Partido Comunista Chino: un siglo de adaptación

Unos niños en el desfile del 60 aniversario de la revolución, en 2019 en Pekín
Unos niños en el desfile del 60 aniversario de la revolución, en 2019 en Pekín.

El contraste entre la paupérrima realidad china de 1949 y la actual invita al Partido Comunista (PCCh) a exhibir con orgullo un balance de gestión que, en el trazo grueso, incluso puede producir asombro. Cumplidos sus primeros 100 años de existencia y con más de setenta al frente de los destinos del país más poblado del mundo, el PCCh ha sido el gran muñidor del Estado moderno chino y artífice de un cambio sin precedentes. En el trazo fino, menos reivindicado a la hora de las conmemoraciones, cabe destacar también los ingentes sacrificios requeridos, con elevados costes humanos y de todo tipo. Desde la Larga Marcha al Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, como también Tiananmen en 1989, la secuencia de convulsiones no debe ser obviada.

La heterodoxia ha sido una marca distintiva del PCCh y la inspiración nacionalista se convirtió en la columna vertebral de su acción política. Aunque creado al abrigo de la III Internacional, pronto rehuyó la tutela moscovita y el maoísmo, antes y después de la victoria del Ejército Rojo, agrandó su dimensión tomando distancia del sovietismo. Su desarrollo en el poder fue más que errático y erigió el empirismo en la alternativa a la mera traslación de las experiencias ajenas avaladas por el partido padre. Lo que funcionó relativamente bien en el periodo revolucionario mostró severas quiebras en la fase inmediatamente posterior.

Fue Deng Xiaoping quien salvó al PCCh. Su reforma y apertura abrieron nuevos horizontes cuando la legitimidad inicial flaqueaba en medio de una trágica división interna. La veloz transformación socioeconómica del país le otorgó una segunda oportunidad. Ese reinicio no estuvo marcado por un reajuste que le aproximara a la ortodoxia soviética, volviendo al redil del que se había ido, sino abogando por trascenderla mediante la voladura controlada de aquellos prejuicios que habían trabado las expectativas del modelo. La incorporación del mercado, la promoción de la propiedad privada y muchas otras medidas de liberalización junto con la nueva atmosfera interna y exterior dieron un vuelco exponencial a la situación.

Fue en el denguismo tardío cuando saltó uno de los prejuicios más hirientes, el de la “vieja cultura”, culpabilizada de la postración del país y objeto de una condena sin paliativos durante el maoísmo. Progresivamente dignificada, se ha reconocido ahora como expresión del alma china y un valor central del PCCh. Un vuelco identitario de ciento ochenta grados que acentúa la significación del factor nacional en su magisterio.

El maoísmo, el denguismo o, ahora, el xiísmo, cada uno con sus manifestaciones singulares, han trazado otra seña de identidad del PCCh, el compromiso con la modernización. Los desacuerdos se han manifestado en cuanto a la hoja de ruta pero no en cuanto al objetivo. Y en ello siguen, a sabiendas de que pese a los muchos logros alcanzados son muchas también las taras que subsisten y cuya solución va a requerir varias décadas de acierto. En la modernización que impulsa el PCCh la prioridad alcanza a los signos de proyección de poder en todos los órdenes, desde el económico a la defensa. Su complemento es la inalterabilidad del sistema político cuyos fundamentos son hoy día los mismos que en el momento de la fundación de la República Popular.

Cien años después de su creación, el PCCh vive con Xi Jinping varios giros trascendentales. De una parte, una mirada introspectiva que plasma en el renacer del legismo la actualización de aquel sistema político persistiendo en su estructura; de otra, el resurgir del ideario marxista como expresión de fidelidad a su naturaleza fundacional.

La eficiencia se ha convertido para este PCCh en el talismán que puede asegurarle una longevidad sin límites. Ello requiere, sin embargo, no solo de una gestión maximizada de las diferentes políticas, asunto bien complicado en un momento de tránsito hacia nuevos modelos y nuevas gobernanzas. Acometer esos retos exige igualmente dotarse de una institucionalidad que le provea de la estabilidad necesaria, una obsesión permanente de sus autoridades. El denguismo realizó también en esto aportaciones de indudable valor que hoy están en cuestión.

En el comunismo chino, la combinación de orgullo nacional y superación de ciertos prejuicios ampliamente compartidos doctrinalmente facilitó tanto la adaptación como la innovación. En el futuro inmediato, el mayor peligro para su supervivencia quizá derive no tanto de la gestión de esa agenda siempre complicada sino del riesgo conceptual que se sustenta en ese alarde de la suficiencia basada en la eficacia. El poder del PCCh es mucho y ha demostrado sus enormes capacidades para encarar grandes retos; no obstante, no debiera perder de vista que ello no elude la necesidad de un esfuerzo aún muy exigente para alargar las bases de la democracia o mejorar los derechos y libertades individuales. Infravalorar ese afán de las sociedades liberales puede a la postre traducirse en un elevado coste cuando China culmine ese sueño de convertirse en un gran país próspero y desarrollado.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China. Su último libro es La metamorfosis del comunismo en China. Una historia del PCCh (Kalandraka).

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