Pasados utilizables y memorias incompletas

Hace ya algunos años, el filósofo y científico belga Jean Bricmont, conocido por sus críticas al posmodernismo, alertaba de la aparición de una nueva tendencia política que denominaba «gauche moral». Según Bricmont, era el producto de los fracasos históricos del socialismo real y de la crisis de la socialdemocracia. Suponía el abandono de los proyectos tradicionales de transformación social, centrando su interés en la reivindicación de las minorías –homosexuales, LGTBI, emigrantes– y en temas como la memoria histórica, la lucha por el pasado o el antifascismo. Todo lo cual llevaba, en opinión del autor, a la tiranía de lo políticamente correcto y a la instauración de una «república de censores». En ese sentido, una de las armas de la gauche moral era el recurso al sentimentalismo, una deliberada manipulación de los sentimientos. Algo que resulta evidente en su recurso a las llamadas políticas de memoria. Desde esta perspectiva, viene a definirse toda la historia de la Humanidad como una lucha entre víctimas y verdugos, oprimidos y opresores, el bien y el mal. Lo cual tiene como consecuencia privar al conjunto de la población –y en particular a las nuevas generaciones– de la posibilidad de desarrollar el sentido de la proporción, sin el cual la información no es más que una forma superior de ignorancia. Sin duda, el primer representante español de la gauche moral fue José Luis Rodríguez Zapatero. Desde el principio, su estrategia política estuvo muy clara: sentimentalismo y memoria histórica contra las derechas.

Durante casi 20 años, la sociedad española ha sido sometida, a través de los medios, la literatura, el teatro, el cine y la historiografía a un claro proceso de sentimentalización política, por parte de una izquierda intelectual afecta a los postulados de la gauche moral. Novelistas como Albero Méndez, Manuel Rivas o Dulce Chacón publicaron obras de relativo éxito en las que se ofrece una interpretación de la Guerra Civil, cuyo maniqueísmo y contenido sentimentaloide resulta, al menos en mi opinión, difícilmente soportable. Incluso un crítico e historiador de la literatura tan izquierdista como José Carlos Mainer no duda en calificar el contenido de algunas de estas obras de «blandas», «dulzonas» y tendentes a la «trivialización sentimental». Y lo mismo ha ocurrido en el cine. Películas dedicadas a la Guerra Civil, como Libertarias, La lengua de las mariposas, Los girasoles ciegos o El laberinto del fauno inciden deliberadamente en la caricatura, por la presencia de personajes intachables por su progresismo en contraposición a curas perversos y militares, falangistas y burgueses deliberadamente sádicos.

En este proceso, la historiografía ha tenido un papel de primer orden, con su incidencia en el tema de la denominada memoria histórica. Esta tiene como objetivo fundar una identidad o la defensa de las reivindicaciones de grupos sociales y políticos concretos. Se trata de un modo de relación con el pasado de carácter afectivo y sentimental; lo que implica un culto al recuerdo y a la conmemoración obsesiva de ciertos sucesos: fosas comunes, campos de concentración, monumentos, etc. La memoria histórica es, además, selectiva por naturaleza, ya que tiene como fundamento una selección partidista de los acontecimientos. Por ello, resultan muy significativas la referencia de historiadores de izquierdas como Ricard Vinyes a los «pasados utilizables»; y la de Josep Fontana a los «presentes recordados». Y es que, en el fondo, memoria histórica e Historia representan dos formas antagónicas de relación con el pasado. La memoria histórica se sostiene en la conmemoración, mientras que la búsqueda histórica lo hace mediante el trabajo de investigación. La primera está, por definición, al abrigo de dudas y revisiones; la segunda admite, por principio, la posibilidad de revisión, en la medida en que ambiciona establecer los hechos y situarlos en su contexto para evitar anacronismos. La memoria demanda adhesión; la historia, distancia. Y es que, como señala Tzvetan Todorov, el mayor peligro de las políticas de memoria es la instauración de una memoria incompleta, es decir, una narración que descontextualiza el proceso histórico concreto, silencia acontecimientos claves del pasado y margina a los sectores sociales y políticos que se sentían amenazados por los procesos sociales de carácter revolucionario.

