y más vulnerables. Denominadas zonas de sacrificio, son regiones o comunas donde se concentran un gran número de industrias contaminantes, que afectan a la salud de sus habitantes, que llevan respirando durante varias décadas gases tóxicos y metales pesados y donde la inversión económica es mínima. Sin embargo, el artículo 19.8 de la Constitución chilena recoge como derecho constitucional el vivir en en un medio ambiente libre de contaminación.

Estas zonas se encuentran en las comunas de Tocopilla, Mejillones (Región de Antofagasta), Huasco (Región de Atacama), Puchuncaví-Quintero (Región de Valparaíso) y Coronel (Región del Bío Bío).

Un estudio reciente de la organización Chile Sustentable apunta que las 29 termoeléctricas de carbón que operan actualmente en el país son responsables del 91% de las emisiones totales de dióxido de carbono, el 88% de la totalidad de partículas, el 97% de las emisiones totales de dióxido de azufre y el 91% de las emisiones totales de óxidos de nitrógeno, lo que tiene graves impactos tanto en la salud como en el medio ambiente.

Precisamente, estas centrales se concentran en las zonas de sacrificio: Iquique, donde existe una instalación de Enel; Tocopilla, que alberga 7 centrales (5 de Engie y 2 de AES Gener); Mejillones, con 8 termoeléctricas (4 de Engie y 4 de AES Gener); Huasco, con 5 centrales, todas de AES Gener; Puchuncaví alberga 5 y también todas son de AES Gener; y finalmente, en Coronel hay 3 (2 de Enel y una de Colbún). En junio, el presidente Piñeira anunció que las centrales de carbón cerrarán en 2040 y, en los próximos cinco años se cerrarán 8. Sin embargo, hace unas semanas, la Cámara de Diputados chilena ha solicitado un plan de cierre de las térmicas y su eliminación para 2030.

En el caso del complejo industrial de Puchuncaví-Quinteros, donde sus habitantes han sufrido intoxicaciones, así como vómitos, mareos, y dolores de cabeza, debido a la contaminación ambiental que genera la gran industrialización de la zona, la Corte Suprema de Chile declaró en junio de 2019 que se ha producido una vulneración de derechos fundamentales como el derecho a la vida, a la salud y a vivir en un ambiente libre de contaminación. Este caso es una clara muestra de los desafíos en materia de información y participación para garantizar el derecho a vivir en un medio ambiente sano.

La Corte estableció la responsabilidad del Estado por su inacción, pues, al menos desde el año 2012, el Estado contaba con conocimiento de la grave situación de contaminación a la que estaba expuesta la población. Esto ha evidenciado la dramática situación de esa población y la falta de acceso a la información respecto de los agentes contaminantes a los que estaba, y sigue estando expuesta, así como la falta de espacios de participación efectivos para el control ciudadano.

Desde luego que la crisis social por la que atraviesa Chile tiene su origen en la desigualdad, corrupción y limitada participación de todos los actores en la construcción de las leyes y políticas. Al mismo tiempo, existe una falta de asimetría de poder que se traduce en políticas y leyes que no atienden adecuadamente los desafíos de los sectores más vulnerables. A lo anterior se suma la creciente criminalización de la protesta, uso indiscriminado de la fuerza, restricciones al espacio cívico y ataques contra defensores ambientales.

Chile lidera este año la Alianza de Ambición Climática por la que más de 66 Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, incluyendo Chile, además de 10 regiones, 102 ciudades, 93 compañías y 12 inversores están comprometidos con lograr cero emisiones netas de dióxido de carbono para el 2050.

Esto, sin lugar a duda, debe tener un reflejo en la realidad social y ambiental de Chile. Pero, también, este país, junto al resto de la región, tiene una oportunidad histórica para modificar las pautas que han llevado a estas crisis a través del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, conocido como Acuerdo de Escazú, que fue el único tratado vinculante que se impulsó en Río +20.

Este acuerdo, al igual que el Convenio de Aarhus, desarrolla la denominada democracia ambiental. En teoría garantiza la implementación plena y efectiva de los derechos de acceso a la información, la participación y la justicia en asuntos ambientales, con especial énfasis en las personas y grupos en situación de vulnerabilidad, pues se hace cargo de la dramática situación que enfrentan los defensores ambientales en la región y establece garantías específicas para que estos puedan actuar sin amenazas, restricciones e inseguridad.

Los acuerdos son un instrumento preventivo, de paz social, esencial para la acción climática. Hasta el momento, el Acuerdo de Escazú, ha sido firmado por 21 países y ratificado únicamente por cinco. Precisa de 11 ratificaciones para entrar en vigor. Como presidencia de la COP25, y puesto que impulsó y lideró la negociación de ese Acuerdo, Chile debe firmar y ratificar el convenio en el corto plazo para abordar la crisis social. Sin acceso a la información, participación pública y acceso a la justicia, elementos fundamentales de cualquier democracia y estado de derecho, la acción climática y la transición justa no son posibles.

Ana Barreira es abogada y directora del Instituto Internacional de Derecho y Medio Ambiente.

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