Partitocracia de taifas

Como es sabido, una partitocracia es un régimen político en el que los partidos asumen la soberanía real, controlando paulatinamente el resto de instituciones del Estado hasta reducir a la nada el principio de separación de poderes, elemento básico de cualquier Estado de Derecho. Se trata, sin duda, de un fenómeno bastante difundido, pero en nuestro país presenta algunas notas diferenciales que lo hacen, si cabe, todavía más amenazador.

Como en toda partitocracia, en España hace tiempo que los partidos han ido socavando el funcionamiento de las instituciones del Estado. La más importante de todas, el Parlamento, podría reducirse a unos cuantos diputados con voto ponderado en función del peso del respectivo partido, pues los parlamentarios individualmente considerados carecen de la mínima capacidad de decisión al margen de las directrices de sus cúpulas. El Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional amenazan con terminar de manera semejante. El convenio de «reparto» de sus miembros entre los distintos partidos los convierte en la práctica en Parlamentos en miniatura, sujetos, evidentemente, a la misma disciplina partitocrática. No resulta extraño, por tanto, que sus decisiones se valoren siempre en términos políticos, nunca técnicos, y causen escándalo cuando se apartan de las directrices de las mayorías parlamentarias de turno.

Otra característica común a todas las partitocracias es que el poder no reside en el partido en su conjunto, sino únicamente en su equipo de dirección, con el agravante de que en España ese equipo se resume prácticamente en una sola persona -el presidente o secretario general- que elige libremente a sus colaboradores más directos, y de ahí para abajo, a todo el organigrama del partido. Esa peculiaridad, unida a su prerrogativa de decidir quién va o no en las listas, demuestra lo difícil que puede resultar cambiar a un líder si éste no accede voluntariamente a ello, por muy desastroso que sea su liderazgo o por muchas elecciones que pierda.

Pero una nota propia y singular de la partitocracia española, que la hace especialmente peligrosa, es la derivada de su adaptación a un sistema en el que el poder se encuentra extraordinariamente descentralizado a nivel territorial. La evolución del Estado de las Autonomías ha venido a crear focos de poder regional muy poderosos. El líder territorial, especialmente si ostenta el gobierno de la correspondiente Comunidad, dispone de ingentes recursos con los que construir un régimen clientelar propio, denso y ramificado. De esta manera, no sólo es capaz de eliminar cualquier competencia interna, sino, como consecuencia de su aportación en votos al conjunto nacional, condicionar las decisiones de su propio partido, constituyéndose como único posible contrapoder frente al líder máximo. He ahí una de las razones por las cuales ciertos barones territoriales, con mando presupuestario en plaza, aguantan carros y carretas sin inmutarse, ya sea en forma de escándalos varios o de Estatutos declarados inconstitucionales.

Pero, lamentablemente, este contrapoder no sirve para dulcificar en beneficio de nuestro maltrecho Estado de Derecho la tiranía partitocrática que padecemos. Más bien al contrario. La capacidad negociadora del líder territorial frente a la cúpula del partido lo que suele traer consigo es todavía mayor erosión institucional. La laboriosa construcción clientelar por parte del barón territorial demanda con excesiva frecuencia cacicadas y extralimitaciones de toda índole que el aparato central se ve obligado a tolerar. En fin, feudalismo en estado puro, conforme al cual terminan pesando más los intereses locales de partido que los generales de los ciudadanos.

La partitocracia de taifas, en consecuencia, no se contenta con invadir los poderes del Estado, sino que más bien busca ignorarlos. No se trata sólo de controlar el Tribunal Constitucional para que dicte una sentencia favorable, sino a articular los instrumentos necesarios para desconocerla cuando sea desfavorable. El caso del Estatuto de Cataluña es el más conocido, pues tanto el presidente del Gobierno como el de la Generalitat se han cansado de repetir su disposición a encontrar las vías necesarias para superar de una manera u otra el problema que ha supuesto la sentencia, pero nos engañaríamos si pensáramos que este fenómeno es excepcional. Se repite constantemente, en todos los puntos de la geografía nacional, aunque de forma casi inadvertida.

El que la erosión institucional no se limite a los altos organismos del Estado, lo que ya es bastante grave, sino que llegue hasta el último rincón del país, constituye una gravísima amenaza para nuestro Estado de Derecho. Dado que la reacción desde los partidos mayoritarios no parece posible, tendrán que ser los ciudadanos, al final los únicos responsables, los que decidan, dentro de las opciones que ofrece nuestro sistema democrático, si desean remediar tal estado de cosas. En democracia, siempre se está a tiempo.

Rodrigo Tena, notario.