Siempre es pronto para escribir con sosiego de asuntos judiciales, como siempre es necesaria la prudencia a la hora de pronunciarse sobre la culpabilidad o inocencia del prójimo. A partir de esta premisa me propongo reflexionar en relación con algunos aspectos que rodean al veredicto absolutorio del ex presidente de la Comunidad Autónoma de Valencia y del ex consejero Ricardo Costa y que, al menos de momento, restablece la inocencia de los dos, tras haber sido acusados de un delito de cohecho impropio. Sin perjuicio de los recursos que puedan interponerse, la decisión pone fin al vía crucis judicial que ambos han soportado durante tres años. Recuérdese que la instrucción de la causa, rotulada como caso Gürtel, se inició el 6 de febrero de 2009 por Baltasar Garzón, en plena jornada cinegética a la que asistieron, aparte de otros, el entonces ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, el comisario encargado de las diligencias policiales y una funcionaria del Ministerio Fiscal.
Quizá tampoco esté de más hablar de la plaga de irregularidades que empozoñaron el proceso, entre las que resaltan la intervención de las comunicaciones de los imputados y sus letrados, con la consecuencia de ver al juez instructor sentado en el banquillo, y la constante filtración de informaciones en un doble sentido parciales, pues sólo una parte del contenido de las diligencias y no todo él se difundía y, además, lo que se filtraba únicamente perjudicaba a los imputados.
Mi primer pensamiento va dirigido a los jurados que han decidido la no culpabilidad de los acusados y de cuya capacidad parece que dudan los partidarios de la condena, entre los cuales figuran muy leales defensores de la institución. De «pintoresco y destructivo» ha calificado el fallo un destacado miembro del Partido Socialista y de «justicia al revés» ha hablado el señor Llamazares. No pocas veces, mediante encuestas, se ha preguntado por quién es más justo o injusto; si un tribunal de jurados o uno de jueces técnicos, con resultados tan variados como la mayoría indemostrables. Beccaria consideraba más segura la ignorancia que juzga por sentimiento que la ciencia que juzga por opinión. Otros sostienen que normalmente un jurado se inclina a la misericordia en dosis superiores a las que la justicia aconseja y, sin embargo, es muy severo en determinados delitos. Esto no es riguroso.
Cierto que los jurados se equivocan a menudo, pero también -y no en menor cantidad- yerran los magistrados de carrera. El argumento de que los jueces legos no saben distinguir la responsabilidad moral de la penal, tiene remedio si a los jurados se les explican claramente los deberes que les incumben. Advierto que no me incluyo entre los que esperan todo del jurado, aunque tampoco me declaro enemigo de él. Puestos a mostrar preferencias, las mías van por el escabinado, con lo cual creo hacerme eco de una opinión bastante extendida.
A renglón seguido quisiera enfrentarme a otra cuestión de no menor interés que la anterior. Me refiero a las consecuencias del fallo absolutorio de Camps y Costa por las que la secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, se preguntaba apenas conocer el veredicto. «Quién repone la honorabilidad y el buen nombre de dos ciudadanos que se han visto sometidos desde hace mucho tiempo a juicios especiales, sumarísimos y paralelos (…)», dijo. La respuesta está en el drama que representa el proceso penal en España -también en otros países-, donde todos, en una especie de estrado nacional, unos haciendo de tribunal de la plebe, otros de fiscales de corral y el resto de abogados del diablo, juzgamos a todos y a todos los enviamos a la cárcel o los ponemos en la calle. Este fenómeno que desde hace tiempo sucede en la justicia española produce, al menos en mí, estupor y rechazo, en iguales proporciones. Los procesos simultáneos, que no paralelos, se han convertido en los auténticos juicios, de tal manera que las sentencias y veredictos que se dictan por los tribunales sólo se aceptan si confirman los pronunciamientos inapelables de los primeros.
La publicidad es el alma de la justicia y permite el desarrollo de una opinión pública que, en el supuesto inverso, sería muda e impotente. De acuerdo. Ahora bien, hay casos en los que el interés público de informar no compensa los efectos destructivos que un juicio aireado en prensa, radio y televisión tiene para quien se sienta en el banquillo. Un acusado que ha estado expuesto al juicio de la opinión pública, aun cuando resulte absuelto, cual aquí sucede, probablemente vivirá el resto de los años con la marca de un proscrito. Sobre estos juicios llamados de papel ha habido resoluciones judiciales ejemplares. A la memoria me viene el voto particular disidente del norteamericano Oliver Wendell Holmes, uno de los mejores jueces de todos los tiempos, en el caso Northern Securites Company: «Los grandes casos como los casos difíciles hacen mal Derecho. Porque los casos grandes son llamados así no por su real importancia para modelar el Derecho del futuro, sino a causa de algo accidental de inmediato y sobresaliente interés que apela a los sentimientos y distorsiona el juicio». Son cosas que, por desgracia, suceden a menudo porque en el proceso penal la idea de la ley y la razón de la fuerza prevalece sobre la fuerza de la ley y de la razón.
