Pasión por reformar

Toda crisis constituye una oportunidad. La crisis económica ofrece la posibilidad de reconducir un determinado modelo productivo, la crisis política permite renovar programas y la crisis territorial abre la puerta a revisar estructuras. El Estado autonómico que consagra el Título VIII de nuestra Constitución ha venido en significar la transferencia a las comunidades autónomas de las competencias que son troncales al Estado de Bienestar y, por ende, la concesión a los gobiernos regionales de un poder cada vez más amplio para gestionar los servicios públicos esenciales. Tal es el grado de descentralización alcanzado que hoy España destaca en la Unión Europea por el extraordinario nivel de autogobierno que concede a sus regiones –y no por lo contrario–.

Al igual que no hay Estado digno de mención que sea una amalgama de reconocimientos a sub-naciones, protonaciones y otras ocurrencias, tampoco hay sociedad verdaderamente democrática que entienda la autonomía como un mecanismo para arremeter contra el Estado. Porque la autonomía es un elemento de participación constructiva, en tanto que permite a cada región legislar en áreas tan trascendentales como la Educación o la Sanidad. De esta manera, la autonomía materializa el carácter de cercanía que concede nuestra Constitución al ejercicio de la gestión pública, y por tanto debe ejercerse, en primer lugar, desde la lealtad institucional.

Que la crisis catalana monopolice la actualidad no puede hacernos perder la perspectiva. Dado que la cuestión territorial no debiera ser un fin en sí mismo, cualquier propuesta que se presente ha de servir para mejorar la vida de todos los españoles, y no para contentar a quienes quieren romper España. Así lo defendí esta semana ante la Comisión para la Modernización y la Evaluación del Estado Autonómico del Congreso, donde fui invitado en calidad de expresidente del Gobierno de la Región de Murcia –función que desempeñé durante casi 20 años–.

Puesto que este tiempo no se caracteriza precisamente por la implicación constructiva de todas las opciones políticas en el debate –las nacional-populistas han decidido autoexcluirse–, parece más sensato aparcar la idea de embarcarse en reformas grandilocuentes y emplearse a fondo en alcanzar pactos concretos que permitan, de veras, avanzar. Quienes participamos del proceso estamos de acuerdo en que los hospitales deben seguir funcionando, los maestros deben seguir enseñando y las ayudas a la dependencia deben seguir llegando. Y sabemos que la línea de financiación que lo hace posible es la autonómica. Parece lógico, entonces, que nos pongamos manos a la obra para mejorar el sistema de financiación autonómica, para completar el círculo de la solidaridad previsto en la Constitución. No se trata sólo de desbloquear la situación actual, sino de concebir un mecanismo que sirva a generaciones futuras y que impida que haya autonomías de primera y de segunda.

Por la misma razón, es necesario alcanzar consenso para concretar la distribución exacta de competencias entre el Estado y las comunidades, pues una clarificación ayudaría a rebajar los niveles de conflictividad que existen en el ejercicio competencial. Y urge asimismo lograr una solución definitiva en materia de agua, recurso por el que las comunidades también se ven obligadas a enfrentarse entre sí y con el Estado.

España atraviesa hoy una de las peores crisis hídricas de la historia reciente. Razón de más para impulsar la elaboración de un Plan Hidrológico Nacional que contemple los trasvases desde cuencas excedentarias a cuencas estructuralmente deficitarias. Se trata de llevar agua de donde sobre a donde falta, no de quitar nada a nadie. Garantizar el acceso de todos los ciudadanos a este bien de Estado es, simplemente, ejecutar el principio de solidaridad que emana de nuestra propia Constitución.

Tal y como ocurre con el agua, otro elemento que debe estar siempre por encima de los partidos y las rencillas territoriales es el sistema educativo. A nadie se le escapa que es crucial alcanzar un Pacto de Estado por la Educación, pero existen discrepancias sobre cómo hacerlo. Yo apuesto por identificar lo que falla y comenzar por enmendar lo más urgente. Por ejemplo, la enseñanza de la Historia, tal y como es impartida en algunas comunidades.

Ya hemos constatado que el revisionismo incendiario que han llevado los nacionalismos a las aulas supone un riesgo para la convivencia presente y futura. Ahora hay que denunciarlo. No para generar confrontación, sino precisamente para buscar una solución; para curarnos en salud y evitar que una negligencia así abra distancias insalvables. Cabría estudiar la posibilidad de que ciertas materias que son troncales a los currícula se decidan a nivel estatal. Y, si los nacionalismos persistieran en su actitud generadora de distorsión de la realidad, de permanente confrontación y de incitación al odio, cabría incluso apostar por que el Estado rescatase la competencia de Educación sin complejo alguno. Hace falta actuar con valentía hoy, pues mañana podría ser demasiado tarde para evitar la ruptura definitiva y para poder proteger los derechos y libertades de todos los españoles en todo el territorio nacional.

Nos encontramos en tiempos de logros necesarios, de avanzar juntos. Y esto podrá hacerse si empezamos por coincidir en que lo que necesitamos son cambios en áreas concretas, no una enmienda a la totalidad. Para evitar emprender el camino hacia ninguna parte, tenemos que acordar metas específicas y alejarnos de la grandilocuencia de los objetivos imposibles.

Hay mejoras que se pueden realizar sin tocar la Constitución y otras que requieren sólo de la modificación de artículos determinados. Por tanto, reconozcamos el inmenso valor que tiene nuestro texto fundamental. Y reconozcamos, también, que quizá los problemas sean otros, y que tal vez las soluciones precisen, más bien, de pactos basados en los propios principios básicos de la Constitución: la igualdad de todos los españoles y la solidaridad entre todos los españoles. Demos, en definitiva, pasos concretos para mejorar nuestro sistema de convivencia y alejémonos de la tentación de reformarlo todo a cualquier precio.

Ramón Luis Valcárcel es vicepresidente del Parlamento Europeo y eurodiputado del PP.

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