Pasar la página en México

Por Jorge G. Castañeda, ex Secretario de Relaciones Exteriores de México (ABC, 15/09/06):

DENTRO de tres meses, cuando el nuevo presidente de México, Felipe Calderón, llegue al poder, muchos lo considerarán un honor dudoso. Éstas son tal vez las únicas dos cosas seguras en la política mexicana actual. Con los precios del petróleo más altos que nunca, las primas de riesgo del país más bajas que nunca, con los niveles más altos de la historia en remesas del extranjero, ingresos del turismo e inversión extranjera y con una expectativa de crecimiento del PIB de 4,2 por ciento para este año, en muchos aspectos las cosas nunca han estado mejor para los mexicanos. En efecto, después de diez años de estabilidad macroeconómica ininterrumpida -algo que México no había experimentado desde los sesenta-, la clase media se ha ampliado espectacularmente y los créditos bancarios a precios razonables ahora son accesibles a millones de personas que en el pasado habían estado excluidas. Con todo, a pesar de estos cambios sanos, la pobreza sigue estando muy extendida, la desigualdad es enorme y los resentimientos sociales están creciendo. Por eso, el oponente de Calderón en las elecciones presidenciales de julio, el populista Andrés Manuel López Obrador, obtuvo un porcentaje tan alto de la votación en comparación con el récord histórico anterior de la izquierda mexicana logrado en las elecciones de 2000. Pero no fue suficiente para triunfar en unas elecciones que López Obrador y sus seguidores creían que estaban ganadas.
Unos comicios extremadamente cerrados -Calderón ganó por el 0,5 por ciento de los votos- y la profunda desilusión que sufrieron López Obrador y sus seguidores los llevaron a impugnar la resolución de las autoridades electorales de México y a rehusar a aceptar la victoria de Calderón. En lugar de ello, López Obrador, ex jefe de Gobierno de la Ciudad de México, y sus seguidores exigieron un recuento voto por voto que las leyes electorales del país no contemplan, aunque no está prohibido. Sin embargo, el Tribunal Electoral no lo decidió así. Esa es la situación actual de México: un desastre bajo cualquier definición, sin solución aparente a la vista.
A largo plazo, la respuesta está sin duda en la transformación de la izquierda mexicana y también en parte de la derecha. Durante años, las dos estuvieron subsumidas de facto dentro del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que gobernó en México durante siete décadas. Esa época terminó en 2000 y no volverá. Actualmente, la derecha y la izquierda, así como el propio PRI, son entidades distintas y tienen una ardua labor de reconstrucción por delante.
El Partido Acción Nacional (PAN), de centro-derecha, agrupación del actual presidente Vicente Fox y de Calderón, necesita adquirir una conciencia social sincera y profunda. Debe convertirse en algo como los partidos socialcristianos o demócratacristianos que existen en Costa Rica, Chile, Venezuela y Perú. De otra forma, las masas pobres de México lo seguirán viendo como el partido de los ricos, quizá de manera injusta, pero no del todo equivocada. La metamorfosis del PAN está en marcha, pero todavía queda mucho por hacer.
De manera mucho más importante, sin embargo -y tal vez para sorpresa de muchos observadores internacionales de buena voluntad-, la izquierda mexicana dista mucho de estarse transformando en un partido socialdemócrata moderno y reformista. No sólo no es el nuevo laborismo; ni siquiera se parece a los partidos socialistas franceses, españoles o chilenos, o al Partido de los Trabajadores de Brasil. Sigue siendo un movimiento con una facción revolucionaria -no mayoritaria, pero ciertamente una minoría considerable- empeñada en la insurrección, el socialismo y el alineamiento «antiimperialista» con Cuba y el presidente venezolano Hugo Chávez.
La izquierda mexicana rehúsa a aceptar realmente la economía de mercado, la democracia representativa y el Estado de Derecho. Obviamente muchos de sus miembros y líderes se apegan a esos principios y reprueban en privado las tácticas incendiarias de López Obrador. Pero mientras sigan relativamente sin poder, México seguirá desequilibrado, privado de la izquierda moderna que necesita para combatir la pobreza y la desigualdad y rehén de quienes todavía creen en la revolución y la toma del Palacio de Invierno.
Sin estas transformaciones gemelas de la izquierda y la derecha, México seguirá trotando en su lugar mientras otros corren hacia adelante. Pero el cambio no se dará de la noche a la mañana, por lo que México necesita soluciones de corto plazo para sus tribulaciones. Los pasos más urgentes, viables y pertinentes tienen que ver con las reformas electorales y legales dirigidas a evitar que se repitan las protestas actuales contra la elección presidencial. Incluyen el establecimiento de una segunda vuelta para las elecciones presidenciales, de forma que el próximo presidente de México tenga un mandato apoyado por más del 50 por ciento de los electores, pero también implican la reelección de diputados y senadores, el uso del referéndum para las enmiendas constitucionales y las candidaturas independientes.
Tal vez lo más importante es que México debe diseñar un sistema semipresidencial al estilo francés, en el que un primer ministro designado sea el responsable de crear mayorías en el Congreso y deba ser ratificado por éste. La eliminación de la compra de tiempo en la radio y la televisión durante las campañas, con la consecuente reducción de su costo, complementaría estos cambios. Ninguna de estas reformas indispensables y largamente pospuestas convencerá a los seguidores de López Obrador de que el fin de la pobreza y la desigualdad está a la vuelta de la esquina. Pero no se puede dar ninguna mejora en estos frentes sin una reformulación a fondo del proceso de toma de decisiones del país. Fox y su equipo pensaron que los mecanismos que funcionaron durante el período autoritario podían trasplantarse simplemente a la era democrática y operar con fluidez. De hecho, ninguna de las importantes reformas económicas y sociales que México necesita con urgencia a fin de crecer con mayor velocidad, distribuir la riqueza de manera más equitativa y combatir la pobreza más eficazmente se pueden aprobar si no se reconstruye el andamiaje institucional.
Esto es lo que Calderón puede y debe hacer para acallar los debates actuales sobre la equidad de las elecciones que lo llevaron al poder. Es tiempo de que México pase la página, pero debe pasar la página adecuada.