Admitamos que si los medios de comunicación se ocupan con tanta asiduidad de los asuntos penales es porque la gente se interesa mucho por ellos. Como muestra, el botón de este asunto de los trajes del señor Camps. Y así hasta completar una larga lista, en los que el gentío se comporta como jurados vociferantes que, sin más argumentos que las fobias o las filias, dictan sus propias sentencias. Pues bien, al margen de los sentimientos justicieros, la curiosidad del público por este tipo de procesos penales tiene muchas veces una faceta lúdica. El juicio de un político de renombre, al igual que el de un banquero de postín o el de un juez divo, sirve al personal para evadirse de su propia vida y ocuparse de la vida de los demás. Recordando la sátira X que Juvenal dedica al poder seductor de los circos, bien podría decirse que hoy las angustias y penurias del pueblo pueden amortiguarse con «pan y juegos de circo judicial». La atracción por esos procesos ha creado una especie de plaza pública o patio de vecindad, donde en lugar de cotillear del prójimo, lo hacemos de personajes sentados en el banquillo o entrando, a ser posible esposados, en una sede judicial. La actitud del público respecto de los protagonistas de estos procesos es la misma que la multitud tenía frente a los gladiadores que combatían en el circo. Hay asuntos penales que son como una noria judicial, donde los invitados y telespectadores se apasionan con los acusados lo mismo que por la vida privada de una cantante de moda o de un futbolista de Primera División.
El proceso penal, visto así, se encuentra amenazado. La publicidad de las actuaciones judiciales que reconoce el artículo 120.1. de la Constitución, ha degenerado en desorden, bulla y griterío, una situación de la cual es culpable también determinada prensa que sigue los asuntos con indiscretas imprudencias y no raras veces impudencias, contra las que casi nadie es capaz de reaccionar. En este declive del proceso penal, uno de los síntomas de mayor gravedad es la galopante devaluación de las garantías del imputado y acusado. La Constitución española proclama que nadie debe ser considerado culpable mientras no sea condenado por sentencia definitiva y firme. Sin embargo, y a las pruebas me remito, este derecho fundamental como principio rector de la justicia penal sólo sirve para alimentar la ingenuidad de quienes todavía creemos en él. La justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables sino también para saber si lo son o no. En una de sus páginas inmortales San Agustín dice que la tortura ha sido abolida, al menos en el papel, pero el proceso mismo es una tortura. Cuando sobre alguien recae la sospecha de haber cometido un delito, es dado a la chusma, lo mismo que tiempos pretéritos los condenados se arrojaban a las fieras. Apenas surge la sospecha, el imputado, su familia, su casa, su trabajo, son desnudados y pateados a presencia de la plebe. El individuo, de esta manera, es despezado.
UNA ABSOLUCIÓN en asuntos como éste que comento es siempre un error, pero un error que origina daños en diferentes ámbitos y con diferentes víctimas. El terrible mecanismo del proceso penal, imperfecto e imperfectible, significa para el imputado un auténtico calvario, en el que pasa por todas las estaciones imaginables. Desde el escarnio, la ruina familiar y laboral e incluso la prisión preventiva, para después ni siquiera oír que le dan excusas por quienes, aun sin culpa, han perturbado y hasta destrozado su vida. Lo dice Beccaria: «Un hombre acusado de un delito, encarcelado y absuelto, no debiera llevar consigo ninguna nota de infamia». ¡Cuántas personas acusadas de gravísimos delitos y declaradas luego inocentes son, luego, tenidos en la consideración ciudadana! Los datos oficiales de que dispongo son más que preocupantes. Entre 2002 y 2011 fueron privados de libertad casi 2.000 personas cuyos procesos fueron luego archivados por falta de pruebas. ¿Por qué ocurre esto? Pues porque en el proceso penal prevalece la idea de la fuerza a la de la justicia, porque se arrojan confusamente al mismo foso a los acusados que a los convictos y condenados. ¿Acaso no deberíamos al menos reconocer la miseria del mecanismo, capaz de producir estos desastres?
Es cierto que la gente propende a la histeria y si no fijémonos en los acontecimientos deportivos, en los conciertos musicales y hasta en los mítines electorales, pero cuando esto se hace con la justicia el precio que se termina pagando es muy alto. Hoy más que nunca, el drama de la justicia penal demanda una solución urgente. Han de callar los gritones, al igual que han de terminar los toques de rebato, que son juicios sumarísimos celebrados en un esperpéntico programa de telejusticiabasura, donde los participantes, con diferentes varas de medir y togas multicolores, redactan sus particulares «lo pronunciamos, mandamos y firmamos».
Otrosí digo. El paquete de reformas que en materia de justicia ha anunciado el señor ministro del ramo, de entrada es una buena noticia. Mas su contenido es tan amplio que, por mi parte, habrá de merecer una tribuna aparte. Sí anticipo que ojalá el cambio del sistema de nombramiento de los miembros del CGPJ, para retornar al sistema original, sirva para rescatar a la institución de los rincones acres en que está metida. Nuestra Justicia lleva ya muchos años bailando al son que le tocan los políticos que le rodean. El Poder Judicial es un poder del Estado, no un poder de los partidos, gobiernen o no gobiernen. Tampoco de las siglas judiciales. De nadie ha de ser tributario.
Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.