Pasión nacional

«No hay duda: desenterrar a los muertos es pasión nacional. ¿Qué incentivos secretos tienen para el español los horrores de ultratumba que no se satisface con ponderarlos a solas y ha de ir a escarbar en los cementerios a cada momento?».

Manuel Azaña publicó estas palabras hace poco más de cien años, en la revista literaria madrileña 'La Pluma'. El motivo inmediato fue la remoción de los restos del poeta liberal Manuel José Quintana (1772-1857), trasladado al actual cementerio de la Almudena, desde otro camposanto que estaba a punto de desaparecer por problemas de conservación. Fueron años en los que desaparecieron algunos viejos cementerios cercanos a la ribera del Manzanares madrileño, que experimentaba por entonces un intenso proceso de reordenación urbana.

Poco podía imaginarse Azaña –cuando escribía esas líneas– el trasiego de restos fúnebres que habría de producirse medio siglo más tarde, después de la muerte de Franco.

Los de Alfonso XIII, último rey del régimen monárquico constitucional que se extinguió en 1931, fueron retornados en 1980, y un año antes lo habían sido los de quien le había sucedido en la jefatura del Estado, Niceto Alcalá-Zamora. También los restos de Diego Martínez Barrio, que ejerció la Presidencia de la República en las circunstancias excepcionales del exilio, fueron trasladados, desde Francia a Sevilla, en el año 2000.

Afortunadamente, de la pasión por los desentierros se libró el mismo Azaña, que había exigido que se le diese tierra allí donde muriese. Y Antonio Machado, que ha hecho posible que Collioure se haya convertido en un lugar de meditación y de paz. También lo es el barranco de Víznar, en donde debe quedar el recuerdo de Federico García Lorca, a salvo de los políticos oportunistas y de algunos llamados hispanistas, de dudosa reputación académica.

Montauban, Collioure, Víznar son hoy –protegidos todavía de los desenterradores interesados– lugares de la memoria que nos trasladan una imagen, profunda y trágica de lo que fue la violencia y el exilio. Verdaderos yacimientos para penetrar en el conocimiento de un pasado tan lejano y tan cercano.

En otros casos, hay lugares, todavía ignorados, en los que descansan los restos de españoles que, cada uno a su manera, se empeñaron en luchar por una España mejor. Quien esto escribe ha dedicado unos cuantos años de su vida a conocer las circunstancias que rodearon la vida de los parlamentarios de las tres legislaturas que hubo a raíz de la proclamación de la República en 1931. Conocer lo que había sido de ellos a partir del pronunciamiento de algunos militares, en julio de 1936, podría ser una buena lección de lo que había sido el destino de quienes representaban a la Nación, según el texto constitucional.

Los resultados de esa investigación se han resumido en un libro, que apareció hace unos meses y del que ya se ha dado noticia en las páginas de este periódico. En todo caso, cabe señalar que, de más de ciento cuarenta diputados, de los poco más de mil que hubo en las tres legislaturas, no se han conseguido datos ciertos sobre el lugar y fecha de su fallecimiento. Son más de ciento cuarenta españoles de los que parece haberse borrado su recuerdo.

Para el investigador, puede parecer un porcentaje aceptable de datos desconocidos, sobre todo si se tiene en cuenta que, hace tan solo unos años, esa falta de información alcanzaba a casi la mitad de los parlamentarios. Pero, desde el punto de vista moral, esa ausencia de datos resulta un pesado lastre para cuantos deseamos un conocimiento preciso y limpio de nuestro pasado. Hace tan sólo unos días que la prensa trajo la noticia de que en la madrileña sierra de Guadarrama aún se andaba buscando los restos de un diputado catalán –José Suñol y Garriga– que había encontrado la muerte en aquellos parajes, a manos de los militares sublevados.

La tarea de recuperar la mayoría de esos cuerpos –sobre todo, si está movida por el afecto familiar– merece todos los respetos y debe ser facilitada por las autoridades, cuando las circunstancias lo hagan posible. Las referencias a las cunetas –algunas veces magnificadas de forma demagógica– deberían desaparecer ya de nuestro argumentario político.

La cifra de ciento cuarenta diputados de los que no se ha podido determinar las circunstancias de su muerte no equivalen, en cualquier caso, a ciento cuarenta tragedias. Algunos de esos diputados simplemente salieron del foco de la historia y su fallecimiento –fuera o dentro de España– pasó inadvertido para la opinión pública. Por eso resulta ahora tan difícil rastrear el momento en el que se produjo. Pero también hubo algunos otros que desaparecieron en lugares y circunstancias que representan, por sí mismos, un apasionante reto para la investigación histórica.

La tarea, en cualquier caso, nunca será fácil porque esos españoles pudieron fallecer en cualquier lugar del mundo, ya que el exilio fue la otra gran tragedia de nuestra guerra civil. El continente americano –sobre todo México– fueron los grandes receptores de aquellos exiliados, pero también fueron muchos los que quedaron en una Europa que pronto se vería zarandeada por el torbellino de la II Guerra Mundial. Y hubo otros que recalaron en los países sometidos a la influencia de la Unión Soviética. Allí donde se encuentren esos restos, nos topamos también con lugares de la memoria, sitios que nos ofrecen una lección, tan muda como elocuente, de nuestro pasado.

Algunos historiadores somos reacios a la modificación de esas realidades y a la alegría con la que se habla de la cultura rupturista, de la resignificación de algunos monumentos, y de la necesidad de establecer centros de interpretación. Un signo indefectible de que se quiere alterar alguno de esos lugares de la memoria suele ser la promesa de que se va a crear, en su lugar, un centro de investigación sobre esos mismos lugares, casi siempre sin la necesaria dotación presupuestaria. Tal vez sea el momento de reclamar respeto para esas huellas del pasado, tal como están, y de no volver a destruir más budas de Bamiyan.

Nuestro pasado está ahí, con sus luces y con sus sombras y está necesitado, quizás más que en ningún otro momento, de la piedad del historiador. Una necesidad que se remonta a Montaigne y que Manuel Azaña utilizaría en uno de los más conocidos de sus discursos.

Una piedad que ahora parece haber quedado relegada al universo cultural cristiano, pero que hunde en el tradicional concepto de la 'pietas' romana que, como nos ha recordado Roger Scruton, deriva del hecho de la gratitud natural que debemos a lo que nos ha sido dado, a lo que movió las mejores acciones de nuestros mayores.

Octavio Ruiz Manjón es miembro de número de la Real Academia de la Historia.

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