Pasos necesarios

Hay que agradecer al nuevo ministro su oferta de un Pacto Nacional de Educación. Hay que suponer también que es compartida por el Presidente de Gobierno y que supone una renuncia implícita a su política de hacer de la educación espacio preferido de confrontación ideológica. Hay que confiar por último que este Pacto se entendiese con voluntad de permanencia, no como mera operación táctica o coyuntural, como una nueva foto para visualizar el activismo del ejecutivo. Un pacto que ha de nacer del acuerdo de los dos grandes partidos mayoritarios, que son los llamados a gobernarlo, y que estuviera abierto a los agentes sociales y profesionales de la educación, pero que no dependiera de ellos. Me van a perdonar mis colegas, pero somos en parte responsables -por omisión, complacencia o corporativismo- de los males actuales. Somos un ejemplo de la debilidad de la sociedad civil española.

Con estas premisas permítanme que vaya directamente al grano y sintetice el Pacto necesario en tres palabras, calidad, competencia y eficiencia. La calidad de un sistema educativo es muy difícil de medir, es una variable multidimensional que refleja las funciones de utilidad de los diversos colectivos afectados, stakeholders en terminología empresarial. Pero convengamos que hay indicadores internacionales, estudios de referencia en los que España compara muy mal. Convengamos también que no es principalmente un problema de gasto público porque de esos estudios no se deriva una correlación positiva entre gasto y calidad de la educación. Es cuestión de instituciones, incentivos y participación de la sociedad.

La calidad de un sistema depende crucialmente de los objetivos que le han sido asignados. Si, como es el caso en muchas partes de España, el sistema educativo se ha concebido, diseñado y financiado con el objetivo de contribuir decisivamente a la creación de nuevas naciones, no podemos luego quejarnos de que sus resultados en términos de cohesión territorial, conocimientos académicos o competitividad económica sean manifiestamente mejorables. Centrar el objetivo es pues una condición necesaria del pacto. Habrá que reconocer que la descentralización educativa plena no ha funcionado bien si se trata de formar ciudadanos españoles más educados, más libres y más competitivos. Recuperar algunas competencias básicas del Estado Central parece una consecuencia inevitable. Si ello requiere un cambio constitucional no habría que tenerle miedo, se ha planteado su reforma para temas mucho menores, pero me van a permitir una herejía de ignorante en leyes. Se me ocurre que si los doce hombres y mujeres justos del Tribunal Constitucional son capaces de dedicar cinco largos años de sus vidas a compatibilizar el Estatuto de Cataluña con los preceptos constitucionales, bien podrían dedicarle otro tanto a la educación.

Contenidos y proveedores son otros dos aspectos básicos de la calidad. Sobre los primeros se ha discutido desde los inicios de la Humanidad. Pero convengamos en que hoy el objeto de la educación no es tanto ofrecer conocimientos como enseñar a discernir, aprender a aprender. Vivimos en una sociedad donde la información es prácticamente gratuita y abundante, si uno la sabe buscar convenientemente. Demos pues a nuestros estudiantes las herramientas y los criterios para entender el mundo que les ha tocado vivir y para progresar en él. Despertemos en ellos el gusto por la lectura y el afán por la experimentación, expongámoslos a los clásicos y a los descubrimientos científicos más novedosos, pero sobre todo rompamos esa dicotomía mortal entre Ciencias y Letras. Siempre he tenido envidia de esos malditos ingleses que después de pasarse varios años leyendo a Virgilio y Aristóteles son capaces de estudiar Bioquímica o gestionar un banco. Eso es aprender y esa la versatilidad necesaria para la economía global.

Sobre proveedores de educación no deberíamos ya discutir. Deberíamos tener ya claro que el modelo único de enseñanza pública impuesto por la Revolución Francesa para hacer ciudadanos a golpe de instrucción obligatoria está obsoleto. Más cercana está incluso la Revolución Cultural y sus mil flores. Porque efectivamente la buena educación hoy requiere experimentar también con las formas tradicionales de proveerla, sin tabús ni cegueras ideológicas. Déjenme que les ponga dos ejemplos de esos prejuicios que impiden un debate constructivo, los uniformes escolares y la educación segregada por sexo.

Los primeros ha reaparecido en Estados Unidos de la mano de padres conscientes y preocupados del Bronx y de Harlem, que no son precisamente oasis de lujo, que entienden que la buena educación es una formación en valores y empieza por respetarse uno mismo y a los demás mediante lo que antaño llamábamos urbanidad. La segunda nunca ha desaparecido, quizás porque es la educación favorita de las élites intelectuales y progresistas de Nueva Inglaterra. No defiendo ninguno de los dos ejemplos. Pero tampoco los condeno. El punto es la libertad para que los ciudadanos elijan el modelo educativo que mejor satisface sus preferencias, la voluntad del Estado para respetarlos y la disposición a financiarlos sin exclusiones ni prejuicios. Y el compromiso de los padres con un modelo educativo en el que creen. Así han conseguido otros países mejorar significativamente los resultados académicos.

En España, por razones comprensibles, a la salida del franquismo optamos por un sistema educativo que es una mala copia del francés, mala por tardía y porque le falta el elemento unificador. Hora es ya de reconocer que se ha quedado obsoleta. Ha conseguido además alejar a los padres de la educación, porque se les veía como reaccionarios que impedían el cambio social. Hemos transferido la responsabilidad al Estado, de hecho a las Comunidades Autónomas, que invaden parcelas crecientes de libertad individual. Revertir esa tendencia porque ha fracasado en producir ciudadanos cultos y bien preparados es una componente necesaria del Pacto educativo. Confiar en los padres y devolverles la capacidad de elegir. Hacer competir a las instituciones educativas por atraer a los mejores alumnos, los mejores profesores, las mejores metodologías, deberían ser los principios inspiradores de este Pacto. Financiar a los estudiantes y no a las instituciones, subsidiar a los más necesitados y primar a los más brillantes, huir de la uniformidad, incentivar la aparición de gestores profesionales de centros educativos y asegurar que los propios centros se beneficien también de las mejoras en el rendimiento de sus alumnos. Todo ello son pasos necesarios y todos han de ir acompañados de un incremento sustancial en la transparencia en la gestión de fondos públicos para aumentar una eficiencia siempre conveniente y más en tiempos de crisis. Porque de lo que estamos hablado es de la necesidad de encontrar un nuevo espacio de colaboración entre la iniciativa privada y pública en la gestión de un servicio público como es la educación. Algunos, los más reaccionarios, lo llamarán privatización para matar toda posibilidad de discusión racional. Otros, entre los que estoy seguro estará el ministro Gabilondo, lo llamarán fomentar la pluralidad y la experimentación.

Fernando Fernández Méndez de Andés, Rector de la Universidad Nebrija. Foro de la Sociedad Civil.