Y es que, bajo el manto sentimentaloide, laten proyectos políticos muy concretos. Como señala uno de los portavoces de los movimientos memorialistas, Rafael Escudero Alday, su objetivo es la reivindicación histórica de la II República, como «un instrumento político de futuro». Historiadores de izquierdas, como Ricard Vinyes, demandaron una «memoria de Estado». Esta demanda no quedó en mera teoría, sino que cristalizó en el denominado Memorial Democrático, instaurado en Cataluña en 2007. Vinyes definía la institución como una plataforma para difundir «el pasado utilizable», cuyo objetivo era acabar con «el modelo de impunidad y sus consecuencias en la construcción del relato fundacional de nuestra democracia que han mantenido los sucesivos gobiernos desde 1977». Para otro de sus promotores, Jordi Borja, el Memorial Democrático servía para «deslegitimar el franquismo y los neofranquistas que perviven todavía en la vida pública española, en el ámbito estrictamente político, en algunos medios de comunicación, en la Iglesia católica y en ciertos grupos económicos y profesionales». Según Vinyes, los «modelos democráticos» eran militantes comunistas como Clara Zetkin, Dolores Ibárruri o Carlo Feltrinelli.

El 26 de diciembre de 2007 se dio el primer paso hacia la instauración de la memoria incompleta con la publicación en el BOE de la Ley de Memoria Histórica, en la que se identificaba la democracia con las izquierdas, incluidos los miembros de las comunistas Brigadas Internacionales, y se definía la era de Franco como «doloroso período de nuestra Historia». En el campo político de la derecha no hubo respuesta, ni política ni cultural. El Gobierno presidido por Mariano Rajoy no derogó la Ley de Memoria Histórica, limitándose, cínicamente, a paralizar su financiación.

Naturalmente, la ofensiva memorialista iba más allá. En febrero de 2014, se publicó un manifiesto de intelectuales de izquierda, firmado entre otros por Josep Fontana, Ángel Viñas, Nicolás Sánchez Albornoz, José Luis Abellán, José Manuel Caballero Bonald, en favor de la instauración de la III República. Los firmantes deseaban, entre otras cosas, poner fin a la «anomalía» de que el Jefe de Estado fuese un «Rey impuesto por el dictador»; y la República como «una urgente necesidad de regeneración democrática».

En enero de 2020 se dio un nuevo paso a la instauración de la memoria incompleta. El Gobierno PSOE/Podemos elaboró una nueva Proposición de Ley de Memoria Democrática, en el mismo sentido que las anteriores: «Consejo de la Memoria», sanciones económicas e ilegalización de las fundaciones que defiendan el franquismo, resignificación el Valle de los Caídos, etc. En septiembre, el Gobierno aprobaba el proyecto, cuyo objetivo era, según Carmen Calvo, la «ordenación del pasado». Una significativa reacción se produjo en Madrid, cuando Vox, en un pleno del Ayuntamiento, propuso la retirada de los nombres de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto del callejero de la capital. Sorprendentemente, el Partido Popular y Ciudadanos apoyaron la iniciativa. Lo que produjo el rechazo de las izquierdas y de algunos historiadores, que apoyaron un curioso «Informe Técnico», en el que se defendía la revolución de octubre de 1934, la figura de los líderes socialistas y el carácter democrático de la República durante la Guerra Civil. Increíble, pero cierto. Tal es la situación en la que nos encontramos. La izquierda española ha articulado una vulgata sectaria que quiere imponer al conjunto de la sociedad. Y, lo que es peor, que divide a los españoles. Muestra, además, una dramática ausencia de habitus científico, de auténticos investigadores, y de una percepción de la realidad que no permite mirar más allá de un craso pragmatismo político. «Facciamo storia, non moralismo», decía el historiador italiano Renzo de Felice. Ese esa es la respuesta, ese es el camino.

Pedro Carlos González Cuevas es historiador y profesor de Historia de las Ideas Políticas en la UNED.

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